Los usos normales del habla y la escritura en las sociedades
occidentales modernas están fatalmente enfermos. El discurso que teje
instituciones sociales, el de los códigos legales, el debate político, la
argumentación filosófica y la elaboración literaria, el leviatán retórico de
los medios de comunicación: todos estos discursos son clichés sin vida, jerga
sin sentido, falsedades intencionadas o inconscientes. El contagio se ha
extendido a los centros nervioso del decir privado. En una infecciosa
dialéctica de reciprocidad, las patologías del lenguaje público, en especial,
las del periodismo, la ficción, la retórica parlamentaria y las relaciones
internacionales, debilitan y adulteran cada vez más los intentos de la psique particular
de comunicar verdad y espontaneidad. Según Mauthner, el lenguaje se ha
convertido en causa y síntoma al mismo tiempo de la senilidad de Occidente
mientras va dando bandazos camino de las silenciadoras catástrofes de la guerra
y la barbarie. Wittgenstein intentó ocultar, mediante una alusión despectiva,
la fuerza ejercida por las tesis de Mauthner sobre su Tractatus. Hacia 1930,
encontramos a Beckett leyendo extractos de Mauthner a Joyce. La influencia
subterránea de las Beiträge parece haber sido penetrante.
En la famosa “Carta de lord Chandos” de Hofmannsthal,
escrita hacia el cambio de siglo, el protagonista imaginario abandona su
vocación poética y, según se da a entender, todas las necesidades de habla
adicional excepto las más imprescindibles. Ha llegado a darse cuenta de que las
palabras y la sintaxis humanas, por exactas y honradas en su propósito o
sugerentes que sean en su energía metafórica y presentacional, son de manera
ridícula, desesperadas, insuficientes para alcanzar la sustancia resistente, la
materia existencial del mundo y nuestras vidas interiores. El habla no puede
articular las verdades más profundas de la conciencia ni puede transmitir la
prueba sensorial y autónoma de la flor, el rayo de luz o el canto del pájaro al
amanecer –fue en esta incapacidad donde Mallarmé situó la soberanía autística
de la palabra-. El lenguaje no sólo es incapaz de revelar estas cosas, sino que
se esfuerza por hacerlo, por acercarse más a ellas, por adulterar y corromper
lo que el silencio (la coda del Tractatus),
lo que las inexpresables y silenciosas visitaciones de la liberta y el misterio
del ser (el término de Joyce es “epifanía”; el de Walter Benjamin, “aura”)
pueden comunicarnos en momentos privilegiados. Tales intuiciones
trascendentales tienen fuentes más profundas que el lenguaje y, si es que
quieren conservar sus pretensiones de verdad, deben permanecer sin ser
declaras.
Desarrollada hacia una categoría explícitamente
teológico-metafísica, la abstención de declaración del lord Chandos de Hofmannsthal
culminará con el grito final del Moisés de Schönberg en Moisés y Aarón: “Oh
Palabra, tú, Palabra, de la que carezco” (o “que me está fallando”).
Precisamente porque el elocuente Aarón puede discursear tan expresivamente
sobre Dios y el destino del hombre, este mismo Aarón permite la mentira
figurativa y simbólica del becerro de oro y el estrepitoso motín de la falsedad
de Israel. Para Moisés, el “torpe de lengua”, no existen palabras con las que
articular lo esencial, la elección de sufrimiento que es la historia y la presencia
efectiva de Dios tal como se le dio a conocer en la tautología salida de la
Zarza Ardiente. El fuego, ahí, es la única habla verdadera. El ser humano dice
mentiras.
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