TOLERANCIA
La tolerancia es el consentimiento prestado a la
manifestación de palabra y de obra, privada y pública de lo que nos disgusta o
contraría nuestras más firmes convicciones. La consagran como la virtud civil y
democrática por antonomasia. Debemos tolerar: tal es el primer mandamiento de
nuestro dios, en él se resume toda la ley y los profetas. También, en este
mandato ha calado tan profundamente que del “es bueno tolerar” se ha pasado al
“tolerar es lo bueno”, y hasta lo mejor; la intolerancia, claro está, es el
pecado sin remisión.
Nadie duda de la perversidad de la intolerancia, lo que pasa
inadvertido es el florecimiento de esa falsa tolerancia que en los últimos
tiempos está tan de moda. Alguien que carezca de convicciones propias en
grado bastante como para
enfrentarlas a otras, su aparente tolerancia se confunde con la pura indiferencia
o el escepticismo. O le faltan buenas o suficientes razones para tolerar, en
tal caso aquella actitud procede de una ignorancia más o menos culpable. O
arraiga en la flaqueza de su voluntad y de su compromiso con el otro o con su
sociedad, por lo que su transigencia obedece a una real dejadez y cobardía.
Es falsa tolerancia por cuanto tiende a rebasar sus límites
inferiores y a tolerar lo intolerable. Es una actitud incongruente, pues si
tanto tolera, pronto nada tendrá que tolerar; o confortable, porque poco deberá
resistir y soportar. De acuerdo con el segundo rasgo, se trata de una
tolerancia descreída que lleva de regreso a aquella intolerancia de la que al
principio se guardaba.
La genuina tolerancia tolera sólo porque no renuncia a la búsqueda
de la verdad o del bien más apropiado. La falsa, al contrario, abandona de
antemano todo cuestionarse, acaba comulgando sin más con lo tolerado y quiere
instalarse en la conciencia de las gentes con carácter definitivo. Eso de que “todas las opiniones
son respetables” no deja de ser una manida fórmula. Y es una opinión
que, en su mismo enunciado, y puesto que admite lo respetable de la proposición
contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad, o sea, su falta de
respetabilidad. Pero lo que revela al fondo de esta vacua tolerancia es un
desprecio inocultable hacia las ideas en general. Bajo ésta está operando una
especie de interesado contrato.
Lo mismo que proclamo “que nadie se meta conmigo, yo no me
meto con nadie”, estoy dispuesto a tolerar lo que se tercie, no ya por
consideración al otro (y menos aún a sus ideas), sino a fin de asegurarme su
recíproco consentimiento para mis propias ocurrencias. Tan sensible es el
tolerante de nuestros días que hasta la misma fuerza argumentativa se le antoja
un modo de indebido imposición “….. no querrá usted
tener razón….” El buen tono exige al que desea encauzar las cosas por la
vía del razonamiento a disculparse por adelantado: “no
pretendo convencerle, pero….”, abandonando en aras de esa tolerancia sin
límites el campo del debate teórico, la consigna llama a refugiarse en una
presunta igualdad de las emociones como último reducto.
La tolerancia de moda delata una evidente contaminación del
orden moral por el civil. Esto es lo que demuestra la expresión de que formular
cualquier idea es algo perfectamente legítimo. La aplicación de un molde
jurídico, sin que apenas se eche de ver, el deslizamiento desde el plano de la
legitimidad moral al terreno de la simple legalidad. Ese es el mecanismo que
hace posible todo juicio moral.
Se plantea la conveniencia de una conducta, su sentido
personal o colectivo, los factores que fomentan y los efectos benéficos o
nocivos que de ella se deriven… La respuesta indefectible será que el sujeto de
tal conducta está en su perfecto derecho, y sanseacabó el debate. Como si solo
se tratara de dictar permisos o averiguar culpabilidades. Lo valioso se ha
transmutado en los válido. Si bueno es quien tolera, mejores seguramente no
pueden ser ni el héroe, ni el santo, ni el genio, ni el sabio.
El mal se esconde siempre en el exceso, incluso el del bien,
porque para el moderado tolerante todo exceso –menos el de la tolerancia- es un
defecto. Pero esta tolerancia de anchas espaldas se delata en su llamativa
ausencia de indignación moral. Es que la indignación un afecto que acompaña a
la justicia, goza en la actualidad –como la admiración- de un menguado
prestigio que la sitúa muy próxima a la injusticia. Su gesto apasionado es ya
bastante para condenarla y reprimirla como señal de mal gusto y desmesura. Si la
tolerancia está reñida con la indignación se debe a que ella o para ella el mal
no existe o no le conmueve lo suficiente. Si se consiente el mal será porque ya
no se alberga idea lo bastante nítida del bien y menos aún de lo excelente. Se diría
que tolerante se atiene al firme compromiso de no comprometerse. Como la
tolerancia viene con ocasión del pluralismo y para prevenir su conflicto, el
papanatismo piensa que hay que recelar del acuerdo y alentar como meta la
diversidad. No hace falta tampoco formar la voluntad del sujeto en los motivos
de su elección moral, sencillamente porque ya no tiene que arriesgarse a elegir
la tolerancia debida mantiene un doloroso forcejeo entre las propias
convicciones y las ajenas. Esta torpe tolerancia protege a su sujeto de
cualquier tensión moral, porque comienza por privarle de toda certidumbre y del
penoso trabajo de decidir en conciencia.
Esta es la tolerancia en que degenera una democracia en la
que todo es negociable, porque entonces todo es igual de tolerable. Aquél que desprecia
cuanto ignora, hoy más bien tolera lo mucho que ignora e ignora cuanto tolera.
Una política así de tolerante tiende a arroparse en la recomendación
weberiana de un conocimiento “libre de valores”. Desesperar –por una tolerancia
teñida de imposible neutralidad- de aproximarse a algún ideal del bien; invocar
esa tolerancia para descreer antes de haber adquirido la menor creencia o, socapa
de depurar todo prejuicio, con vistas a librarnos de la responsabilidad de
juzgar y actuar encierra un propósito aberrante y suicida de permanecer en el
vacío moral.
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