martes, 22 de diciembre de 2015

TOLERANCIA

TOLERANCIA
La tolerancia es el consentimiento prestado a la manifestación de palabra y de obra, privada y pública de lo que nos disgusta o contraría nuestras más firmes convicciones. La consagran como la virtud civil y democrática por antonomasia. Debemos tolerar: tal es el primer mandamiento de nuestro dios, en él se resume toda la ley y los profetas. También, en este mandato ha calado tan profundamente que del “es bueno tolerar” se ha pasado al “tolerar es lo bueno”, y hasta lo mejor; la intolerancia, claro está, es el pecado sin remisión.

Nadie duda de la perversidad de la intolerancia, lo que pasa inadvertido es el florecimiento de esa falsa tolerancia que en los últimos tiempos está tan de moda. Alguien que carezca de convicciones propias en grado  bastante como para enfrentarlas a otras, su aparente tolerancia se confunde con la pura indiferencia o el escepticismo. O le faltan buenas o suficientes razones para tolerar, en tal caso aquella actitud procede de una ignorancia más o menos culpable. O arraiga en la flaqueza de su voluntad y de su compromiso con el otro o con su sociedad, por lo que su transigencia obedece a una real dejadez y cobardía.

Es falsa tolerancia por cuanto tiende a rebasar sus límites inferiores y a tolerar lo intolerable. Es una actitud incongruente, pues si tanto tolera, pronto nada tendrá que tolerar; o confortable, porque poco deberá resistir y soportar. De acuerdo con el segundo rasgo, se trata de una tolerancia descreída que lleva de regreso a aquella intolerancia de la que al principio se guardaba.

La genuina tolerancia tolera sólo porque no renuncia a la búsqueda de la verdad o del bien más apropiado. La falsa, al contrario, abandona de antemano todo cuestionarse, acaba comulgando sin más con lo tolerado y quiere instalarse en la conciencia de las gentes con carácter definitivo. Eso de que “todas las opiniones son respetables” no deja de ser una manida fórmula. Y es una opinión que, en su mismo enunciado, y puesto que admite lo respetable de la proposición contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad, o sea, su falta de respetabilidad. Pero lo que revela al fondo de esta vacua tolerancia es un desprecio inocultable hacia las ideas en general. Bajo ésta está operando una especie de interesado contrato.

Lo mismo que proclamo “que nadie se meta conmigo, yo no me meto con nadie”, estoy dispuesto a tolerar lo que se tercie, no ya por consideración al otro (y menos aún a sus ideas), sino a fin de asegurarme su recíproco consentimiento para mis propias ocurrencias. Tan sensible es el tolerante de nuestros días que hasta la misma fuerza argumentativa se le antoja un modo de indebido imposición “….. no querrá usted tener razón….” El buen tono exige al que desea encauzar las cosas por la vía del razonamiento a disculparse por adelantado: “no pretendo convencerle, pero….”, abandonando en aras de esa tolerancia sin límites el campo del debate teórico, la consigna llama a refugiarse en una presunta igualdad de las emociones como último reducto.

La tolerancia de moda delata una evidente contaminación del orden moral por el civil. Esto es lo que demuestra la expresión de que formular cualquier idea es algo perfectamente legítimo. La aplicación de un molde jurídico, sin que apenas se eche de ver, el deslizamiento desde el plano de la legitimidad moral al terreno de la simple legalidad. Ese es el mecanismo que hace posible todo juicio moral.

Se plantea la conveniencia de una conducta, su sentido personal o colectivo, los factores que fomentan y los efectos benéficos o nocivos que de ella se deriven… La respuesta indefectible será que el sujeto de tal conducta está en su perfecto derecho, y sanseacabó el debate. Como si solo se tratara de dictar permisos o averiguar culpabilidades. Lo valioso se ha transmutado en los válido. Si bueno es quien tolera, mejores seguramente no pueden ser ni el héroe, ni el santo, ni el genio, ni el sabio.

El mal se esconde siempre en el exceso, incluso el del bien, porque para el moderado tolerante todo exceso –menos el de la tolerancia- es un defecto. Pero esta tolerancia de anchas espaldas se delata en su llamativa ausencia de indignación moral. Es que la indignación un afecto que acompaña a la justicia, goza en la actualidad –como la admiración- de un menguado prestigio que la sitúa muy próxima a la injusticia. Su gesto apasionado es ya bastante para condenarla y reprimirla como señal de mal gusto y desmesura. Si la tolerancia está reñida con la indignación se debe a que ella o para ella el mal no existe o no le conmueve lo suficiente. Si se consiente el mal será porque ya no se alberga idea lo bastante nítida del bien y menos aún de lo excelente. Se diría que tolerante se atiene al firme compromiso de no comprometerse. Como la tolerancia viene con ocasión del pluralismo y para prevenir su conflicto, el papanatismo piensa que hay que recelar del acuerdo y alentar como meta la diversidad. No hace falta tampoco formar la voluntad del sujeto en los motivos de su elección moral, sencillamente porque ya no tiene que arriesgarse a elegir la tolerancia debida mantiene un doloroso forcejeo entre las propias convicciones y las ajenas. Esta torpe tolerancia protege a su sujeto de cualquier tensión moral, porque comienza por privarle de toda certidumbre y del penoso trabajo de decidir en conciencia.

Esta es la tolerancia en que degenera una democracia en la que todo es negociable, porque entonces todo es igual de tolerable. Aquél que desprecia cuanto ignora, hoy más bien tolera lo mucho que ignora e ignora cuanto tolera.

Una política así de tolerante tiende a arroparse en la recomendación weberiana de un conocimiento “libre de valores”. Desesperar –por una tolerancia teñida de imposible neutralidad- de aproximarse a algún ideal del bien; invocar esa tolerancia para descreer antes de haber adquirido la menor creencia o, socapa de depurar todo prejuicio, con vistas a librarnos de la responsabilidad de juzgar y actuar encierra un propósito aberrante y suicida de permanecer en el vacío moral.   


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