viernes, 20 de mayo de 2011

CRISTIANOS Y JUDÍOS

CRISTIANOS Y JUDÍOS
Esencial es recordar que la creencia en la resurrección estuvo ligada durante el periodo pos-exílico a la expectativa del amanecer de una nueva era, a la creencia que Dios haría una nueva creación y vindicaría a su pueblo leal. No se ha de identificar la nueva creación con la creencia en otro “cielo”, sino con la regeneración del mundo presente, con la rectificación del mundo presente, con la rectificación del mal con la reivindicación de la justicia.

Así, la fe en la resurrección por venir dependía teológicamente de la prior convicción de la bondad, soberanía, y sobre todo justicia de Dios. La resurrección tenía que ver con la inversión tanto de la muerte como de la injusticia. Más específicamente, tenía que ver con el fin de la opresión extranjera y el final de la mala fortuna nacional.

Hay fuerte evidencia que la escatología de la restauración involucraba una expectativa de esperanza ampliamente difundida durante el siglo anterior a la muerte de Jesús y el siglo en que vivió. Jesús llegó a creer que la esperanza de la tradición profética estaba apunto de realizarse durante su vida de la mano de Dios.

Sabemos por Josefo, principal fuente de conocimiento acerca del Judaísmo Palestino del primer siglo, que algunos de los libros proféticos que contenían material escatológico, sobretodo el libro de Daniel, eran muy populares durante este periodo. Además, hay que tener en cuenta mucha literatura que no ha sido incorporada a la Biblia, escrita en los últimos siglos del periodo del Segundo Templo, textos como el Primer libro de Enoch, el Testamento de Moisés, el Segundo Libro de Baruc, los oráculos sibilinos Judíos, y el Apocalipsis de Abraham. Muchos de estos expresaban las esperanzas clásicas de una escatología de restauración: que Dios iba a establecer un nuevo orden; que todo Israel, especialmente las tribus perdidas, serían restauradas; que Israel quedaría libre de dominio extranjero.

Fue esta la época en la que los Rollos descubiertos en Qumran fueron puestos por escrito. Estos Rollos del Mar Muerto dan testimonio de una gran expectativa de “un fin inminente”. Tanto el mismo Jesús como sus primeros seguidores habitaban un mundo de inminente expectativa apocalíptica/escatológica. Jesús predicaba que el fin estaba cerca. Después de su muerte, lo mismo hicieron sus seguidores. En Lucas se nos dice “que los que con él estaban suponían que el Reino de Dios podría aparecer de un momento a otro” (Luc. 19:11). Así pues, el movimiento de los primeros Cristianos compartía la creencia arraigada en la perspectiva apocalíptica predicada por Jesús. Como Jesús, esperaban la restauración de Israel mediante una intervención de Dios. Esto está bien reflejado en Marcos 9:12 (paralelo en Mat. 17:11): “Elías”, dice Jesús a sus seguidores, vendrá para restaurar todas las cosas”. Y en Hechos 1:6, escrito quizá entre el 80 o 90 d.C., sus seguidores le preguntan al Jesús resucitado, “Señor, es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel”? Igual que Jesús, sus seguidores esperaban el reino en un futuro muy próximo. Veía a Jesús como él mismo se veía: o sea, como un profeta de la “restauración de Israel”. Es muy posible que pensaran que ellos, al igual que Jesús, jugarían un papel importante en este reino: “En verdad, en verdad os digo …. Cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mat. 19:28). Por “juzgar” Jesús quería decir gobernar, que no criticar. Como bien ha afirmado acerca de este tema Sanders, “ que sus seguidores funcionaban dentro de la estructura de la expectativa escatológica Judía es indiscutible”. Como Jesús, los primeros Cristianos esperaban que Dios restaurase Israel, renovase o reconstruyera el Templo, y reuniría a las tribus perdidas.

ESCATOLOGÍA
Esta perspectiva teológica compartida ayuda a explicar por qué varios de los seguidores de Jesús anunciaron que Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos (Marc. 16:6; Hec. 2:24). Como Jesús, estaban influenciados por la visión apocalíptica y esperaban la restauración de Israel. Antes de su muerte, Jesús había proclamado que habría una resurrección de los muertos al final, seguida de un juicio de los buenos y de los malos. Estando comiendo en casa de un Fariseo, Jesús le aconseja que invite a los pobres y a los cojos a sus banquetes, para que sea bendecido: “…. Y serás bendecido porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos” (Luc. 14:12-14). En Mateo y Lucas, Jesús aconseja a sus seguidores que no “teman a los que matan el cuerpo” (Mat. 10:28; comparar con Lucas 12:4). Dice esto porque presume que hay una vida después de la muerte de su cuerpo presente. Otra vez, hablando acerca de Jonás en el vientre del gran pez durante tres días, Jesús profetizó, “La gente de Nínive se levantarán en el juicio….” (Mat. 12:41; Luc. 11:32). Así como Jonás fue señal para la gente de Nínive, así lo era Jesús para su generación, cuando surgiera, como Jonás, del lugar de no retorno.

Al menos en tres ocasiones, Jesús predice si propia resurrección. En Marcos 8:31, proclama que sería “matado y resucitaría a los tres días”. En el siguiente capítulo del mismo evangelio, anuncia que el Hijo del hombre será traicionado y matado, y “tres días después de ser matado, resucitaría de nuevo” (Marc. 9:31). La misma clase de secuencia –traición, condena, muerte, y resurrección después de tres días- es anunciada de nuevo en Marcos 10:33-34. La expectativa de la resurrección al tercer día está conectada con las escrituras Hebreas. Leemos en Oseas, por ejemplo:

“Dentro de dos días nos dará la vida,
al tercer día nos hará resurgir
y en su presencia viviremos” (Os. 6:2).

Y en el libro de Jonás, Jonás permanece tres días dentro del gran pez (Jon. 2:1). Muchos estudiosos ven estas predicciones como profecías formuladas por el evangelista, Marcos, en lugar de Jesús. Sin embargo, es posible que la expectativa básica de traición, muerte, y victoria final, se pueda trazar hacia atrás al mismo Jesús, en cuyo caso los versículos representarían la propia comprensión de Jesús de como su propia vida acabaría y como sería tanto su mensaje como su carrera redimidos.

Convencido de que el fin estaba cerca, los primeros seguidores de Jesús explican su vindicación en términos con los todos ellos eran familiares: como una resurrección. La propia resurrección de Jesús ellos, a su vez, la interpretaban como signo escatológico: o sea, que el final prometido por Jesús y anunciado por los profetas había comenzado. Como dice Pablo, Jesús era “las primicias de los que durmieron” (1 Cor. 15:20). Esta afirmación asume que el fin de los tiempos había comenzado y que la resurrección general, de la que la resurrección de Jesús era una señal, tendría lugar pronto. Jesús había enseñado a sus discípulos que la resurrección de los muertos era inminente. Una vez convencidos que él mismo había resucitado, veían este estupendo evento como una señal de que el juicio final esta cerca. Veía la resurrección de Jesús como señal apocalíptica. O, como N.T. Wright dice, “este evento…….como anticipación del cumplimiento de la gran esperanza de Israel”. La resurrección de Jesús significaba que la nueve era o reino, y la restauración de Israel, estaban cerca. Aterrorizados, llenos de alegría, confiaban los seguidores de Jesús que la nueva era había comenzado.

EL PRIMERO ENTRE MUCHOS
Un apóstol que no fue uno de los discípulos, un seguidor que nunca conoció a Jesús en persona, Pablo fue, no obstante, transformado por el mensaje que afirmaba que Jesús había resucitado de entre los muertos. A su vez, Pablo transformó su mundo –y la historia del mundo- mediante la incansable proclamación de este mensaje. Un zelote de la tradición de sus padres, vino a ser el apóstol de los gentiles. Después de haber tenido, según él, un encuentro que transformó su vida con el Cristo resucitado. Un perseguidor de la “iglesia de Dios” que deseaba destruirla (1 Cor. 15:9; Gál. 1:13), fue su destino devenir, de acuerdo con la tradición, su mártir más prominente (Junto con Pedro, el apóstol de los Judíos, y, según la leyenda, primer obispo de Roma).

Igual que para los primeros seguidores de Jesús, así fue para Pablo. Para los primeros apóstoles Cristianos y maestros, la afirmación que Jesús había resucitado estaba llena de significado escatológico. Significaba que el fin de los tiempos había comenzado. Implicaba que la resurrección general estaba cerca. En su primera carta a los Corintios, Pablo asegura a sus lectores, “Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron” (1 Cor. 15:20). Con la metáfora “primicias”, Pablo quiere sugerir que Jesús era el primero de los muchos que iban a ser resucitados. Aquellos que en él creyesen compartirían, al final, la resurrección de Jesús, y en el esplendor del nuevo eón, la gloria del Señor, Rey, y Cristo: “Y, si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, si compartimos sus sufrimientos, para ser también con él glorificados”(Rom. 8:17). Así como las primicias anuncian una buena cosecha, así la resurrección de Jesús inauguraba y garantizaba la reunión completa de los fieles cuando retornase. La resurrección de Jesús pude ser entendida como una nota inicial victoriosa, el sonido de una trompeta que proclamaba el años de la redención de Dios; la resurrección de su fieles seguidores constituye el final, en un coherente, último, y exultante movimiento en la historia.

Pablo insiste que todo el evangelio, la buena nueva de salvación, se fundamenta en la verdad de la resurrección de Jesús. El mensaje del evangelio que sucintamente afirma que Cristo murió de acuerdo con las escrituras y fue enterrado y resucitó al tercer día, dice, “es de fundamental importancia” (1 Cor. 15:3). Su significado es subrayado por la admisión de Pablo, o su insistencia, que estas buenas nuevas, este evangelio, no era único de él; no era un artículo de su exclusiva enseñanza. Al contrario, Pablo implica que durante su conversión, esta proclamación ya era predicada por sus predecesores. Es más, él estaba simplemente transmitiendo una nueva pero bien establecida tradición: “En primer lugar os transmití lo que a mi vez recibí”(1 Cor. 15:3). Con toda probabilidad, este evangelio ya estaba siendo proclamado durante la década en la que Jesús murió, unos veinte años, más o menos, antes que Pablo escribiera su carta a los Corintios (cerca del 55 d.C.).

Esta afirmación que Cristo había resucitado era tan importante para Pablo, que creía que si fuese falsa, su trabajo –y el de cualquier apóstol- sería inútil. Más importante, si Cristo no hubiese resucitado de entre los muertos, la promesa de salvación expresada en el evangelio no tendría valor alguno. Pablo creía apasionadamente que Cristo había resucitado. (No se había aparecido a más de quinientos hermanos? Pregunta en 1 Cor. 15:6-8). Al resucitar a Jesús de entre los muertos, Dios había derrotado a la muerte y vencido a los principados y poderes opuestos a Dios. La batalla escatológica había sido ganada –por Dios. No había mayor esperanza posible que ésta.

Además, este mensaje de esperanza antedata a Pablo o incluso, a Jesús. La referencia en este credo de que Jesús había sido resucitado “al tercer día” hace recordar los grandes resurgimientos milagrosos y actos de liberación que Dios realiza en la Biblia (la única que conocía Pablo) “al tercer día”. La historia de Jonás, arriba mencionada; Oseas 6:1-2.

Los primeros seguidores de Jesús tomaron esta noción de hecho dramáticos de Dios al tercer día de la Biblia Hebrea y la adaptaron a su nueva proclamación. Pablo, según su propio testimonio fue un Fariseo (Fil. 3:5), seguro que conocía esta tradición y reconocía sus implicaciones cuando escuchó las primeras predicaciones Cristianas, de que al tercer día, Dios había resucitado a Jesús de entre los muertos. De hecho, en su primera carta a los Corintios, Pablo proclama que Cristo fue resucitado al tercer día “de acuerdo con las escrituras”(1 Cor. 15:4). Aquí, el uso del plural al referirse a las escrituras indica que creía que las escrituras Hebreas proclamaban, en general, una doctrina de resurrección. Lo mismo que los Fariseos contemporáneos, Pablo creía en la resurrección general, y, como ellos (y como Jesús de Nazaret), asoció todo esto con la restauración y redención final de Israel. Como los Fariseos, creía que todo esto tendría lugar al final de los tiempos. Como N.T. Wright ha señalado, si se quita a Jesús del cuadro que Pablo tenía en mente acerca de la resurrección, “Lo que se estaría afirmando –la futura resurrección para la salvación.... es algo ya familiar en el Judaísmo: es la posición de los Fariseos. Cualesquiera que fuesen las otras creencias que Pablo revisó después de su conversión, su creencia en la resurrección permaneció constante”. Para Pablo después de su conversión, el Dios de Israel había actuado para redimir a su pueblo en la muerte y resurrección de Cristo. Este acto había dado lugar al amanecer de la nueva era. Todo el pueblo de Dios sería pronto redimido, la naturaleza recreada, y los fieles de Dios rescatados de la muerte. Pablo estaba convencido que la resurrección tendría lugar con la aparición real del Mesías (con la “parousia”) al fin de los tiempos que estaban por llegar de un momento a otro: “Pero cada cual en su rango: Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida” (1 Cor. 15:23).

Pablo esperaba una resurrección corporal, seguida del juicio, lo mismo que muchos Judíos y Cristianos compartían en esos tiempos. Esta expectativa Cristiana de la resurrección de la carne al final de los tiempos, está asociada con la venida de Jesús en gloria, y puede trazarse hacia atrás a los primeros seguidores de Jesús y al mismo Jesús.

Es más, Pablo aseguraba a sus primeros seguidores que no morirían sin ver primero a Jesús descender del cielo. Esto está muy claro en la primera carta a los Tesalonicenses. Escrita cerca del 50 d.C.(así, el libro más temprano del Nuevo Testamento), esta carta fue compuesta quizá en el primer mes de la visita de Pablo a Tesalónica. Pablo parece que la escribió porque la muerte de Cristianos en esta comunidad había dado lugar a una crisis religiosa y severa erosión en la credibilidad de Pablo y su mensaje. Dado que lo que Pablo había expresamente prometido que no ocurriría había de hecho tenido lugar. Jesús no había retornado, y algunos de los fieles había perecido. Así como Jesús afirmó que sus discípulos no habría terminado de recorrer todas las ciudades de Israel sin que antes vieran la venida del Hijo del Hombre (Mat. 10:23), igualmente Pablo declaró que el fin estaba tan cerca que ninguno moriría sin antes ver al venida del Señor. “Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los que no tienen esperanza” (1 Tes. 4:13). Fue, pues, su primer mensaje de su primera visita lo que dio lugar a estas dudas e hizo que escribiera de la primera carta. Qué fue lo que hizo que los Tesalonicenses se entristecieran y perdieran la confianza en Pablo? Su muerte? Que se perderían el retorno del Señor? La posibilidad de no resucitar? No ser salvos?

Pablo los anima para que no se preocupen acerca de los que mueren en Cristo. Con un lenguaje dramáticamente apocalíptico, Pablo los consuela:

“(16)El mismo Señor bajará del cielo con clamor, acompañado de una voz de arcángel y del sonido de la trompeta de Dios. Entonces, los que murieron siendo creyentes en Cristo resucitarán en primer lugar. (17)Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en las nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor”. (1 Tes. 4:16-17).

En la palabras de Pablo oímos un eco distante de una de las visiones apocalípticas en el libro de Daniel:

“Yo seguía mirando, y en la visión nocturna
ví venir sobre las nubes del cielo
alguien parecido a un ser humano”. (Dan. 7:13).

La venida de la casi humana figura, en las nubes del cielo, está asociada explícitamente en Daniel con la redención de todo Israel después del juicio y el establecimiento del para siempre reino de Dios. Aquí, Pablo toma de la tradición apocalíptica Judía como manera de dramatizar lo cerca que estaba el dominio de Dios y asegurar a los Tesalonicenses que también ellos compartirían el reino eterno.

Está claro según las palabras de Pablo “nosotros, los que vivamos, los que quedemos” que anticipa el estar aún vivo cuando Jesús regrese en gloria. Haciéndose eco de Dan. 12:2, que habla de la muerte y resurrección usando los términos dormidos y despiertos, Pablo, al final de su carta, amonesta a los fieles con un “mantengámonos despiertos”. Porque “el día del Señor” está muy cerca (1 Tes. 5:2, 6).

La muerte de algunos de los Cristianos Tesalonicenses no disuadió a Pablo de creer, ni de continuar predicando, que Cristo retornaría pronto en la gloria. “Que todos conozcan vuestra clemencia”, advierte Pablo a los Filipenses. Por qué? Porque “el Señor está cerca” (Fil. 4:5). A los Filipenses, Pablo también les dice, “Y estoy firmemente convencido de que quien inició en vosotros la buena obra la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús” (Fil. 1:6). De nuevo, Pablo, cuando se refiere al “día de Cristo”, tiene en mente el retorno del mesías como rey. Los muerto se levantarán, y Dios completará su plan de salvación. A los Corintios, Pablo les dice confiadamente, “el tiempo apremia”. Era sobre ellos que había llegado “la plenitud de los tiempos” (1 Cor. 7:29; 10:11). De nuevo, basándose en la antítesis de luz/oscuridad tan dominante en la literatura apocalíptica Judía, Pablo alega con los Romanos, “Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz”(Rom. 13:12). Un sentido de urgencia de que el tiempo que quedaba era muy poco lleva a Pablo a dar instrucciones morales muy rigurosas; el día del Señor estaba cada vez más cerca: “la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe; la noche está avanzada; el día se acerca” (Rom. 13:11-12). Este ingrediente de la escatología de la restauración Judía con el lenguaje apocalíptico característico de noche/día, nuca lo abandonó Pablo.

LA IGLESIA COMO ISRAEL
La comunidad Cristiana más temprana se concebía a sí misma como Israel. En el libro de Hechos, los primeros creyentes en el mesianismo de Jesús son llamados “Israelitas”, “casa de Israel”, “Vosotros Israelitas”, “pueblo de Israel” (Hech. 2:22, 36; 3:12; 4:10; 5:35). Igual que con los miembros de la secta Judía que escribieron los Rollos del Mar Muerto, los primeros Cristianos se veían como el “verdadero” Israel, la asamblea de Israel. Creían que con la re-aparición de Jesús se consumaría el plan divino, toda la historia Judía daría su fruto de manera gloriosa. Estos sectarios Judíos creían que, al final, Israel sería salvado y reformado –según la propia estructura de la secta. El resto de los Israelitas se unirían a la comunidad en los últimos días. Aunque sólo tendrían acceso a la salvación si seguían las prácticas y creencias de la comunidad sectaria.

Igualmente, los primeros seguidores de Jesús se apropiaron para sí del título de “Israel”. O sea, se veían como la comunidad elegida de Dios. Igual que la alianza Israelita diferenciaba (como haría cualquier otra comunidad) entre los de adentro y los de afuera, igualmente los miembros de la nueva comunidad Cristiana realizaban dicha distinción. Una vez más, igual que los sectarios Judíos que nos dejaron los Rollos del Mar Muerto, así mismo la temprana iglesia afirmaba que la salvación estaba dentro de su comunidad. No es que esté diciendo que los primeros Cristianos eran una comunidad de predestinados. Decir esto sería aplicar al siglo I d.C. una más tardía comprensión del plan de Dios para la salvación. Pues se podía formar parte de la comunidad profesando la fe, siguiendo el ritual del bautismo, y uniéndose a la congregación de los salvados –o, como lo expresa Pablo, asimilándose uno mismo a Cristo muriendo y resucitando con él, llegando a ser así un miembro del cuerpo de Cristo (Rom. 6:4).

Pero en contra de lo que uno escucha a menudo, no es del todo verdad que la primera iglesia se entendiese a sí misma como comunidad de “salvación universal”. Al antigua dicotomía que presenta a los Judíos como tribu de exclusivistas y a los Cristianos como universalistas/in-clusivistas hace aguas. Nos guste o no, Pablo no fue, ni mucho menos, el fundador del universalismo. El contraste entre Pablo como representante del universalismo y el Judaísmo como religión del particularismo y exclusivismo fue formulada en su forma clásica a mediados del siglo XIX por académicos Alemanes del Nuevo Testamento, especialmente en la obra de Ferdinand Christian Baur (1792-1860), decano de la escuela de teología de Tübingen. Baur veía la carta de Pablo a los Romanos, especialmente, como el manifiesto del apóstol contre el particularismo Judío (que peyorativamente asociaba con la ley Judía, “legalismo”, y el sentido de rectitud que se adquiría al seguir la Torah). La carta de Pablo a la iglesia de Roma era también un manifiesto, dice Baur, de la doctrina de salvación universal de la iglesia Cristiana.

Para Baur, el universalismo Cristiano no solo era diferente respecto al particularismo Judío; más bien, representaba el grado de desarrollo más alto en la historia de la religión. Según, Baur, Pablo fue el primer pensador que liberó la fe en Cristo de los grilletes de la religión antigua, tribal, legal, y sacrificial. Sin él, el Cristianismo no se habría convertido en una religión de gracia y espíritu puro. Pablo fue el primero, dice Baur, en haber cortado los lazos con la fe ancestral, etnocéntrica que dependía de las buenas obras, los requerimientos particulares de la Ley, y en una exclusividad plasmada en lo familial y étnico de una relación en forma de alianza.

A pesar de todos sus errores, el contraste básico que Baur definió ha demostrado ser remarcablemente flexible y durable. El paradigma de Baur todavía subyace en la estructura de muchos estudios acerca de Pablo y ha sido adoptado por estudiosos bien conocidos durante el siglo XX. Pera algunos problemas con este paradigma. Antes que nada, no está claro que Pablo viese la fidelidad a su antigua religión ancestral y la fe en Cristo como absolutamente incompatibles; se puede interpretar a Pablo simplemente como queriendo decir que, con Cristo, Israel se expande hasta incluir a los Gentiles. De hecho, hay muchos pasajes en la Biblia y en literatura judía pos-bíblica que predicen que cuando Dios establezca su reino los Gentiles serán incluidos (Is. 2:2). Aunque esta profecía del peregrinaje escatológico de los Gentiles no ofrece detalles legales acerca de lo que los estos han de hacer cuando vayan a adorar en Israel. Lo que sí dice es que “tendrán que aprender sus caminos y seguir sus senderos, pues de Sion saldrá la Ley” (Is. 2:3). De todas maneras no hay afirmación explícita de que los Gentiles tengan que hacerse Judíos; aceptar la circuncisión, el código dietario, y otras partes de la legislación Mosaica. Todos los pasajes acerca de la inclusión de los Gentiles en los últimos días son igual de vagos: son proféticos o poéticos, y no especifican que implica el adorar a Dios –excepto, claro está, el abandonar el culto a otros dioses. También se pasa por alto hasta que punto, al imaginar el Judaísmo y Cristianismo, Pablo no estaba pensando en particularismo alguno ni fe universal; estaba, más bien, imaginando dos caminos religiosos, cada uno particularista, aunque de diferentes maneras. Cada camino tenía sus propias creencias particulares, requerimientos, y rituales para la inclusión (por ejemplo, uno tenía la circuncisión, el otro el bautismo); cada uno tenía su ritual normativo, legal, y estructura moral. Ninguno de los dos era “in-clusivo” en el sentido moderno de la palabra en su comprensión de la comunidad o de la oportunidad para la salvación.

Para Pablo, los Cristianos Gentiles tenían que convertirse en hijos, no de Adam, ni de Noé (figuras asociadas con la universalidad del cuidado de Dios), sino de Abraham, “el padre de todos nosotros” (Rom. 4:16) –o sea, de los hijos de Israel. Más que todo esto, Pablo pensaba que las nuevas comunidades Cristianas eran, si no Israel o el nuevo Israel, sí (usando el término del teólogo de Yale George Lindbeck) como un “le cuerpo de Israel”. Desde el punto de vista de Pablo, la asamblea de los Cristianos es como la asamblea de los Israelitas dado que participa en Cristo como un cuerpo regenerado cuyo carácter corporativo marca a los miembros como estando fuera del mundo. Para Pablo, la iglesia podía tomar prestado la comprensión que Israel tenía de sí mismo como comunidad, como un solo cuerpo, de los salvados ni los Judíos ni los Cristianos participan en su fe como individuos atomizados.

La noción de la iglesia como un cuerpo, no es ninguna exageración. Conecta a la Jesús y la iglesia con la fisicalidad de los Judíos, como una familia natural. En la mente de Pablo, ambas asambleas son cuerpos; ambas son familias –una natural y biológica, la otra mística, ambas elegidas por Dios. (Acerca de los Judíos y su aún vigente elección, Pablo pregunta retóricamente en Rom. 11:1, “ha rechazado Dios a su Pueblo? De ninguna manera!”) Ambas comunidades conciben la resurrección en términos de restauración de una comunidad, o, según Pablo, de un cuerpo. Ni el Judaísmo ni el Cristianismo asocia la resurrección primariamente con la supervivencia después de la muerte. Tiene que ver, en primer lugar, con la comunidad más bien que con el individuo. Así cuando sea resucitado, el cuerpo, la congregación de los fieles en Cristo, será lo resucitado. Esta será luminosa y transformada. Al mismo tiempo, sus miembros mantendrán su carácter corporativo individual y físico. Para Pablo, la encarnación para Pablo no es una espiritualización o metáfora de la asamblea Cristiana. Está más bien asociada muy de cerca con la expectativa de la resurrección, una expectativa compartida con los Fariseos y otros creyentes Judíos en la resurrección de los muertos durante el periodo del Segundo Templo.

De todas maneras, las nociones de comunidad del Segundo Templo y el punto de visa de Pablo del cuerpo salvado no son idénticas. La diferencia clave es simple: en el pensamiento de Pablo, el cuerpo salvado no es una familia biológica. Ni es una comunidad natural. No es una familia que se reproduce en el tiempo mediante el nacimiento de niños, como era y sigue siendo el pueblo Judío. Más bien, la congregación de los fieles Cristianos es una familia en virtud de lo que tiene en común: la creencia en y la dedicación al Cristo crucificado y resucitado. Es una familia en tanto que sus miembros están unidos por su confianza en que Dios ha actuado en la muerte y resurrección de Jesucristo, inaugurando para ellos una nueva vida juntos como miembros del mismo cuerpo.

Otro problema el paradigma de Baur es que Pablo nunca se habría reconocido a sí mismo como un “universalista” en el mundo. O sea, el paradigma en cuestión es anacrónico. Al final de los tiempos, los fieles serán resucitados. Pero los que Pablo condena como idólatras e infieles, aquellos que niegan el mesianismo de Jesucristo o que están fueran de la alianza establecida por Dios, están destinados a ser destruidos.

Pablo pensaba en términos de tres grupos: Judíos, paganos, y la iglesia. Para los paganos la única esperanza era dejar de ser paganos y convertirse en hijos de Abraham: “Y vosotros, hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la promesa”, dice Pablo a los Gálatas bautizados (Gal. 4:28). Para los Cristianos, Pablo pensaba que su adopción se llevaría a cabo mediante el bautismo; para los Judíos, ésta se había realizado mediante la circuncisión, y de esta manera Israel y los hijos de Abraham serían salvos:

“(25)Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, para que no presumáis de sabios: el endurecimiento parcial que ha padecido Israel durará hasta que entren todos los gentiles. (26)De ese modo, todo Israel se salvará, como dice la Escritura: Vendrá de Sión el Libertador; alejará de Jacob las impiedades. (27) y esta será mi alianza con ellos, cuando haya borrado sus pecados” (Rom. 11:25-27).

La única esperanza para los no-Judíos, según Pablo, era la de unirse a la comunidad de los salvados, convirtiéndose al Cristianismo. En tiempos de Pablo esta era una comunidad muy pequeña –minúscula. Pablo, pues, le estaba pidiendo a los paganos que dejaran un grupo más grande para unirse a otro más pequeño y contra-cultural. En este sentido, hay una contraparte en Pablo en la dualidad de Israel y las naciones en el Judaísmo: es la dualidad de la iglesia y el mundo. Pero Pablo no ve sino perdición en el futuro de los paganos mientras no se conviertan en hijos de Abraham.

De nuevo, esto está en línea con la expectativa escatológica de la comunidad sectaria de Qumran. Los sectarios se veían como en posesión de la verdadera alianza, como hijos de la luz o “hijos de la verdad de Dios”. A la luz de los intentos de representar a la iglesia temprana como una comunidad inclusiva o a Pablo como un apóstol de la salvación universal, hay que señalar que los primeros seguidores de Jesús, incluyendo a Pablo, se entendían a ellos mismos en términos análogos –o sea, en términos de salvación, como una comunidad exclusiva; no conocían nada parecido al moderno pluralismo religioso. Para la comunidad reflejada en los documentos de Qumran, los enemigos de Dios, los hijos de la oscuridad, serían destruidos. Pablo se hace eco de este lenguaje en su carta a los Filipenses: “Porque muchos viven, según os dije tantas veces –y ahora os lo repito con lágrimas-, como enemigos de la cruz de Cristo”, cuyo final es la “perdición”(Fil. 3:18-19). Los injustos no heredarán el reino de Dios, advierte repetidamente en sus cartas (1 Cor. 6:9, 8:11, 10:6; Rom. 2:12 y 2 Cor. 2:15, 4:3).

La comprensión que tenían de la salvación la comunidad Judía de Qumran y la iglesia temprana es sectaria. La distinción esencial, según E.P. Sanders, se realizaba “entre aquellos fuera de la alianza.. y aquellos dentro”. Para Pablo, la promesa de salvación está cualificada por la petición de obediencia, con la primera dependiendo del desempeño o realización de la segunda para su cumplimiento. Aquí, también, el punto de vista de Pablo para la salvación es, como dice Sanders, “típicamente Judío”. La “Salvación por la gracia”, dice Sanders, no es para Pablo “incompatible con el castigo y premio de las acciones”. “El evangelio”, dice Pablo en Romanos, “es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree”.. (Rom. 1:16). Aquí, Pablo enlaza el destino individual con la disposición a creer en el mensaje Cristiano. A los Corintios, Pablo les señala que serán salvos mediante el evangelio que han recibido “si permanecen firmes en el evangelios” (1 Cor. 15:1-2). Solo obedeciendo y creyendo, y siendo obediente y teniendo fe, merece uno el premio de la resurrección y salvación eterna. Pablo promete a los Romanos que disfrutarán de la bondad de Dios “siempre y cuando continúen en su bondad”. La promesa de salvación es provisional y dependiente en parte de la perseverancia en el bien. Si los Cristianos Romanos fallan en perseverar, seguramente serán “desgajados” (Rom. 11:22). Los que hacen el mal, advierte, “no heredarán el reino de Dios” (Gál. 5:21). Por muy desagradable que parezca a la sensibilidad moderna, Pablo declara con total claridad que aquellos que no se unan a la nueva alianza, no tendrán un lugar en la comunidad salvada. Los paganos estaban condenados a la perdición. Como bien dice Sanders, “Lo que Pablo pensaba en realidad está muy claro pasaje tras pasaje: todos los apartados de Cristo serían destruidos; aquellos que creían y participaban en el cuerpo de Cristo serían salvos”. Aquello pocos afortunados que pertenecían a Cristo serían salvos el día del Señor, incluso la naturaleza y el cosmos serían transformados y liberados de la esclavitud (Rom. 8:21). El particularismo –fuese en dentro del Judaísmo no sectario, del sectario en Qumran, o en el Cristianismo temprano- no implica un exclusivismo permanente, pues la puerta de la salvación dentro de la comunidad salvada siempre está abierta.

Pablo identifica a la comunidad salvada, como la iglesia, en tanto que “cuerpo de Cristo”. Individualmente, cada creyente era “un miembro” del cuerpo : “(12)El cuerpo humano, aunque tiene muchos miembros, es uno; es decir: todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, forman un solo cuerpo. Pues así también es Cristo. (13)Porque hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu, para no formar más que un cuerpo entre todos: judíos y griegos, esclavos y libres…” (1 Cor. 12:12-13). El cuerpo tiene muchos miembros, aunque es uno.

Se sigue de esto que, para Pablo, la resurrección era un evento colectivo, o comunal. Puesto de otra forma, el significado de la resurrección de Jesús no quedaba agotado con la Pascua. Señalaba hacia delante, hacia una resurrección general de los muertos, de aquellos que se habían unido a la verdadera alianza reconociendo a Jesús como mesías y participando en su muerte y resurrección. Así como Jesús resucitó el tercer día, así sería resucitado su cuerpo –la congregación de los fieles, la iglesia- al final de los tiempos. Así como todos murieron en Adán, todos los que murieran en Cristo compartirían su resurrección: “Pues del mismo modo que por Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Cor. 15:22). La resurrección de la comunidad, no del individuo, es primaria. Pablo piensa que el cuerpo de Cristo es eterno, en el mismo sentido que la visión de los huesos secos en Ezequiel 37 piensa a Israel como eterno.

Otra idea relacionada muy de cerca con la equivocada noción de que Pablo creía que todos serían salvos. Es la mal entendida idea de que creía que le bautismo abolía todas las distinciones religiosas, étnicas, económicas, y sexuales. Algunos van incluso mas lejos cuando afirman que existía una condición de absoluta igualdad social en las iglesia Paulinas como resultado de esta teología bautismal. Se basaban principalmente en Gál. 3:28: “De modo que ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo”. El estudioso del Nuevo Testamento Troy W. Martin ha argumentado convincentemente contra esta teoría. Señala que son los intérpretes posteriores –especialmente los del siglo XX- los que ven en las comunidades Paulinas el ideal de comunidades utópicas que eliminaban todas las distinciones de clase, género, y estatus social. Pablo, no obstante, esperaba que permaneciesen las distinciones étnicas, sexuales, de clase, y de esclavo/libre. El tema, dice Martin, es si esas distinciones tenían “alguna relevancia a la hora de determinar a los candidatos al Bautismo y a la entrada en la comunidad Cristiana”. Martin concluye que, para Pablo, no tienen ninguna relevancia. Pablo asume que habrá una diversidad de funciones y papeles sociales y responsabilidades en el cuerpo de Cristo, y que esta diversidad permanecerá incluso después del bautismo (Rom. 12:3-8; 1 Cor. 7:1-16, 25-40; 11:2-16; 12:1-11, 28-31). Este versículo, como dice Martin en Gál. 3:28, “no proclama la abolición absoluta de esas distinciones sino solamente su irrelevancia para la participación en el bautismo Cristiano”. Como bien dice Pablo: “Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y no todos los miembros tienen la misma función” (Rom. 12:4).

Intérpretes posteriores de Gál. 3:28 han argumentado que Pablo quería abolir todas las distinciones. Pero afirman esto, no en orden a explicar lo que Pablo quería decir, sino a formular sus agendas políticas e ideológicas. Lo que uno piense de estas agendas políticamente multiculturales no encaja “en absoluto” en el mundo del siglo I d.C. si no que falsifica el pensamiento Paulino. Pablo no era un universalista ni respecto a la salvación ni respecto a la organización social.

domingo, 8 de mayo de 2011

ISAAC Y EL NACIMIENTO DE LA IGLESIA

ISAAC Y EL NACIMIENTO DE LA IGLESIA
La identificación de Jesús de Nazaret con “el hijo amado” se lleva a cabo en los Evangelios Sinópticos. Primero mediante un anuncio celestial durante la ablución de Jesús a manos de Juan el Bautista:

“Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco” (Marc. 1:11; cf Mat. 3:17; Luc. 3:22; 2 Pe. 1:17).

Estas palabras recuerdan la designación de Isaac en la “aqedah”, donde el término Hebreo “Yahîd” (favorito) está consistentemente traducido en la Septuaginta como “agapetos”, “amado” (Gén. 22:2, 12, 16), el mismo término que aparece en este anuncio celestial(1). “Toma a tu hijo, a tu único, al que amas,” traduce la Septuaginta Gén. 22, 2, “y ofrécelo en holocausto”. A la luz de la importancia de la aqedah en el Judaísmo del periodo del Segundo Templo, es razonable sospechar que las primeras audiencias de los Evangelios Sinópticos conectaban el amor de Jesús con la Pasión y crucifixión. La muerte sangrienta de Jesús no era una negación del amor de Dios (proclamada en los Evangelios), sino una manifestación de este, una evidencia que Jesús era el hijo amado ya prefigurado en Isaac. Este punto era vital para la auto-definición de la naciente comunidad Cristiana.

El anuncio de Marcos 1:11 (y paralelos) no está menos en deuda con otro texto Judío con muchas resonancias(2):

“Éste es mi siervo a quien yo sostengo,
mi elegido en quien me complazco.
He puesto mi espíritu sobre él
Para que dicte el derecho a las naciones”. (Isa. 42:1).

Este es uno de varios pasajes en Isaías 40-55 que habla de la enigmática figura del “siervo de Yahvé”. Los más desarrollados son Isa. 52:13; 53:12, que describen al siervo como un hombre inocente, humilde, y sumiso quien, a pesar de todo, es perseguido, e incluso condenado a muerte. Estas persecuciones no eran sin sentido: tenían un papel redentor, pues mediante éstas el siervo pagaba vicariamente por aquellos que le maltrataban. Isa. 52:13; 53:12 vino a ejercer una influencia extraordinaria sobre la manera que los primeros Cristianos re-concibieron a Jesús después de ser ejecutado (ver, por ejemplo, Hechos 8:26-35), capacitándole de realizar mediante su muerte la transformación cósmica que no pudo realizar durante su vida. La identificación de Jesús con el siervo sufriente del Libro de Isaías devino un pilar fundamental de la exégesis Cristiana. No fue modificado hasta el siglo XII, cuando Adrés de St. Victor, anticipándose al estudio crítico moderno, interpretó al siervo como representación del pueblo Judío sufriente durante el exilio en Babilonia. A la luz de la gran y larga inversión Cristiana en la figura del siervo sufriente, no es de extrañar que algunos Cristianos reaccionaran negativamente respecto a Andrés, acusándole de “judaizante”(3).

Si la conexión de Gén. 22:2, 12, y 16 con Isa. 42:1 tienen su origen en los evangelistas o es un legado de la exégesis anterior Judía, no se sabe(4). Sea como sea, la ecuación de Isaac con el siervo sufriente tiene su propia potente lógica Midrásica. Porque si el sacrificio de Isaac ya había sido re-concebido como anuncio del sacrificio del cordero pascual y la liberación y redención que anunciaba (Jub. 17:15; 18:19), el sufrimiento hasta la muerte del siervo de Yahvé también fue analogizado con la condición de un cordero a ser sacrificado, y en la misma Escritura:

“Fue oprimido y humillado,
pero él no abrió la boca.
Como cordero llevado al degüello,
Como oveja que va a ser esquilada,
Permaneció mudo, sin abrir la boca”.

La aceptación por parte del siervo de su destino se ajusta, como hemos visto, mucho a la imagen de Isaac tal y como se desarrolla en algunas fuentes importantes Judías del siglo I d.C. Que estas dos reverenciadas figuras, ambas obedientes hasta la muerte, fuesen identificadas mutuamente, en las fuentes Cristianas, con Jesús después de su humillante fallecimiento, no es sorprendente. Puede muy bien ser que el catalizador de esta segunda ecuación midrásica fuese la identificación prior de Jesús con el cordero pascual, un movimiento inter-textual que predata la composición de los Evangelios.

La aplicación a Jesús de las no tan diferentes tradiciones Judías de Isaac y del siervo sufriente suena a nota ominosa, fácilmente pasada por alto por aquellos que interpretan el amor de Dios de manera sentimental: igual que Isaac, el cordero pascual, y el siervo sufriente, Jesús ofrecerá a su padre en el cielo completo contento cuando soporte una confrontación brutal nada menos que con la muerte misma. La ecuación midrásica que subyace al anuncio celestial de Marcos 1:11 y textos paralelos hace explícita la teología de la elección que permanece en la fundación de la bien establecida antigua idea del hijo amado: el elegido es separado tanto para la exaltación como para la humillación, para la gloria como para la muerte, pero la confrontación con la muerte viene primero.

Es en este anticipado vistazo de la gloria futura de Jesús concedido a sus discípulos que oímos la identificación de él con el hijo amado en los Evangelios Sinópticos:

“Entonces llegó una voz desde la nube, que decía: “Éste es mi Hijo amado (mi elegido); escuchadle”. (Marc. 9:7; Mat. 17:5; Luc. 9:35).

En esta narrativa (Marcos 9:2-8 y paralelos) conocida tradicionalmente como la Transfiguración, la última frase añade una nueva nota al tema del hijo amado en el Nuevo Testamento. Aunque marcado para el sacrificio y una humillación inenarrable, el hijo también está investido con “autoridad” y por lo tanto destinado a recibir el homenaje de los otros. En este caso, las afinidades con Isaac son menores que con las de otro hijo amado en Génesis, José, a quién “Israel amaba… más que a sus otros hijos, pues era el hijo de su ancianidad” (Gén. 37:3). El relato sobre José en Génesis 37-50 es, en parte, la historia de cómo el héroe viene a obtener el estatus privilegiado que le había sido garantizado en su infancia, como, mediante múltiples muertes simbólicas (la primera de las cuales su padre la toma como muerte literal), José fue catapultado a una posición de poder sobre sus hermanos mayores –y verlos como le obedecían. Se puede ir más allá: la historia de la Transfiguración en el Evangelio funciona como un boceto análogo al informe de José a sus hermanos y padre acerca de sus sueño de dominio (Gén. 37:5-11). En cada caso, el narrador presenta una visión de la grandeza venidera que parece ridícula en ese momento –los hermanos de José y sus padres inclinándose ante él en Génesis, Jesús conversando con Moisés y Elías en el Evangelio (Marcos 9:4-6 y paralelos). Y, en cada caso, lo que está entre la visión y su cumplimiento es el evento crucial -una confrontación con la muerte, en la medida que el designado como hijo amado es traicionado y abandonado, para no ser visto de nuevo. O al menos así lo parece.

En lo que la historia de José más que ninguno de los otros relatos acerca del hijo amado contribuye a los Evangelios es en el tema de la incredulidad, resentimiento, y hostilidad criminal de la familia del misteriosamente elegido para gobernar. En el relato Cristiano, este tema está concentrado en la figura de Judas, quien traiciona a Jesús a cambio de treinta monedas de plata (Mat. 26:14-16, 20-25, 47-56 y paralelos). Parece más que posible que el episodio de Judas haya sido moldeado según la venta de José por veinte piezas de plata en Gén. 37:26-28 (si el “ellos” en el v. 28 –Biblia NRSV =New Revised Standard Version- o “lo sacaron” –Biblia de Jerusalem- se entiende como refiriéndose a los hermanos en lugar de los Madianitas), un arreglo sugerido nada menos que por su hermano Judá. Los nombres son los mismos. El número en Génesis se correlaciona con Lev. 27:5, que fija el valor de un varón entre cinco y veinte años de edad en veinte siclos. Se recordará que José tiene diecisiete años cuando es vendido como esclavo (v. 2).

La suma en los Evangelios puede derivar de Zacarías 11:12, un texto oscuro en el que un pastor recibe su paga de treinta siclos de plata. Hay que observar que en el mismo pasaje el pastor rompe su bastón nombrado “Unidad, en orden a anular la hermandad entre Judá e Israel” (v. 14). Esto sugiere (al menos a la mente midrásica) cierta afinidad con la historia de José, en la cual Judá es el hermano más importante y el único de los doce que toma el liderazgo a la hora de sanar la escisión catastrófica en la familia. Ezequiel 37:15-28 puede haber ayudado en la asociación de Zacarías 11 con Génesis 37, porque en este pasaje Dios habla igualmente de dos varas, una representando a Judá y la otra representando a José, y ordena al profeta que las una, simbolizando la reunión de los hermanos separados. A la luz de estos precedentes bíblicos, parece probable un movimiento similar en los Evangelios para asociar la escisión fatal entre los doce discípulos con la traición a José, hijo amado de su padre que estaba destinado a gobernar a pesar de la enemistad y perfidia de sus hermanos(5).

El tema de la autoridad pone las tradiciones del hijo amado en relación con otra importante corriente de la tradición Judía, la del mesianismo. Esta corriente se origina dentro de la teología real de la dinastía de Judá, la Casa de David. En la Biblia Hebrea, su más característica literatura se centra en la divina comisión al rey Davídico o aparente-heredero, este último en algunos casos un recién nacido o como uno aún no nacido. El punto práctico de esta literatura es a menudo provocar un homenaje al rey en momentos en los que su gobierno está debilitado. El Salmo 2, por ejemplo, pinta un escenario en el cual las naciones y sus gobernantes intrigan juntos “contra el Señor y Su ungido” (v.2), la última palabra es un término Hebreo del cual “mesías” es simplemente una transliteración. En respuesta, Yahvé ofrece una risa burlona desde su trono celestial, aterrorizando a los conspiradores con su reiteración de la comisión divina al rey amenazado:

“Yo mismo he consagrado a mi rey,
en Sión, mi monte santo”.

El mismo rey habla, recitando los términos de esta comisión:

“Haré público el decreto de Yahvé:
Él me ha dicho: “Tú eres mi hijo,
Hoy te he engendrado.
Si me lo pides, te daré en herencia las naciones,
En propiedad la inmensidad de la tierra;
Los machacarás con cetro de hierro,
Los pulverizarás como vasija de barro” (Sal. 2:7-9).

El dominio del rey entronado en Sión es una función de su estatus como hijo de Yahvé(6). Cuan literalmente era entendido este estatus es difícil de saber. El gobierno del rey Davídico entronado en el monte Sión es una manifestación del dominio universal del Dios de Israel. El príncipe no es meramente una persona ordinaria elevada al estatus de la realeza mediante una alianza con Yahvé. Es, más bien, una figura milagrosa, y su ascensión es un evento que transforma la realidad ordinaria y entra en un reino de justicia tradicionalmente asociado con el propio señorío de Yahvé. Es posible que oráculos como el de Isa. 9:5-6 eran recitados no cuando tenía lugar el nacimiento literal del aparente heredero, sino durante su entronamiento, cuando, como sugiere el Salmo 2, asumía el estatus de hijo de Dios, intercambiando, por así decirlo, la paternidad humana por la divina(7).

Sin tener en cuenta la edad cronológica del rey, lo milagroso y superdotado de su nacimiento establece otro lazo con la tradición del hijo amado en el Libro del Génesis. Hay que señalar que los hombres así elegidos nacen consistentemente de mujeres estériles –Isaac nace de Sara, Jacob de Rebeka, José de Raquel- y en cada caso el nacimiento es debido a la intervención de Dios. En el caso de Isaac, el carácter sobrenatural está como en segundo plano dado el énfasis puesto sobre la edad avanzada de su madre cuando nació (Gén 18:11), noventa años es lo que señala la fuente Sacerdotal (17:17).

La noción de que las figuras heroicas nacen fuera del curso de la naturaleza, de madres estériles, no es única de los relatos de los orígenes de Israel. Se puede encontrar lo mismo en los relatos de las historias de Sansón y Samuel (Juec. 13; 1 Sam. 1), dos de los más importantes libertadores de la nación. Una función de esas historias es legitimar el estatus especial de la persona a quien es atribuido el nacimiento milagroso. Su autoridad no es algo que haya usurpado: una providencia de gracia lo ha dotado con todo esto, para que beneficie a toda la nación. Como se dice en Isa. 9:5, “nos ha nacido un niño/se nos ha dado un niño” (énfasis añadido). En el caso de Isaac, Jacob, y quizá José, lo que las historias legitiman es el linaje que desciende de ellos. Isaac y no Ismael, Jacob y no Esaú prolongan el linaje “elegido” de sus padres. Dadas las conexiones reales de la tribu de José en el norte, la historia de José puede originalmente haber jugado un papel similar, quizá a expensas de la Casa de Judá, de donde descendían los Daviditas: la verdadera monarquía es Josefita, no de Judea. Pero dado el énfasis en Génesis 37-50 sobre la autoridad, uno puede también ver en el nacimiento de José de una mujer estéril algo apuntando a un milagroso re-nacimiento de los reyes Judíos tan prominentes en los oráculos mesiánicos de la Biblia Hebrea. Precisamente porque el hijo amado gobierna por la gracia de Dios, es por esta gracia y en claro desafío respecto a la experiencia común que su nacimiento tiene lugar.

El equivalente en el Nuevo Testamento de esta noción Israelita del nacimiento del hijo amado de una mujer estéril es la historia del nacimiento de Jesús de una virgen (Mat. 1:18-25; Luc. 1:26-38) (8), una idea cuya prominencia en el dogma Cristiano oscurece el hecho que parece haber sido desconocida fuera de Mateos y Lucas. En el primero, la idea está midrásicamente ligada a Isa. 7:14, donde habla de una “joven” (`alma) que dará a luz a un hijo llamado “Enmanuel”. La midrash en cuestión parece depender de la traducción del la Septuaginta de “`alma” como “parthenos”, palabra Griega que a menudo denota a una virgen (Mat. 1:22-23). En el caso de Lucas, la idea de Nacimiento de una Virgen está asociada con los títulos “Hijo del Altísimo” e “Hijo de Dios” y con la reivindicación de Jesús sobre el trono de David (Luc. 1:32-35). Subyacente a todo esto hay una extrema comprensión literal de la teología real Judía y de la caracterización del rey David como hijo de Yahvé. Dentro de la estructura completa de los Evangelios los dos vocabularios referentes a la filiación, el del hijo amado y el del rey Davídico como hijo de Dios, se refuerzan mutuamente(9). Desarrollan una historia en la cual, el rechazo, sufrimiento, y muerte de la supuesta figura Davídica está hecha para confirmar más que contradecir su estatus como hijo Unigénito de Dios(10).

Parece como si lo que contara para la identificación que hacen los Evangelios de Jesús con el hijo amado fuesen los momentos de su ejecución. Una de las pocas cosas en la que los cuatro evangelios están de acuerdo es que la ejecución tuvo lugar durante la Pascua. Precisamente, Jesús fue ejecutado el primer día de la Pascua. Dado que esta fiesta Judía comienza con la puesta de sol, esto significa que la Última Cena tuvo lugar en la tarde que comenzaba el día santo. Teniendo, por lo tanto, un propósito pascual (Mat. 26:17-20; Marc. 14:12-17; Luc. 22:7-15). El Evangelio según Juan, sin embargo, data la crucifixión el día antes de la Pascua, o sea, al final del día en que comenzaría la fiesta, con el sacrificio del cordero Pascual (Ju. 13:1; 18:28). Esto parece significar que los Sinópticos y Juan difieren, igual que ocurre con el año en que tuvo lugar el juicio contra Jesús. Los Sinópticos asumen un año en el que la Pascual comenzaba en Jueves por la tarde, mientras que Juan asume uno en que la fiesta comenzaba el Viernes por la tarde.

La cronología de Juan impide interpretar la Última Cena como pascual en sentido estricto. Así, las palabras de consagración tan prominentes en los relatos Sinópticos de la Última Cena (“Tomad, éste es mi cuerpo……Ésta es mi sangre”) (Mat. 14:23-24; Mat. 26:26-28; Luc. 22:14-20) faltan en el cuarto Evangelio. No es que esto signifique que Juan no interpreta el final de la vida de Jesús como sacrificio. Significa que la asociación del cuerpo de Jesús con el cordero pascual se hace explícita no en la Última Cena sino el Gólgota, en la cruz.

“Como era el día de la Preparación, no querían que quedasen los cuerpos en la cruz el sábado –porque aquel sábado era muy solemne-. Así que rogaron a Pilatos que les quebraran las piernas y los retiraran.32 Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él.33 Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas,34 sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua.35 El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.36 Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura:

“No se le quebrará hueso alguno”. (Éxod. 12:46; Núm. 9:12)

37Y también otra Escritura dice:

“Mirarán al que traspasaron”. (Zac. 12:10; Ju. 19:31-37).

La primera cita se refiere al cordero pascual. Aparece aquí en orden a demostrar que era providencial que Jesús falleciese antes que los dos hombres con él ejecutados. Su hubiese estado vivo se le habrían quebrado las piernas, y no habría podido ser ofrenda apropiada para la primera noche de la Pascua. De esta manera, según Juan, el cuerpo de Jesús tomaba literalmente el lugar del cordero consumido por los fieles en el banquete sagrado de la Pascua. A parte de la intención de los Romanos y Judíos quienes llevaron a cabo la crucifixión de Jesús, ésta fue según el punto de vista de Juan, “un sacrificio”, la ofrenda del hijo de Dios en lugar del Cordero Pascual.

La segunda cita de la escritura, Zac. 12:10, es citada en orden a darle sentido al acto del soldado Romano que traspasa a Jesús con su lanza: según el evangelista, esto también cumple la profecía. Aquí es conveniente recordar que la relevancia de un versículo se extiende a menudo más allá de las palabras que el midrasista cita. En el caso de Zac. 12:10, es altamente sugestivo señalar las palabras que siguen a aquellas citadas en Juan 19:37:

“… Harán duelo por él como se llora a un hijo único, y le llorarán amargamente como se llora a un primogénito”. (Zac. 12:10c).

Se puede observar que la palabra aquí traducida como “favorito” (yahid) parece haber sido, al menos en ocasiones, un término técnico para el hijo sacrificado en holocausto. Es, de nuevo, el término aplicado tres veces a Isaac en la “aqedah” (Gén. 22:2, 12, 16). En la Septuaginta Zac. 12:10, yahid es traducido exactamente como en los tres versículos referentes a Isaac “agapetos”, “el amado”. Parece, pues, que Juan está reflejando la antigua ecuación del primogénito y del hijo amado con el cordero pascual aunque afirmando relativamente una nueva ecuación –la ecuación Cristiana del primogénito e hijo amado y cordero pascual con la figura de Jesús.

La triple identificación del hijo amado, el cordero pascual, y Jesús parece estar subyacente también en la versión Joanina del bautismo de Jesús:

“al día siguiente, al ver a Jesús venir hacia él, dijo: “He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. (Juan 1:29).

Por otro lado, las palabras del Juan el Bautista al ver a Jesús contrastan notablemente con la proclamación celestial de la que informan los Evangelios Sinópticos en el mismo punto de la historia: “Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco” (Marc. 1:11; Mat. 3:17; Luc. 3:22). Si, por otro lado, el autor(es) del Cuarto Evangelio había(n) asumido la ecuación del hijo amado con el cordero pascual, entonces la disonancia entre las dos proclamaciones, aunque aún significantes, tienen menos importancia. Aquí el objetivo del pequeño discurso de Juan el Bautista que abre Juan 1:29 es revelador: “Yo le he visto y doy testimonio de que ése es el Elegido de Dios” (v. 34). La implicación que el Cordero de Dios sea igualado con el “Hijo de Dios” de nuevo nos lleva hacia atrás al antiguo rito Israelita mediante el cual un cordero sustituye al primogénito destinado al sacrificio (Éxod. 34:20). Éste es un rito crucial, como hemos visto, en el sacrificio de Isaac (Gén. 22:13) y el Éxodo de Egipto (Éxod. 13:11-15). En cierto sentido, la dinámica que subyace en este patrón ritual-mítico se repite en el Nuevo Testamento: el hijo toma el lugar del cordero que tomó el lugar del hijo. Los paralelos Judíos sugieren, sin embargo, que el cordero y el hijo no han de ser concebidos como completamente separados, que el rescatado y el redimido estaban asociados muy de cerca. Recuerda la tardía midrashim que informa que el cordero/carnero sacrificado en lugar de Isaac se llamaba “Isaac” también.

El relato de Juan de la crucifixión de Jesús, con su explícita referencia al Éxod 12:46 (Juan 19:36), ofrece una poderosa evidencia adicional de que el “Cordero de Dios” de Juan 1:29 es pascual. Se podría argumentar, no obstante, que dado que el cordero pascual no era una ofrenda por pecados, la cláusula “que quita el pecado del mundo” argumenta a favor de un animal diferente, como la oveja en Levítico 4:32-35, ofrecida por un plebeyo como expiación por un pecado. Ésta última no es necesariamente un cordero, y no hay por qué asumir que los tecnicismos de la clasificación sacrificial pesaran mucho en las mentes de los evangelistas cuando estos adaptaban la Biblia de acuerdo a sus propios propósitos. Más importante, el sacrificio inclasificable de la pascua en Éxodo 12 tiene, de hecho, mucho en común con la ofrenda por pecado, dado que es mediante la sangre del cordero que la calamidad letal es superada, cuando el misterioso Exterminador es detenido en la realización de su terrible destrucción sobre los primogénitos Israelitas (vv. 21-23). No es difícil imaginar que el intenso apocalipticismo Judío de la época (zeit geist) sirviese como matriz del Cristianismo, el Exterminador podría ser transmutado en una personificación de los pecados mortales de los Israelitas, y la sangre del cordero pascual podría ser vista no sólo como medio para escapar de la muerte, sino, también, como purificación de la polución moral.

Una analogía respecto al proceso aquí reconstruido es patente en Apoc. 12:10-11. Ahí la sangre del cordero vence al “Acusador” (kategor, un título de Satán) y hace posible la victoria de Cristo. Como el Príncipe Mastema, la figura diabólica que instituye la aqedah (e indirectamente también la Pascua) en Jubileos 17:15-16, este “acusador” tiene una gran analogía y quizá también su raíz en el fantasmagórico Exterminador de Éxod. 12:23. En todos estos casos, tanto para los Judíos como para los Cristianos, es la ofrenda del cordero o el hijo identificado con este lo que derrota a las fuerzas demoníacas y saca una bendición de la casi catástrofe, la vida surge de las fauces de la muerte.

Como referencia a la ofrenda Pascual, el “Cordero de Dios” de Juan 1:29 se relaciona con la identificación explícita de Jesús con el cordero pascual en 19:36. La localización de estos dos versículos en la narrativa de los Evangelios nos dice: que el hombre presentado como cordero que quita el pecado del mundo muere de acuerdo con las leyes que gobiernan la ofrenda del sacrificio pascual. De esta manera ha puesto el evangelista la historia de Jesús entre paréntesis tomando como modelo la historia de la Pascua –la historia de cómo fuerzas sobrenaturales mortales fueron derrotadas y el primogénito condenado salvado milagrosamente.

Probablemente la más temprana identificación de Jesús con el cordero pascual tiene lugar en un documento anterior a los Evangelios Sinópticos y de Juan:

(6)“No hay motivos para que andéis tan ufanos! No sabéis Queen poco de levadura fermenta toda la masa? (7)Eliminad la levadura vieja, para ser masa nueva, pues todavía sois ázimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. (8) Así que celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de sinceridad y verdad”. (1 Cor. 5:6-8).

Aquí el apóstol Pablo, escribiendo cerca del año 54 d.C., emplea una alegoría similar a la que muchas veces se encuentra entre los rabinos pero más frecuentemente en el Judaísmo Heleno. Su base es la ley de la Pascua en Éxodo 12 –no un tópico extraño dado que Pablo parece estar escribiendo su carta a los Corintios durante la Pascua de Resurrección(11). Su alegoría identifica la levadura prohibida durante la Pascua con la jactancia, malicia, y maldad, y alienta a sus compañeros a prepararse para la fiesta evitando la sustancia proscrita, como Éxodo 12:15 ordena. La génesis de la alegoría está en la última cláusula de 1 Cor. 5:7: “Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido sacrificado”. Es la ecuación de Jesús con el cordero pascual, seguramente ya tradicional cuando Pablo escribió esto, lo que evita que esta pequeña alegoría sea arbitraria. Si Jesús es la ofrenda de la pascual, entonces todos los que están “en Cristo” (por usar el idioma Paulino) han de estar continuamente en el estado moral equivalente que corresponde a la preparación de la Pascua. Además, si el cordero/Cristo ya ha sido sacrificado, entonces la preparación es urgente, dado que la fiesta ha comenzado aunque la levadura sigue siendo –una situación peligrosa.

Dada la triple ecuación de cordero pascual, hijo amado, y el Jesús que subyace bajo la superficie del Evangelio de Juan, no hay por qué sorprenderse que Pablo identifique a su Cristo no sólo con la ofrenda de la pascua sino también con Isaac, el hijo amado por excelencia de la Biblia Hebrea (la única que Pablo conoció). Es más, la agresividad con la que Pablo proyecta a Jesús (y la Iglesia) en la historia de Abraham es un tour de force midrásico que ha afectado a las relaciones Judeo-Cristianas desde entonces:

(13) “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito el que cuelga de un madero.(14) Y esto fue así para que la bendición de Abraham llegara a los gentiles, a través de Cristo Jesús, y para que, por la fe, recibiéramos el Espíritu de la promesa.

(15) Hermanos, voy a explicarme en términos humanos. Ya sabéis que, entre los hombres, nadie anula ni añade nada a un testamento hecho en regla. (16) Pues bien, las promesas fueron hechas a Abraham y a su descendencia. La Escritura no dice “y a los descendientes”, como si fueran muchos, sino a uno sólo, a “tu descendiente”, es decir, a Cristo”. (Gal. 3:13-16).

La midrash de Pablo en el v. 16 gira en torno a ¡“su interpretación”! del nombre colectivo morfológicamente singular “ulezar `aka” (en Griego, kai to spermati sou) de Gén. 13:15 y 17:8 como semánticamente al singular también: no “a tu descendencia” en el sentido de mucha gente sino “a tu único descendiente”, que Pablo identifica con Cristo.

La asociación del Isaac individual con el nombre colectivo “zera`”, “descendencia”, es familiar en el Libro del Génesis. Recuerda el consuelo de Dios a Abraham cuando Sarah insiste en expulsar a Hagar e Ishmael: “Haz caso a Sara en todo lo que te dice, pues, es en virtud de Isaac que llevará tu nombre una descendencia” (Gén. 21:12). Es como si la descendencia de Abraham a través de Ishmael no fuese su zera`, a al menos no en la misma manera como lo es la descendencia a través del hijo más joven Isaac. Una discusión en el Talmud cita este verso para explicar por qué la halakhah obliga a los Judíos y no a los Edomitas a practicar la circuncisión.

“Porque es “EN” Isaac que continuará tu descendencia”. Luego los descendientes de Esaú han de estar obligados! “En Isaac” -no todos los de Isaac”. (b.Sanh. 59b) (12).

En otras palabras, dado que los Edomitas, aunque descendientes del hijo de Isaac Esaú, no están incluidos dentro del subgrupo de Isaac, que es lo que los rabinos piensan que implica la preposición “en”. Que no están incluidos en el acto de la alianza Abrahamánica que es la circuncisión. La verdadera descendencia de Abraham es solamente la que desciende de Isaac. Mientras que Gén. 21:12 excluye a los Ismaelitas del estatus de ser del primer linaje de Abraham, la discusión Talmúdica usa el mismo verso para excluir a los Edomitas. Ambos pasajes presuponen la asociación de Isaac con el nombre colectivo en singular, zera`, “descendencia”.

Es precisamente esta asociación la que Pablo rompe cuando glosa el “y a tu descendiente” de Génesis con las palabras “es decir a Cristo” (Gál. 3:16): el hijo amado a quien y a cerca de quien las antiguas promesas fueron hechas ya no es Isaac sino Jesús, ya no es el patriarca Israelita en quien el futuro de la nación Judía es prefigurado sino el mesías de la creencia Cristiana cuyo cuerpo místico es la Iglesia. La midrash de Pablo a cerca de “ulezar `aka” “y a tu descendiente(s)”, ejemplifica una técnica familiar exegética Judía(13). Pero en ella se avecina la futura separación del Cristianismo del Judaísmo y la cristalización como tradiciones mutuamente exclusivas.

Una vez que Jesús ha desplazado a Isaac, las promesas y bendiciones que habían sido asociadas con el hijo amado por excelencia en Génesis estarán disponibles a través del mesías Cristiano. Esta es, de hecho, la implicación de la primera cláusula de Pablo en Gál. 3:14, “que la bendición de Abraham pudiera ser extendida a los Gentiles a través de Cristo Jesús”. En la Biblia Hebrea, las palabras exactas “la bendición de Abraham” solo tienen lugar en Génesis 28:4, en un pasaje en el cual Isaac, habiendo ordenado a Jacob que evitase el matrimonio mixto, pronuncia sobre él la bendición de Abraham de progenie y tierra (vv. 1-4). Es seguramente muy relevante para el propósito de Pablo que este pasaje tenga que ver con la confirmación de Jacob como su –y de Abraham- verdadero heredero. Es seguramente no menos relevante que parte de la bendición Abrahamánica dice que Jacob “se convierta en multitud de pueblos”(v.3). Dada la motivación de Pablo al componer su carta a los Gálatas, un pasaje como este ha de haber sido muy atractivo para él. Pues su propósito dominante en la carta es argumentar que los Gentiles pueden heredar el estatus de descendientes de Abraham, y todas las promesas que van con ello, sin tener que convertirse al Judaísmo (y circuncidarse). La idea que la bendición de Abraham implique que Jacob/Israel “se convierta en una multitud de pueblos” encaja perfectamente con las intenciones polémicas de Pablo. Como lee Gén. 28:1-4, implica sin duda alguna la posibilidad por la cual estaba luchando –que al convertirse en Cristianos, los Gentiles pudieran tener lo mejor de ambos mundos, conservando su identidad no-Judía y obteniendo la herencia de las promesas de Abraham.

“Para que la bendición de Abraham llegara a los gentiles, a través de Cristo Jesús” (Gal. 3:14ª) recuerda a otro pasaje en Génesis igualmente, mucho más centrado en la relación entre Abraham e Isaac. Es la segunda llamada del ángel al final del relato de la aqedah:

(15)“El Ángel de Yahvé llamó a Abraham por segunda vez desde el cielo (16)y le dijo: “Por mí mismo juro, oráculo de Yahvé, que por haber hecho esto, por no haberme negado a tu único hijo, (17)yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia, como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos. (18)Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú Mi voz” (Gén 22:15-18).

El efecto de este relato es hacer la bendición a Abraham contingente en relación con la aqedah. La determinación de Abraham en sacrificar a Isaac se convierte en el acto fundacional, en el acto fundacional esencial para la existencia y destino del pueblo de Israel. Tal y como Pablo lee este texto con sus gafas particularmente cristológicas, el punto clave probablemente fue: es la voluntad del padre de someter a muerte a su hijo amado y prometido lo que extiende la bendición de los Judíos a “todas las naciones de la tierra”.

El equivalente en Jesús del sacrificio de Isaac es, una vez más, su crucifixión. Sin duda es esto lo que subyace en la cita que hace Pablo del Deuteronomio 21:23 (Gál. 3:13). La ley prohíbe que el cuerpo empalado de una persona ejecutada por una ofensa capital permanezca colgado del madero durante la noche. Las palabras que Pablo (o la traducción desde la que trabaja) traduce como “maldito el que cuelga de un “árbol”, quizá se puedan traducir con más exactitud como “un cuerpo empalado es una afrenta contra Dios”. Al posicionar esta cláusula antes de mencionar la bendición de Abraham (v. 14), Pablo desarrolla una polaridad entre la afrenta/maldición que, según él, viene de la ley bíblica y la bendición que viene de la promesa bíblica. Esto, también, beneficia uno de sus objetivos principales a la hora de componer la Carta a los Gálatas –argumentar contra aquellos apóstoles que mantenían que la ley de la Torah era aún válida y de ninguna manera estaba obsoleta por la revelación Cristiana. Lejos de una antinomia, Pablo más bien asocia consistentemente las leyes de la Torah con el pecado, maldición, condena, y muerte, términos todos antitéticos con aquellas cosas que él asocia con Jesús. En la yuxtaposición de Gál. 3:13 y 3:14, se puede observar una recapitulación de todo el movimiento de la historia de salvación Paulina: de la maldición a la bendición, de la ley a la fe, de Israel a la Iglesia, de la crucifixión a las bendiciones contingentes a esta –finalmente, del Judaísmo al Cristianismo.

Nils Dahl ha hecho la intrigante sugerencia de que la combinación de la aqedah con la ley del criminal empalado en Gál. 3:13-14 gira en torno a la ecuación del hombre colgando del árbol en Deut. 21:13. Más problemática es la conclusión que hace, de que “aquí hay un elemento de tipología, y que el cordero, en lugar de Isaac, es visto como símbolo de Cristo”(14). Si Pablo ve un anuncio de “su” Cristo en el cordero, el cordero, a su vez, deriva su significado de la historia de la redención sólo de su estatus como sustituto de Isaac. Porque la extensión de la bendición de Abraham a las naciones que es tan importante para el apóstol de los Gentiles es una consecuencia no del sacrifico que hace Abraham con el cordero, sino de su determinación inquebrantable en obedecer el mandamiento de ofrecer su hijo amado.

Una tipología Isaac-Jesús se desarrolló de hecho en la literatura del Cristianismo temprano(15), pero no ha de ser proyectada en textos que van en otra dirección mucho más radical. Pues Gál. 3:13-14 no puede ser separado de los vv. 15-16, y el v. 16 deja bien claro que Isaac para nada anuncia a Jesús. Más bien, Pablo argumenta que el “descendiente” heredero de la promesa a Abraham “no es” y “nunca fue” Isaac o el pueblo Judío colectivamente. Pablo hace verdaderos juegos de manos, malabarismos. Su punto acerca de la putativa singularidad semántica de la palabra “y a tu descendiente” es para conectar la promesa con Jesús solamente. El descendiente de Abraham que es Isaac desaparece de la historia completamente. Pablo nunca menciona su nombre. Si Gál. 3:13-16 ha de ser visto como una tipología, entonces es una tipología de tal intensidad donde el “anti-tipo ha eliminado al arquetipo: en la teología de Pablo, Jesús desplaza a Isaac tan descaradamente que hasta el Génesis testifica no al segundo de los patriarcas Judíos, sino al mesías de la “creencia” Cristiana. El Jesús de Pablo no manifiesta a Isaac. Lo sustituye.

Con esto no quiero negar que Isaac funciona tipológicamente en el pensamiento de Pablo. Es, de hecho, explícitamente más un tipo no de Jesús sino de la Iglesia, y es en su interpretación del conflicto de Isaac con Ishmael, y de Sara con Hagar, que se puede ver la total apropiación que lleva a cabo Pablo de las tradiciones acerca del hijo amado en Génesis:

(21) Vosotros, los que queréis estar sometidos a la ley, decidme una cosa: No habéis oído lo que dice la Ley? (22)Está escrito que Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la libre. (23)Pues bien, el de la esclava nació según la naturaleza; el de la libre, en cambio, en virtud de la promesa. (24)Y aquí se percibe un sentido alegórico. Estas mujeres representan dos alianzas: la primera, la del monte Sinaí, está simbolizada por Hagar, madre de los esclavos (pues el monte Sinaí está en Arabia), y corresponde a la Jerusalem actual, que es esclava, lo mismo que sus hijos. (26)Pero la Jerusalem de arriba, que es libre, es nuestra madre, (27)pues dice la escritura:

“Regocíjate estéril, la que no dabas hijos.
Rompe en gritos de júbilo, la que no conocías los dolores de parto,
Que más son los hijos de la abandonada
Que los de la casada” (Isa. 54:1)

(28)Y vosotros, hermanos, a la manera de Isaac, sois hijos de la promesa. (29)Pero, así como entonces el nacido según la naturaleza perseguía al nacido según el Espíritu, así ocurre también ahora. (30)Y qué dice la Escritura?:

“Despide a la esclava y a su hijo,
que no heredará el hijo de la esclava
junto con el hijo (Gén., 21:10) de la libre. (31)Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava sino de la libre. (Gál. 4:21-31).

En esta alegoría, Hagar, la esclava Egipcia, representa dos imágenes muy parecidas de servidumbre. La primera es el sitio donde fue dada la Torah, el Monte Sinaí, que está en algún lugar entre Israel y el país de Hagar, sugiere la huída abortada de la esclava hacia la libertad y su re-esclavización (Gén. 16). La segunda es la Jerusalem terrenal, donde, en tiempos de Pablo, cierta forma de cumplimiento de la Torah era normativa para la Iglesia. La primera gran innovación de Pablo en su lectura del Génesis es la identificación de la esclavitud de Hagar con la Torah. Menciona que en la literatura rabínica, la Torah y el Monte Sinaí representan a menudo la verdadera libertad (y los demás positivos que Pablo asocia “exclusivamente” con Jesús)(16).

La otra madre en la alegoría de Pablo es, obviamente, Sarah, la nacida libre a la que asocia con la Jerusalem celestial no obligada por la Torah. La infertilidad de Sara, superada milagrosamente de acuerdo con la promesa de Dios, lleva a Pablo a asociar a su hijo Isaac con la promesa y el espíritu. Esto, a su vez, hace de Ishmael, el hijo de Hagar, nacido de manera natural de una madre, un “hijo según la carne”. La rivalidad entre Ishmael e Isaac, y entre Hagar y Sarah (Gén. 21:9-10), es alegorizada en una desagradable oposición entre esclavitud, Torah, y carne, por un lado, y libertad, promesa, y espíritu, por el otro. La persecución de Isaac a manos de Ishmael, atestiguada en la antigua interpretación Judía de Gén. 21:9, (17), viene a ser una imagen para aquellos Judíos-Cristianos que se oponen al mensaje de Pablo de un Evangelio sin la Torah que deseaban evangelizar a los Gálatas con un Cristianismo que cumpliera con las ordenanzas de la Torah. Era esto lo que Pablo consideraba una perversión del Evangelio y quería a toda costa que evitaran sus Gálatas (Gál. 1:6-9; 5:1). Sin embargo, Jesús no rechaza en absoluto la Torah, pues en Mateo, muy claramente afirma que no “había venido a abolir la ley y los Profetas, sino a cumplirla” (Mat. 5:17-19). Quizá este versículo provenga de un medio Cristiano conservador, y responda a grupos entusiasta de “falsos” profetas, si es que no está directamente dirigido contra Pablo, como pensaba Bultmann (Theologie des Neuen Testaments, 1954). Lo que sí es sin lugar a dudas cierto es que el Cristianismo es una creación de Pablo, que no de Jesús al que no se le pasó ni por la cabeza semejante idea. No hay más que ver como carga contra los rabinos del Talmud en cuanto a la intangibilidad de la ley, a la cual añade la de los profetas, también (ver Urbach (1979), pp. 293-294). Los mandamientos son incluso agravados. Incluso el Sermón de la Montaña, donde lo enmarcan los evangelistas, alude a la Ley del Sinaí con una fórmula recurrente: “Oísteis que fue dicho a los antiguos, pero yo os digo”… (Mat. 5:21, 27, 31, 33, 38, 43).

La segunda mayor innovación en la alegoría de Pablo sobre Hagar y Sarah, Ishmael e Isaac, está en su asociación de Sarah e Isaac con la religión de la Torah, o sea, con una forma de Judaísmo en la cual la dimensión impositiva de la Torah ha sido eliminada. Si sólo tuviésemos Gál. 4:21-31 y nos faltara el antecedente de los textos del Pentateuco, nunca habríamos sabido que fueron los descendientes de Isaac los que en lugar de los de Ishmael los que estuvieron en el Monte Sinaí y recibieron lo que en el pensamiento Judío se conoce como la incomparable bendición de la Torah de Moisés. Con su lectura del Génesis 21, Pablo efectúa una “sorprendente” inversión, cargada de significado para el futuro carácter de la Iglesia y, no hay ni que decirlo, su relación con el Judaísmo hasta nuestros días que muchos definen como antisemita(18). Los descendientes literales de Sarah e Isaac dejan de ser el lazo fundamental en la cadena que lleva desde Abraham hasta la redención en la tierra prometida. Pues mientras el Monte Sinaí del Pentateuco es el primer gran destino de los liberados en el Éxodo (Éxod. 3:12), en el Evangelio de Pablo el Monte Sinaí es el punto de partida para el éxodo, el equivalente de la casa de esclavitud. Pues “para ser libres, nos liberó Cristo”, y concluye su alegoría: “Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud” (Gál. 5:1).

Después de la Ilustración, esta liberación de la Torah fue usada para reforzar una imagen de Pablo como persona universalista, o sea, alguien para quien la identidad étnica no tenía importancia. De manera similar, la crítica que Pablo hace del Judaísmo es vista como opuesta a los particularismos y exclusivismos, como afirmación de la dignidad natural de toda la humanidad, sin que importara si el individuo era Judío, Griego, esclavo o libre, varón o hembra (Gál. 3:28). Esta línea de pensamiento ha servido tradicionalmente para reforzar una imagen del Judaísmo como separatista, exclusivista, y chovinista, como opuesta al punto de vista Cristiano, que es pensado como integracionista, inclusivo, y no particularista. Que este rechazo del particularismo encendiese el fuego letal del antisemitismo es una de las ironías de la historia.

Una consideración de las teologías Paulina y Cristiana en su contexto histórico nos hace dudar de esta polaridad. Dado que en tiempos de Pablo y durante un periodo significativo posterior, era la Judía la comunidad más grande, más amplia, habiéndose expandido por todo el Mediterráneo, con influencia incluso en los centros de poder, y con un gran poder de atracción de conversos y semi-conversos. La iglesia Cristiana, al contrario, era una nueva secta, pequeña y perseguida. Atribuirle libertad y devoción a la iglesia –y especialmente, de la manera como Pablo lo hizo- con el subgrupo anti-Torah dentro de ésta- difícilmente se puede considerar como defensa de la libertad, “universalismo”, e “inclusivismo”, más bien es todo lo contrario: mero exclusivismo.

Las alegorías en Gál. 4:21-5:1 nos muestran un cuadro diferente y mucho más plausible históricamente de Pablo. Su punto aquí es acerca de cualquier otra cosa que de la unidad de la familia humana o la irrelevancia de pertenecer a Abraham en lugar de a las naciones. No argumenta a favor de que Hagar y Sarah, Ishmael e Isaac, son uno a fin de cuentas, ni acerca de que la distinción entre Judíos y Gentiles ha llegado, mediante Cristo, a una afirmación de su común humanidad. Todo lo contrario, un punto de capital importancia es que Abraham es el padre del pueblo Judío, en lugar de Adán el padre de la humanidad, de cuya bendición Pablo busca apropiarse exegéticamente para su Iglesia, la Iglesia (Gél. 3:29). En la teología de Pablo una las principales consecuencias del Evangelio es injertar a los Gentiles en el árbol de Abraham “en lugar de los Judíos”, que son excluidos para ser re-injertados en un futuro escatológico cuando la furia de Dios contra ellos llegue a su fin (Rom. 11:11-29)(19). Aunque los Cristianos universalistas se empeñan en imaginar la teología de Pablo como una que ofrece un camino alternativo al Judaísmo, hacia una humanidad sin “diferencias”, el verdadero sentido, sin embargo, de la teología del apóstol de los Gentiles es todo lo contrario: la humanidad sin diferencias que son las naciones del mundo, la “ rama del olivo silvestre” como en tono desdeñoso los llama Pablo (v. 17), puede, mediante el Cristo, llegar a ser el equivalente de los Judíos. Sólo de esta manera pueden ellos desprenderse de su estatus sin valor en tanto que Gentiles y alcanzar el único estatus que Pablo piensa que tiene valor a los ojos de Dios –el estatus de Isaac, el hijo prometido a Abraham y concebido fuera del curso que sigue lo natural, en contra-distinción a Ishmael, el hijo de la esposa esclava, concebido mediante medios naturales quizá no tan honorables como es el de madre suplente. La eclesiología Paulina está basada en premisas sobre la posibilidad y la legitimidad de una etnicidad tomada prestada –algo muy diferente de por sí al universalismo o al inclusivismo.

Para Pablo la participación en Cristo es el equivalente de la conversión al Judaísmo, aunque es mucho más que esto: es también la “única” manera de conversión al Judaísmo, porque la manera Judía –aceptación de la Torah y sus mandamientos, simbolizada por la circuncisión- ha, en la mente de Pablo, dejado de ser eficaz. Por razones que no están claras, Pablo insiste en que los dos modos de conversión al estatus de hijos de Abraham no han de ser combinados: contrariamente al evangelio de sus oponentes, Pablo exige que un Gentil que se convierte al Cristianismo no se ha de circuncidar ni practicar la Torah. Hacerlo conlleva perder el derecho al precioso estatus del hijo prometido –Isaac- y caer en lo carnal y en la subyugación de los descendientes de Abraham a los que Isaac desplaza y supera –Ishmael, hijo de Hagar, la esclava Egipcia. La división entre el circunciso y el incircunciso , entre Israel y las naciones, y entre aquellos (cualquiera que sea su origen) que han aceptado la Torah y aquellos que no, se convierte en la división entre los bautizados y los no-bautizados, entre la Iglesia y el mundo, entre aquellos que han aceptado el Evangelio y los que no. Pero tanto en la estructura Judía como Cristiana, el tema gira alrededor de la cuestión de cual de las dos comunidades puede revindicar el estatus de hijo amado de Abraham. Esto no es muy diferente a la manera como los modernos universalistas enfocan el tema.

A primera vista, Pablo elabora una lectura alegórica de Génesis 16 y 21 que parece tan forzada como para sugerir una total arbitrariedad. El apóstol de los Gentiles tenía, parece ser, un mensaje teológico que hacer entender, y su elección de la rivalidad entre Isaac e Ishmael y sus madres respectivas como texto que lo demostraba no tiene fundamento en el texto en sí. Lo que consigue es todo lo contrario: Pablo se centra en el derecho de herencia de Isaac porque, según piensa, la Iglesia ha de ser identificada con Isaac sobre fundamentos completamente independientes de los textos particulares acerca de la expulsión de Hagar e Ishmael. Pues, como hemos visto, Pablo cree que Jesús era el hijo prometido de Abraham, el cual la tradición Judía había (ha) interpretado como Isaac. Es más, Pablo señala en más de una ocasión que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y los Cristianos deben ver sus relaciones mutuas de acuerdo con una analogía biológica. “(4) Pues, así como nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, (5)así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros” (Rom. 12:4-5; 1 Cor. 12:27). Así, si Jesús es el verdadero Isaac, y la Iglesia el cuerpo de Jesús, se sigue, igual que la noche al día, que la Iglesia, cuando se vuelve la atención al Génesis, ha de verse a sí misma en el papel de Isaac, o sea, como el hijo prometido hijo de la mujer libre que, con el completo consentimiento de Dios, exige nada menos que la expulsión de su rival que reclama le herencia de su esposo. Dada la controversia en la que Pablo se encuentra enredado cuando escribe a las iglesias Gálatas, es natural que asocie a estos rivales con reivindicativos contra los apóstoles que predican un Evangelio rival al suyo –un Evangelio que incluye la práctica de la Torah y exigía la circuncisión como requisito para la conversión de los miembros varones. La expulsión de Hagar e Ishmael podía así ser presentada como apoyo a la insistencia de Pablo de que la fidelidad a Cristo y la práctica de al Torah eran incompatibles. Además, la alegoría de Pablo lleva la intención de hacer que la Torah misma apoye este su mensaje –hacer que el mensaje teológico de la Torah vaya contra sus propios mandamientos. “Decidme vosotros, los que queréis estar sometidos a la ley: No oís la ley?” (Gál. 4:21).

No me voy a extender en una explicación de la historia acerca de Jesús de Nazaret tal y como aparece en el Nuevo Testamento. Lo que intento es un análisis de algunas de las maneras en que los primeros escritores Cristianos utilizaron la larga y antigua tradición Judía acerca del hijo amado para interpretar la vida y hechos de su fallecido maestro. La ejecución de Jesús al comienzo de la Pascua llevó de manera natural a su identificación con el cordero Pascual, y, dadas las ya antiguas asociaciones de la aqedah con la Pascua y, por implicación, del mismo cordero con Isaac, esta identificación, a su vez, comprendía un conjunto de tradiciones acerca de Isaac que los primeros autores Cristianos buscaban de varias maneras redirigir hacia Jesús. Gran parte de la cristología temprana es mejor comprendida como una re-combinación midrásica de versículos bíblicos asociados con Isaac, el hijo amado de Abraham, con el siervo sufriente en Isaías que fue, como Isaac, sin protestar al sacrificio, y con otro hijo milagroso, el hijo de David, el futuro rey mesiánico a quien el pueblo de Israel esperaba para restaurar la nación y establecer paz y justicia en el mundo.

A manos de Pablo, una persona de mucha influencia en la tradición Cristiana, la identificación de Jesús e Isaac asumió una declaración fuerte de mucho alcance. En la formulación Paulina, los versos que en el contexto bíblico se refieren con total claridad a Isaac fueron re-concebidos como refiriéndose a Jesús exclusivamente. Éste último se convierte así en la semilla prometida de Abraham en el hombre por el que mediante su crucifixión la bendición patriarcal es extendida a las naciones. El mismo Isaac se convierte en un tipo de Iglesia, los miembros individuales del cuerpo de Cristo, definidos en oposición a los obligados a practicar la Torah. En el caso de los Cristianos Gentiles, se refiere a aquellos que intentaran cambiar su estatus mediante la circuncisión y los otros mandamientos que incumbían a los Judíos. El efecto es poner una cuña entre Abraham y el Sinaí en la historia de la redención. El Sinaí se convierte en un símbolo no de libertad, sino de esclavitud, el destino no de los descendientes de la matriarca libre Sarah, sino de los descendientes de su esclava Egipcia Hagar. Igual que el hijo más joven Isaac desplaza al hijo mayor Ishmael, así, en el pensamiento de Pablo, la nueva comunidad, la Iglesia Cristiana, desplaza a la comunidad más antigua de la que ha recibido las Escrituras. El pueblo Judío ha de seguir el destino espiritual equivalente al de Ishamel: la expulsión al desierto de Sinaí. No es una pequeña ironía el que para argumentar esta posición, Pablo no tuviese otra alternativa sino la de depender de las Escrituras Judías –la única Biblia que conocía- y utilizar los mismos procedimientos exegéticos que usaban los rabinos, con la misma destreza, en defensa de la inseparabilidad de la vida de Abraham de la consiguiente experiencia Judía, la continua validez de la Torah, y la vitalidad del pueblo Judío cuando, ellos, a cualquier precio, prestan atención a la voz del Sinaí.

Aquí hay otro sentido en el cual Pablo y la tradición rabínica están profundamente de acuerdo. En insistir contra tantos de sus muchos compañeros Cristianos que la Torah en su dimensión legal es incompatible con el Evangelio, Pablo quiso bien asegurarse de que las dos comunidades estuviesen bien separadas. La comunidad de la Torah y la comunidad del Evangelio harían referencia a las mismas Escrituras (hasta que el Nuevo Testamento fue incluido en la Biblia) y buscarían practicar virtudes que coincidían en alto grado. Esto es lo que se podía esperar de tradiciones que reverenciaban mutuamente la memoria del padre Abraham. Pero, al reclamar su estatus Abrahamico, el Judaísmo y el Cristianismo duplicaban necesariamente la dinámica de la familia patriarcal del Génesis buscando establecer un linaje principal ante una inesperada e inquietante segmentación. Sus respectivas apelaciones a su raíz común en Abraham aseguró que el Judaísmo y el Cristianismo fuesen mutuamente exclusivos.


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1. Dada la explícita referencia al amor de Abraham hacia Isaac en Gén. 22:2 y en el texto de los Jubileos 17:16 y 18, parecería inadecuado interpretarlo en este versículo o en textos bajo su influencia como expresión “solamente”, sin ninguna connotación o afecto o preferencia, como afirma C.H. Turner, “HOYIOS MOY HO AGAPTEOS”, JTS 26(1926), pp. 113-29. Ver Alfredo Scattolon, “L´AGAPETOS Sinottico Nella Luce Della Tradizione Giudaica”, RivistB 26 (1978), p. 3-32. Ver tambén Eduard Norden, “Die Geburt des Kindes” (Studien der Bibliothek Warburg 3; Leipzig and Berlin: B. G. Teubner, 1924), pp. 131-33.
2. Ver Geza Vermes, “Scripture and Tradition in Judaism” (Studia Post-Biblica; Leiden: Brill, 1973), pp. 221-23.
3. Ver Beryl Samlley, “The Study of the Bible in the Middle Ages” (New York: Philosophical Library, 1952), PP. 164-65, 173-74.
4. Vermes (Scripture, p. 203) encuentra una identificación de Isaac con el siervo en un Targum acerca de Job (3:18), pero esto no establece el origen pre-Cristiano de la ecuación.
5. Sobre la concepción de los doce discípulos como las doce tribus de Israel, ver E.P. Sanders, “Jesús and Judaism” (Philadelphia: Fortress, 1985), pp. 95-106. La identificación de Jesús a cargo de Judas mediante un beso (Mat. 26:48-49 y paralelos) estar relacionada con otra historia Israelita de un hermano que deseaba ser un hijo amado, Esaú, besa a Jacob en Génesis 33:4. Hay que tener en cuenta la Midrash a este respecto que Esaú no intentó “besar” a Jacob (lenasseqo) sino “golpearle” (lenasseko) (Gén. Rab. 78:9).
6. Ver J. D. Levenson, “Sinai and Zion” (Mineapolis: Winston, 1985), pp. 97-101.
7. Para una influencia Egipcia, ver Jan Assmann, “Die Zeugung des Sohnes”, en Funktionen und Leistungen des Mythos (ed. Jan Assmann et al; OBO 48; Gottingen: Vandenhoeck and Ruprecht, 1982) pp. 13-16. Ver también Norden, “Die Geburt”.
8. Ver la dependencia del Magnificat (Lucas 1:46-45) sobre la canción de Ana (1 Sam. 2:1-10).
9. Ver Norden, “Die Geburt”, pp. 129-34.
10. Hay que señalar que Dios promueve a David en Salm. 89:28 al rango de “Su hijo” primogénito. Es posible que la humillación del rey Davídico era parte de un proceso ritual que resultaba en su exaltación y legitimación de su autoridad. Ver G.W. Ahlström, “Psalm 89” (Lund: Haakan Ohlsson, 1959).
11. Ver 1 Cor. 16:8.
12. He sustituído “en” por “mediante/a través” de la NJPS en orden a transmitir la comprensión midrásica del versículo.
13. Ver David Daube, “The New Testament and Rabbinic Judaism” (London: Athlone, 1956).
14. Nils A. Dahl, “The Atonement –an Adequate Reward for the Akedah?, en “The Crucified Messiah and Other Essays (Mineapolis: Augsburg, 1974), pp. 153-54. Dahl ve Gál. 3:13ª-14 “como un fragmento de la tradición pre-paulina” (p. 154). Sobre la influencia de la aqedah en Pabolo, ver, de manera más general, Hans Joachim Shoeps, “The Sacrifice of Isaac in Paul´s Theology”, JBL 65 (1946) pp. 385-92, y Paul (Londong: Lutterworth, 1961) pp. 141-49.
15. Ver David Lerch, “Isaaks Opferung” (BHT 12; Tübingen: J.C.B. Mohr “Paul Siebeck” 1950).
16. Ver M. ´Abot 6:2 y b. Qidd. 22b. Ver J.D. Levenson, “The Hebrew Bible, the Old Testamente, and Historical Criticism (Louisville: Westminster/Jon Knox, 1993), pp. 146-49.
17. Ver Gen. Rab. 53:11.
18. Ver Gerson D. Cohen, “Esau as a Symbol in Early Medieval Thought”, en Studies in the Variety of Rabbinic Cultures (Philadelphia and New York: Jewish Publication Society, 5751/1991), pp. 251-52.
19. Muchos estudiosos han argumentado ocasionalmente que Pablo no era ni mucho menos un supersecesionista, que lo que intentaba con sus comentarios negativos acerca de la ley Judía era hacer que esta fuera observada por los Gentiles. Su observancia por los Judíos era, según este punto de vista, no era una excepción para él. En las más extremas formulaciones Pablo es presentado como adhiriéndose a algo semejante a la teología de Franz Rosenzweig de la alianza dual o incluso a una relativización de la Torah y Cristo. Ver John G. Gager, The Origins of Anti-Semitism (New York y Oxford: Oxford University Press, 1983), pp. 193-264, y Lloyd Gaston, “Paul and the Torah” (Vancouver: University of British Columbia Press, 1987). Sobre lo inadecuado de esta teoría, ver Arthur J. Droge y su reseña de Gager en JR 66 (1986), PP. 99-101. Droge señala que “la rama de olivo silvestre” que es los Gentiles ha sido injertada “en lugar de las ramas rotas”, o sea, los Judíos, no en ellas. El re-injerto de los Judíos tendrá lugar solamente cuando abandonen su incredulidad (vv. 20, 23). En contexto, la cuestión de la incredulidad se puede creer que se refiere a las afirmaciones que los Cristianos hacen a favor de Jesús. Acerca del problema del no-secesionismo de Romanos 9-11, ver Alan F. Segal, “Paul the Convert” (New Haven and London: Yale University Press, 1990), pp. 276-84. El Punto en el que Pablo involucra sus reflexiones sobre la cuestión Judía en Romanos 9-11 parece que es que la elección de los Judíos no ha sido revocada, sino solamente suspendida pendiente de la consumación escatológica. No hay buena razón para dudar que en la mente de Pablo la consumación escatológica iba a ser estrictamente Cristocéntrica y por lo tanto una refutación decisiva del escepticismo Judío acerca de Jesús.