miércoles, 6 de abril de 2016

ERASMO

La forma como Erasmo lee la Escritura es plenamente solidaria de su Cristianismo, como un "hecho abierto", una conversión constante y sincera, un apetito de plenitud nunca saciado por completo en la tierra. No puede haber entonces un normativismo rígido con que cerrar la convivencia. No hay leyes para la ciudad de Dios. La ciudad es en realidad territorio del hombre, de su duda y su tentativa, su esfuerzo y su coherencia. Erasmo sigue en sus anotaciones el camino de la exégesis, no de la "utopia" autónoma. Contiene sus afirmaciones en el terreno de la duda -se refugiaba en la ironía-, en el campo estricto de la intuición y la honestidad, dejando aquellas cuestiones que no pueden resolverse con seguridad honradamente abiertas. Está más interesado en mover el corazón de los fieles con el texto evangélico, en su pureza nuevamente traducida, que un satisfacer delirios de gran legislador que ha conseguido descifrar en la palabra de Dios las ocultas claves para la creación de la comunidad perfecta de Cristo en una ciudad habitada por hombres. Erasmo se contiene, porque conoce que el hombre está lleno del espíritu de origen divino, pero también fabricado de barro, de materia, de imperfecciones.

Calvino asume un proyecto radicalmente distinto. Se manifiesta como un firme defensor de la propiedad privada, del trabajo y de la responsabilidad individual. Su cita preferida 2 Tes. 3:10, "Quien se niega a trabajar que no coma". O sea, el bien y la felicidad nacen en esa actividad humana que es el trabajo. El individuo, según Calvino, es responsable ante Dios.

Lejos ya de la tradición Medieval que contempla el monacato como la plantación por excelencia de la Ciudad de Dios en la Tierra, se plantea una comunidad de iguales ante Dios, pero de desiguales socialmente. Delinea en sus comentarios las directrices maestras de lo que será su obra de ingeniería social, la creación del Reino de Dios en la tierra, en la ciudad de Ginebra. Y la más mínima desviación ponía en el camino a la hoguera.

La evangelización es un proceso siempre abierto, un proceso de Imitación de Cristo que cada creyente ha de protagonizar día a día, en una continua conversión. Que es además el resultado de libre voluntad individual, no de una sociedad absurdamente perfecta que obligue coercitivamente a la virtud. Pretenderlo es caer en la soberbia, involuntariamente ridícula, de un ufano reformador social pretendidamente bendecido por los Evangelios.

En la sociedad abierta y sus enemigos, Popper Karl no hace ver esa línea constante de los grandes megalómanos diseñadores de sociedades cerradas, con Platón como primer fundador, Calvino como férreo iluminado y los totalitarismo inspirados en Marx o de raigambre fascista, auténticos azotes del siglo XX.

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