sábado, 11 de agosto de 2007

DE LA EXPERIENCIA A LA CULPA

DE LA VERGÜENZA A LA CULPABILIDAD

Unas de las cosas más sorprendentes de la actitud arcaica es la conciencia más viva de la inseguridad humana y de la condición desvalida del hombre, que tiene su correlato religioso en el sentimiento de la hostilidad divina, mas no en el sentido de que se crea que la divinidad es maligna, sino en el sentido de que hay un Poder y una Sabiduría dominantes, que perpetuamente mantienen al hombre abatido y le impiden remontar su condición. Es el sentimiento que Herodoto expresa diciendo que la divinidad es siempre celosa y perturbadora. Cómo podría ese Poder dominante tener celos de algo tan pobre como el hombre? La idea es más bien que a los dioses les duele todo éxito, toda felicidad que pudiera por un momento elevar nuestra mortalidad por encima de su condición mortal, invadiendo así su prerrogativa.

Estas ideas no eran nuevas. En el Canto XXIV de la Ilíada, Aquiles, conmovido por fin ante el espectáculo de su quebrantado enemigo Príamo, pronuncia la trágica moraleja de todo poema: Porque los dioses han tejido el hilo de la desgraciada humanidad de tal suerte que la vida del Hombre tiene que ser dolor, mientras ellos viven exentos de cuidado. Y sigue con la famosa figura de las dos tinajas, de las cuales Zeus saca sus dones buenos y malos. A algunos hombres se los da mezclados, a otros sólo malos, de modo que vagan atormentados por la faz de la tierra, olvidados de los dioses y de los hombres. En cuanto al bien puro y sin mezcla, hemos de suponer que es una porción reservada a los dioses. Las tinajas no tienen nada que ver con la justicia; en otro caso la moraleja resultaría falsa. Porque en la Ilíada, el heroísmo no trae la felicidad; su única y suficiente recompensa es la fama. Sin embargo, a pesar de todo, los príncipes de Homero cabalgan atrevidamente sobre su mundo; temen a los dioses sólo como temen a sus señores humanos, y no se sienten oprimidos por el futuro ni aún cuando como Aquiles, saben que entraña una muerte cada vez más cercana.

No es esta sino una reacción emocional distinta a la antigua creencia. Simónides de Amorgos dice: Zeus controla el cumplimiento de todo cuanto existe y dispone como quiere. Pero la perspicacia no es cosa de los hombres: vivimos como bestias, siempre a merced de lo que nos traiga el día, sin saber nada del resultado que Dios reservará a nuestros actos. O lo que dice Teognis: Ningún hombre, Cirno, es responsable de su propia ruina o de su propio éxito: estas dos cosas son deon de los dioses. Ningún hombre puede llevar a cabo una acción y saber si su resultado será bueno o malo…. La humanidad, completamente ciega, sigue sus fútiles costumbres; pero los dioses lo encaminan todo al cumplimiento que ellos han proyectado. La doctrina de la dependencia indefensa del hombre respecto de un Poder arbitrario, no es nueva; pero hay un acento nuevo de desesperación, un énfasis nuevo y amargo en la futilidad de los propósitos humanos. Estamos más cerca del mundo del Edipo Rey que del mundo de la Ilíada.

PHTHONOS

Lo mismo ocurre con la idea del phthonos o envidia de los dioses. Esquilo tiene razón cuando la llama una venerable doctrina expresada hace mucho tiempo. La noción de que el éxito excesivo incurre en un riesgo sobrenatural, especialmente si uno se gloría de él, ha surgido independientemente en muchas culturas diferentes, y tiene hondas raíces en la naturaleza humana (uno mismo la subscribe cuando toca madera). La Ilíada la desconoce, como desconoce otras supersticiones populares; pero el poeta de la Odisea, siempre más tolerante con el modo de pensar de su época, permite a Calipso exclamar malhumorada que los dioses son los seres más celosos del mundo: le regatean a uno un poco de felicidad. Es claro, no obstante, por la jactancia incontenida en que el hombre homérico se complace, que no toma muy en serio los peligros del phthonos: tales escrúpulos son ajenos a una cultura de la vergüenza. Sólo a fines de la época Arcaica y a principios de la época Clásica se convierte la idea del phthonos en una amenaza opresiva, en fuente o expresión de una angustia religiosa. Tal es en Solón, en Esquilo y, sobre todo, en Herodoto. Para Herodoto, la historia está ultradeterminada: al mismo tiempo que es manifiestamente el resultado de los propósitos humanos, una vista penetrante puede detectar por todas partes la acción encubierta del phthonos. En el mismo espíritu, el Mensajero de los Persas atribuye la táctica imprudente de Jerjes en Salamina al griego astuto que le engaño, y simultáneamente al phthonos de los dioses, que actuaba a través de un alástor o demonio maligno: el acontecimiento está doblemente determinado, en el plano natural y en le plano sobrenatural.

Los autores de esta época moralizan a veces, aunque no siempre, el phthonos, interpretándolo como némesis, justa indignación. Entre la ofensa primitiva del éxito excesivo y su castigo por la deidad celosa se inserta un eslabón moral: se dice que le éxito produce koros –la complacencia del hombre a quien le ha ido demasiado bien- que, a su vez, engendra hybris, arrogancia de palabra, o aun de pensamiento. Así interpretada, la antigua creencia resultaba más racional, pero n o por esto era menos opresiva. Se puede ver por la escena de la Alfombra en el Agamenón cómo toda manifestación de triunfo suscita angustiosos sentimientos de culpa: la hybris se ha convertido en el mal primario, el pecado cuya paga es la muerte, y que, sin embargo, es tan universal que un himno homérico lo llama la themis o uso establecido de la humanidad, y Arquíloco se lo atribuye hasta a los animales. Los hombres sabían que era peligroso ser feliz. Pero la restricción tenía su lado sano. Es significativo que cuando Eurípides, que escribe en la nueva época de escepticismo, hace que su coro se lamente del derrumbamiento de todas las normas morales, el coro ve la prueba culminante de tal derrumbamiento en el hecho de que ya no es el objetivo común de los hombres escapar al phthonos de los dioses.

La moralización del phthonos lleva a un segundo rasgo característico del pensamiento religioso arcaico: la tendencia a transformar lo sobrenatural en general, y a Zeus en particular, en un agente de justicia. Apenas se necesita decir que la religión y la moral no fueron inicialmente interdependientes, ni en Grecia ni en ninguna parte; tenían raíces separadas. Hablando en términos generales, la religión brota de la relación del hombre con su ambiente total, y la moral de la relación del hombre con sus semejantes. Pero más tarde o más temprano viene, en la mayor parte de las culturas, un tiempo de sufrimiento en que la mayor parte de los hombres se niega a contentarse con el parecer de Aquiles de que Dios está en el cielo, todo va mal en el mundo. El hombre proyecta al cosmos su propia exigencia de justicia social, y cuando de los espacios exteriores vuelve a él el eco engrandecido de su propia voz prometiéndole castigo para los culpables, saca de este eco valor y seguridad. Los dioses de la Ilíada se interesan primariamente por su propio honor. Hablar a la ligera de un dios, descuidar su culto y tratar mal a un sacerdote, todo esto, comprensiblemente, los enoja; en una cultura de vergüenza, los dioses, como los hombres, sienten prontamente un menosprecio. No se encuentra en la Ilíada indicación alguna de que a Zeus le interese la justicia social.

En la Odisea, los intereses son manifiestamente más amplios: no sólo protege a los suplicantes (que en la Ilíada no disfrutan de tal seguridad), sino que todos los extranjeros y mendigos son de Zeus; en una palabra, empieza a vislumbrarse el vengador hesiódico de los pobres y oprimidos. Además, el Zeus de la Odisea está volviéndose sensible a la crítica moral: los hombres –se lamenta- siempre están sacando faltas a los dioses, porque dicen que sus dificultades les vienen de nosotros, cuando son ellos con sus propias acciones los que acarrean más dificultades de las necesarias. Los pretendientes, por sus propias malvadas acciones, se acarrean la destrucción, mientras que Ulises, atento a las moniciones divinas, sale triunfante a pesar de sus desventajas: la justicia divina se vindica.

Los estadios posteriores de la educación moral de Zeus pueden estudiarse en Hesíodo, en Solón, en Esquilo. Los griegos no eran tan poco realistas como para ocultarse a sí mismos el hecho de que los malos florecen como el laurel. Este hecho inquieta profundamente a Hesíodo, Solón y Píndaro, y Teognis encuentra necesario hablar a Zeus francamente del asunto. Era bastante fácil vindicar la justicia en una obra de ficción como la Odisea: como observa Aristóteles, los poetas cuentan esta clase de historias para satisfacer los deseos de sus oyentes. En la vida real la cosa no era tan fácil. Para sostener la creencia de que los molinos de Dios se movían, era necesario deshacerse del límite temporal establecido por la muerte. Mirando más allá de ese límite, podría decirse una de estas dos cosas (o las dos): que el pecador que salía con éxito en su vida sería castigado en sus descendientes, o que pagaría su deuda personalmente en otra vida.

La segunda de estas soluciones no surgió, como una doctrina de aplicación general, hasta fines de la época Arcaica, y quizá estuviera confinada a círculos bastantes limitados. La otra es la doctrina arcaica característica: es la enseñanza de Hesíodo, de Solón y de Teognis, de Esquilo y de Herodoto. No se dejó ver que implicaba el sufrimiento de los moralmente inocentes: Solón habla de las víctimas hereditarias de la némesis, como no responsables; Teognis se lamenta de la injusticia de un sistema en que el criminal se sale con la suya, mientras que otro recibe más tarde el castigo; Esquilo, si lo entiendo bien, quiere mitigar esta injusticia, reconociendo que la maldición heredada puede romperse. El que estos hombres aceptaran, a pesar de todo, la idea de la culpa heredada y del castigo diferido, se debe a la creencia en la solidaridad de la familia, que la Grecia arcaica compartió con otras sociedades antiguas, y con muchas culturas primitivas de hoy. Podría ser injusto, pero a ellos les parecía una ley de la naturaleza que había que aceptar: porque la familia era una unidad moral, la vida del hijo era una prolongación de la vida de su padre, y el hijo heredaba las deudas morales de su padre exactamente como heredaba sus deudas comerciales. Más tarde o más temprano, la deuda exigía su propio pago: como la Pitia dijo a Creso, el nexo causal de crimen y castigo era moira, algo que ningún dios podría quebrantar; Creso tenía que saldar o cumplir lo que había iniciado por el crimen de un antepasado suyo cinco generaciones antes.

Fue desafortunado para los griegos que esta idea de una justicia cósmica, que representaba un avance sobre la noción de Poderes divinos puramente arbitrarios y proveía a la nueva moralidad cívica de una sanción, se asociara con una concepción primitiva de la familia. Porque con ello todo el peso del sentimiento religioso y de la ley religiosa vino a oponerse a la emergencia de una verdadera visión del individuo como persona, con derechos personales y responsabilidades personales. Por ello, la liberación del individuo de los lazos de la tribu y familia es uno de los más importantes logros del nacionalismo griego, y el mérito de ella debe atribuirse a la democracia ateniense. Pero después de completada esta liberación en el derecho, el fantasma de la antigua solidaridad siguió atormentando durante mucho tiempo a las mentes religiosas. Se puede ver por Platón, que en el siglo IV se señalaba todavía con el dedo al hombre ensombrecido por la culpa hereditaria y que éste estaba todavía dispuesto a pagar a un kathartés para deshacerse ritualmente de ella.

Volviendo a la época Arcaica, fue, igualmente, desafortunado el que las funciones asignadas a lo sobrenatural moralizado fueran predominantemente, si no exclusivamente, penales. Mucho se habla de la culpa heredada, poco de la inocencia heredada; mucho de los sufrimientos del pecador en el Infierno o en el Purgatorio, relativamente poco de las recompensas reservadas a la virtud; el énfasis se pone siempre en las sanciones. Esto es un reflejo de las ideas jurídicas de la época; la ley criminal precedió a la ley civil, y la función primaria del Estado fue coercitiva. Además, la ley divina, como la ley humana primitiva, no tiene para nada en cuenta los motivos, y no hace concesión alguna a la debilidad humana; carece de la cualidad humana que los griegos llamaban epiejeia. El dicho proverbial, popular de esta época, de que la justicia abarca todas las virtudes se aplica tanto a los dioses como a los hombres: en unos y otros había poco lugar para la compasión. No era así en la Ilíada: allí Zeus compadece al sentenciado Héctor y al sentenciado Sarpedón; compadece a Aquiles, que llora la pérdida de Patroclo, y hasta a los caballos de Aquiles, que lloran a su auriga. Pero al convertirse en la personificación de la justicia cósmica, Zeus perdió su humanidad. De aquí que la religión olímpica en su forma moralizada tendiera a convertirse en una religión de temor, tendencia que se refleja en el vocabulario religioso. No hay en la Ilíada palabra para temeroso de Dios; pero en la Odisea es una virtud importante, y el término se empleó como un término de elogio hasta Aristóteles. El amor de Dios, en cambio, está ausente del vocabulario griego más antiguo; aparece por primera vez en Aristóteles. Y de hecho, de los Olímpicos más importantes quizá sólo Atena inspiraba una emoción que podría razonablemente describirse como amor. Sería absurdo, dicen los Magna Moralia, que uno pretendiese que ama a Zeus.

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