viernes, 12 de julio de 2019

REVOLUCIONARIOS MILENARISTAS Y ANARQUISTAS MÍSTICOS


REVOLUCIONARIOS MILENARISTAS Y ANARQUISTAS MÍSTICOS, I

LA GÉNESIS DEL MOVIMIENTO DE LOS FLAGELANTES
La práctica de la flagelación parece haber sido desconocida en Europa hasta que fue adoptada por los eremitas en las comunidades monásticas de Camaldoli y Fonte Avellana a comienzos del siglo XI. Una vez inventada, la nueva forma de penitencia se extendió rápidamente hasta convertirse no sólo en un rasgo normal de la vida monástica en la Cristiandad Latina sino la más común de todas las técnicas de penitencia –hasta tal punto que el verdadero significado del término disciplina quedó restringido a “azotar”. Lo que significaba para aquellos que lo practicaban se hace evidente en la descripción que un monje del siglo XIV hace de su propia experiencia. Una noche de invierno este hombre se encerró en su celda desnudo……..  tomando su látigo con trozos de clavo, y comenzó a azotarse el cuerpo, los brazos, y las piernas, hasta que brotó la sangre. Uno de los trozos de clavo era curvo como un anzuelo y dondequiera que tocaba en el cuerpo arrancaba un trozo de carne. Se azotó tan fuerte que el látigo se rompió en tres trozos. Permaneció sangrando en un estado deplorable y esto le recordó la apariencia de su amado Cristo cuando fue azotado de manera terrible. Tuvo lástima de sí mismo y comenzó a llorar amargamente. Se arrodilló, desnudo y cubierto de sangre, al aire helado, y oró a Dios que eliminase sus pecados.

La flagelación medieval era una severa tortura que la gente se infligía con la esperanza de persuadir a un Dios que juzga y castiga  para que retirase su vara, perdonase sus pecados y les librase de los más grandes castigos que sufrirían en esta vida y en la otra. Pero más allá del mero perdón hay otro prospecto más intoxicante. Si un monje ortodoxo podía ver en su cuerpo ensangrentado una imagen del cuerpo de Cristo, no ha de sorprender que los laicos que se convertían en flagelantes y escapaban de la supervisión eclesiástica se sintiesen con la misión redentiva que aseguraría no sólo su propia salvación sino la de toda la humanidad. Como los cruzados pobresantes de ellos, sectas heréticas de flagelantes veían su penitencia como una imitatio Christi colectiva que poseía un valor escatológico único. 

Fue en las ciudades más pobladas de Italia que las “procesiones” organizadas de flagelantes aparecieron por vez primera. El movimiento fue lanzado en 1260 por un eremita de Perugia y se extendió hacia el sur a Roma y hacia el norte a las ciudades Lombardas con tal rapidez que parecía a los contemporáneos como una epidemia de remordimiento. Liderada normalmente por sacerdotes, masas de hombres y jóvenes marchaban día y noche, con estandartes y velas, de ciudad en ciudad. Cada vez que llegaban a una ciudad se reunían en grupos ante la iglesia flagelándose durante horas. El impacto que esta penitencia pública realizaba sobre la población en general era grande. Los criminales confesaban, los ladrones devolvían lo robado y los usureros los intereses de sus préstamos, los enemigos se reconciliaban y los odios eran olvidados. Hasta los Güelfos que apoyaban al Papa y los Gibelinos que apoyaban al emperador, superaron momentáneamente sus divergencias. Ciudades enteras se vieron envueltas en este movimiento. –En Reggio Calabria los magistrados, el obispo y todas las cofradías participaban. Las procesiones aumentaron en tamaño, llegando a ser miles los participantes. Pero aunque se unían a veces gente de todos los estratos sociales, eran los pobres los que más perseveraban; de manera que en las últimas etapas del movimiento sólo ellos quedaron.

Las circunstancias bajo las que tuvo lugar esta movida de auto-flagelación son significativas. Las condiciones en Italia en esos momentos eran excepcionalmente duras. En 1258 hubo una hambruna, en 1259 una plaga. Sobre todo, el constante enfrentamiento entre Güelfos y Gibelinos redujo al país a un estado de la más grande miseria e inseguridad. La situación de las ciudades Güelfas era desesperada, su causa había sufrido un duro golpe cuando los Florentinos fueron derrotados en Montaperto, sufriendo una horrible masacre a manos de los Toscanos Gibelinos. Un cronista señala que durante las procesiones la gente se comportaba como si tuviesen miedo a un castigo por sus pecados, como si Dios fuese a destruirlos a todos mediante un terremoto y fuego desde lo alto. Era como en un mundo suspendido al bode del abismo donde estos penitentes gritaban, mientras se golpeaban y caían rostro a tierra: “Santa Virgen ten piedad de nosotros! Ruega a Jesucristo para que nos salve! y Gracias, gracias! Paz, paz! –invocando sin cesar hasta que los montes y los campos parecían resonar con sus oraciones y los instrumentos musicales dejaron de sonar y de ser cantadas las canciones de amor.

Pero por lo que estos flagelantes se esforzaban en obtener de Dios era algo más que el mero alivio de sus actuales problemas. Aquel año de 1260 era el año apocalíptico en el cual, según las profecías seudo-Joaquinitas, la Tercera Era llegaría a realizarse. Entre la hambruna, la plaga y la guerra multitudes de Italianos esperaban el amanecer de la Edad del Espíritu Santo, la edad en la que todos los hombres vivirían en paz, observando una voluntaria pobreza, en una contemplativa felicidad. A medida que pasaban los meses, esas milenarias expectativas vinieron a ser más tensas hasta, que a finales del año, se desarrollaron en medio de un ambiente desesperado e histérico. En septiembre incluso a la batalla de Monteperto se le adjudicó una importancia escatológica. Después de seis semanas y a comienzos de Noviembre los flagelantes aparecieron; y el cronista Salimbene de Parma, quien era un Joaquinita, cuenta cuan dispuesta la gente estaba a ver en estas afligidas procesiones el comienzo de la gran consumación.

En Italia el movimiento de masas flagelantes pronto murió desilusionado; pero en 1261-2 cruzó los Alpes y reapareció en las ciudades del sur de Alemania y en el Rhin. Los líderes parece ser fueron Italianos pero a medida que recorría las ciudades Alemanas los habitantes acudían en cientos para formar nuevas procesiones. Sin duda el movimiento ya poseía una organización en Italia pero fue en este punto cuando los cronistas comenzaron a notarlo. Esos flagelantes Alemanes tenían rituales y canciones; incluso idearon un uniforme. Por otra parte los líderes probaron estar en posesión de una Carta Celestial como se dio en el caso de Pedro el Ermitaño y de nuevo –unos años más tarde- con el “Señor de Hungría”; esta vez el texto había sido conservado. Una tablilla de mármol que brillaba con luz sobrenatural –decía la carta- había descendido sobre el altar de la Iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalem, en presencia de una gran multitud de fieles. Un ángel había aparecido después y leyó el mensaje que Dios mismo había escrito en esta. Era un mensaje cargado de sentido escatológico, con muchas frases tomadas de la famosa pieza apocalíptica, atribuida a Cristo, que habla de las miserias y abominaciones que precederían a la Segunda Venida. Porque Dios estaba furioso con los seres humanos por su arrogancia y ostentación, sus blasfemias y adulterios, sus incumplimientos del Sabbath y del ayuno del Viernes, y sus prácticas usureras. Ya había castigado a la humanidad mediante terremotos y fuego, sequía e inundaciones, cabrunas y pestilencias, y guerras e invasiones mediante las cuales los Sarracenos y otros paganos había devastado las tierras Cristianas. Dios había decidido acabar con la humanidad dada la obstinación con la que esta se aferraba a sus maldades. Pero la Virgen María y los ángeles postrados a sus pies le imploraron para que diera a la humanidad una última oportunidad. Conmovido por estos ruegos, Dios prometió que si la gente se enmendaba, abandonando la práctica de la usura y el adulterio y la blasfemia, la tierra volvería a florecer, daría frutos en abundancia. Ante estas nuevas los fieles en Jerusalem buscaron desesperadamente alguna manera de curar a la humanidad de su fatal propensión al pecado. El ángel apareció por segunda vez para ofrecerles que realizaran una procesión flagelante durante 33 ½ días, en memoria del número de años que, según un cálculo tradicional, Cristo pasó en la tierra. Así –concluía la carta- surgió el movimiento: iniciado en primer lugar por el Rey de Sicilia (quizá Frederick II de nuevo, uno se pregunta, como Salvador en los Últimos Días?), el gran peregrinaje había llegado a Alemania. Y cualquier sacerdote que en su mundanidad omitiese pasar el divino mensaje a su congregación sería infaliblemente y eternamente condenado.

Uno no puede sino recordar otra Carta Celestial mediante la cual, dos siglos y medio después, el Revolucionario del Alto Rhine trató de crear su anti-eclesiástica Hermandad de la Cruz Amarilla. Y mientras los flagelantes Italianos habían sido firmemente controlados por el clero, los flagelantes Germanos se volvieron de hecho contra la Iglesia. Los Alemanes estaban tan familiarizados como los Italianos con las profecías pseudo-Joaquinitas y esperaban lo mismo del apocalíptico año 1260; pero tendían a sentirse mucho más amargados contra el clero y mucho más intransigentes en su rechazo de Roma. Sólo unos cuantos años habían pasado desde que el milenario Suabo Hermano Arnoldo declaró que él y sus seguidores eran la santa comunidad que en 1260 quitarían toda autoridad a la Iglesia del Anticristo. Y dado que en el intervalo Frederick II había fallecido y había comenzado el Gran Interregnum, esto intensificaba aún más el deseo en las masas Alemanas de un Reino Milenario de los Santos. El movimiento terminó convirtiéndose en el monopolio de los pobres, tejedores, zapateros, herreros y semejantes; convirtiéndose en una conspiración contra el clero. Los flagelantes comenzaron a pretender que ellos eran capaces de realizar la salvación mediante sus propios méritos y sin la ayuda de la Iglesia; incluso que el hecho de tomar parte en una de sus propias procesiones absolvía de todos los pecados. Pronto los arzobispos y obispos comenzaron a excomulgar y a expulsar a esos peligrosos penitentes, con príncipes seculares como el Duque de Bavaria ayudando en la represión del movimiento.

Continuará.                        

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