domingo, 23 de enero de 2022

LA MÁSCARA SAGRADA

LA MÁSCARA SAGRADA

La máscara es uno de los modos más extendidos y, sin duda, más antiguos del arte sagrado. Lo mismo se la encuentra en las más elaboradas civilizaciones, como las de la India o el Japón, que entre los pueblos llamados primitivos. La única excepción la proporcionan las civilizaciones vinculadas al monoteísmo semítico, aunque la máscara se haya conservado en el folklore de los pueblos cristianos y de algunos pueblos musulmanes, 1 y eso, a veces, bajo formas cuyo simbolismo es manifiesto todavía; 2 la tenacidad misma de su supervivencia, en oposición con cualquier pensamiento “evolucionado”, prueba además, indirectamente, su origen sagrado.
Para el cristianismo, como para el judaísmo y el Islam, el uso natural de la máscara no podía ser más que una forma de idolatría. De hecho no se vincula a la idolatría, sino al politeísmo, si por este término se entiende, no al paganismo, sino una “visión” espiritual del mundo, que personifica espontáneamente las funciones cósmicas sin ignorar la naturaleza una e infinita de la Realidad suprema.
Esta visión implica un concepto de “persona” algo diferente del que conocemos del monoteísmo. Se deduce de la propia expresión “persona”; se sabe que en el teatro antiguo, que procede del teatro sagrado de los Misterios, tal palabra designaba a la vez la máscara y el papel. 3 Ahora bien, la máscara expresa necesariamente, no una individualidad –cuya figuración apenas exigiría máscarasino un tipo, luego una realidad intemporal, cósmica o divina. La “persona” se identifica así con la función, y ésta es a su vez una de las múltiples máscaras de la Divinidad, cuya naturaleza infinita permanece impersonal.
Hay una jerarquía de funciones y la hay, pues, de “personas” divinas; pero su multiplicad misma hace que ninguna pueda ser considerada como la “máscara” única y total de la Divinidad infinita. Ésta puede tomar tal o cual máscara para revelarse más directamente a su adorador; o también, este último puede elegir tal máscara particular como soporte y vía; terminará siempre por encontrar en ella toda dignidad celestial, pues cada una de las cualidades universales contiene esencialmente las otras. Esto explica el carácter aparentemente flotante de los antiguos panteones.4 
La esencia de las cualidades universales es una; es lo que el monoteísmo afirma al proclamar la unicidad de la “persona” divina.
Es como si se sirviese de la idea de la persona –la única que un politeísmo olvidadizo del absoluto podía captar aún- para afirmar la unidad de la Esencia. En compensación el monoteísmo hubo de hacer una distinción entre la persona y sus diversas funciones o cualidades, distinción evidente, por lo demás, ya que es semejante a la que existe entre el sujeto humano y sus facultades. Si bien es verdad que la divinidad personal se concibe siempre a través de una u otra de sus cualidades, las cuales se distinguen y se excluyen a veces en el plano de su manifestación; nunca se revelan todas al mismo tiempo, y allí donde coinciden, en la plenitud indiferenciada de su esencia común, no hay ya realmente persona: lo que está más allá de toda divinidad está, por ello mismo, más allá de la persona. Pero la distinción entre el Dios personal y la Esencia impersonal incumbe al esoterismo, que se acerca, así, a la metafísica subyacente al politeísmo tradicional. 5 Sea lo que fuere, el monoteísmo, al negar la multiplicidad de “personas”, hubo de rechazar también el uso ritual de la máscara.

Pero volvamos a la máscara sagrada como tal: ante todo es el medio de una teofanía; la individualidad de su portador no solamente desaparece ante el símbolo revestido, antes se funde en él hasta tornarse en instrumento de una “presencia” suprahumana. Porque el uso ritual de la máscara va mucho más allá que una simple figuración: es como si la máscara, al cubrir el rostro o “yo” exterior de su portador, pusiera al descubierto, al propio tiempo, una posibilidad latente en él. El hombre se vuelve realmente el símbolo que ha revestido, lo que presupone a la vez una cierta plasticidad psíquica y una influencia espiritual actualizada por la forma de la máscara. Por eso se considera generalmente la máscara sagrada como un ser real; se la trata como si fuese viva y no se la reviste sino después de haber llevado a cabo ritos de purificación.6 

El hombre se identifica, por otra parte, espontáneamente con el papel que representa y que le ha sido impuesto por su procedencia, su destino y su ambiente social. Tal papel es una máscara, las más de las veces una falsa máscara en un mundo facticio como es el nuestro, y, en cualquier caso, una forma que delimita más que libera. La máscara sagrada, en cambio, con todo lo que su porte indica en lo tocante a gestos y palabras, ofrece de repente a la “consciencia de sí mismo” un molde mucho más vasto y, por ello mismo, ocasión de realizar la “liquidez” de tal consciencia, su facultad de adoptar todas las formas sin ser ninguna de ellas.

Una observación se impone aquí: por “máscara” entendemos ante todo una cara artificial que recubre el rostro del portador; pero en muchos casos –en el teatro chino, por ejemplo, o entre los pieles rojos –una simple pintura de la cara tiene la misma función y eficacia. Normalmente se completa la máscara con un revestimiento u ornamento de todo el cuerpo; además, el uso ritual de la máscara se acompaña las más de las veces de danza sagrada, cuyos gestos simbólicos y ritmo tienen el mismo objeto que la máscara: el de actualizar una presencia suprahumana.

La máscara sagrada no siempre sugiere una presencia angélica o divina, puede igualmente ser expresión y soporte de una presencia “asúrica” o demoníaca, sin que ello implique necesariamente una desviación, pues esa presencia en sí maléfica puede ser dominada por una influencia superior y captada con fin expiatorio, como ocurre con ciertos ritos lamaístas.

Mencionemos también, como ejemplo bien concreto, el combate del Barong y la bruja Rangda en el teatro sagrado balinés: el Barong, que tiene forma de un león fantástico, y que es comúnmente considerado el genio protector de la aldea, es en realidad el león solar, símbolo de la luz divina, lo que expresan sus ornamentos dorados; ha de hacer frente a la bruja Rangda, personificación de las fuerzas tenebrosas. Ambas máscaras son soportes de influencia sutiles que se comunican a todos cuantos participan en el drama; entre ellos tiene lugar un combate real. En cierto momento, unos jóvenes en trance se arrojan contra la bruja Rangda para acuchillarla; pero el poder mágico de la máscara les fuerza a volver sus kriss contra sí mismos; al final, el Barong ahuyenta a la bruja Rangda. Ésta es en realidad una forma de la diosa Kali, el poder divino considerado en su función destructiva y transformante, y en virtud de esa naturaleza implícitamente divina de la máscara su portador puede asumirla impunemente.

La máscara grotesca existe a muchos niveles diferentes. Por lo general tiene una virtud “apotropeica”, pues al revelar la verdadera naturaleza de ciertas influencias nefastas, se las pone en fuga. La máscara “objetiviza” tendencias o fuerzas que son tanto más peligrosas cuanto que permanecen vagas e inconscientes; les propone su propia cara fea y despreciable a fin de desarmarlas. 7 Su efecto, pues, es psicológico pero sobrepasa el plano de la psicología corriente, ya que la propia forma de la máscara y su eficacia casi mágica depende de una ciencia de las tendencias cósmicas.

La máscara “apotropeica” ha sido transpuesta a menudo en la decoración escultural de los templos. Cuando su carácter a la vez grotesco y terrorífico es concebido como un aspecto de la fuerza divina destructora, es a su vez una máscara divina. Así es, sin duda, como hay que interpretar el Gorgoneion de los templos griegos arcaicos, y ese es el sentido del Kalamukha, la máscara compuesta que en la arquitectura hindú adorna lo alto de los nichos sagrados.8 

La máscara sagrada toma necesariamente sus formas de la naturaleza, pero nunca es “naturalista”, puesto que su propósito es sugerir un tipo cósmico e intemporal. Logra dicho propósito, bien combinando formas de diferente naturaleza pero análogas entre sí, como formas humanas y animales, o bien éstas y formas puramente geométricas. Su lenguaje formal se dirige mucho menos a menudo a la sensibilidad emotiva de lo que estaríamos tentados de creer: las máscaras rituales de los esquimales, por ejemplo, de los indios de la costa del noroeste americano o las de ciertas tribus negras, sólo son inteligibles para el que conoce todas sus referencias simbólicas. Lo mismo puede decirse de las máscaras del teatro sagrado hindú: la máscara de Krishna, tal como se la muestra en la India del sur, no es sino un conjunto de metáforas.

A propósito de las máscaras de forma animal, haremos las observaciones siguientes: el animal es de suyo una máscara de Dios; lo que nos mira por su rostro no es tanto el individuo como el genio de la especie, el tipo cósmico, que corresponde a una función divina. También se podría decir que en el animal, las diferentes fuerzas o elementos de la naturaleza asumen la forma de la máscara: el agua se “personifica” en el pez, el aire en el pájaro; en el búfalo o el bisonte la tierra se manifiesta en su aspecto generoso y fértil, y en el oso muestra su cara oscura. Ahora bien, las fuerzas de la naturaleza son funciones divinas.

No obstante, las danzas con máscaras de formas animales pueden tener un fin práctico, el de conciliarse al genio de la especie de la caza. Es esta una acción mágica pero que muy bien puede integrarse en una visión espiritual de las cosas. Puesto que los lazos sutiles entre el hombre y su ambiente natural existen, cabe hacer uso de ellos como se utilizan fuerzas físicas. Lo que importa desde el punto de vista espiritual, es la conciencia de la jerarquía real de las cosas. Claro que el uso ritual de la máscara puede degenerar en una magia pura y simple, pero tal caso es más raro de lo que comúnmente se cree.

Entre los bantúes, como entre otros pueblos africanos, la máscara sagrada por excelencia representa el animal totem, que es considerado el ascendiente remoto de la tribu. No se trata, evidentemente, del ascendiente natural, sino del tipo intemporal del que los antepasados remotos recibieron su autoridad espiritual. El animal máscara, pues, es un animal supraterrestre, lo cual se expresa en su forma medio animal, medio geométrica. 9 Del mismo modo, las máscaras antropomorfas de “ascendientes” no evocan simplemente a un individuo; representan el tipo o la función cósmica cuya manifestación humana era el antepasado: en pueblos en los que la filiación espiritual coincide prácticamente con una descendencia ancestral, el antepasado que está en el origen de esa descendencia asume necesariamente un papel de héroe solar, de naturaleza medio humana, medio divina.

En cierto sentido, es el sol la máscara divina por excelencia. Porque es como una máscara ante la luz divina, que cegaría y quemaría los seres terrestres si fuese quitada. Ahora bien, el león es el animal solar, y la máscara en forma de cabeza de león es una imagen del sol. Esta misma máscara se encuentra aplicada a fuentes, en las cuales el chorro de agua que de ellas brota simboliza la vida que proviene del sol.

La costumbre de cubrir con una máscara la cara de un muerte no era exclusivamente propia de los antiguos egipcios; el sentido primero de tal costumbre debía de ser, no obstante, el mismo en todas partes: por su forma simbólica –a veces semejante al sol10 - esta máscara representaba el prototipo espiritual en el que se consideraba que el muerto se integraba. Generalmente se considera la máscara que recubre la cara de las momias egipcias como el retrato estilizado del difunto, pero eso no es cierto más que en parte, aunque dicha máscara, hacia el final del antiguo mundo egipcio y bajo la influencia del arte grecorromano, se convierta en un verdadero retrato funerario. Antes de tal decadencia, es una máscara que no muestra al difunto tal cual era, sino tal como ha de llegar a ser; es un rostro humano que se acerca en cierto modo a la forma inmutable y luminosa de los astros. Pues bien, esta máscara desempeña un papel determinado en la evolución póstuma del alma: según la doctrina egipcia, la modalidad sutil inferior del hombre, al que los hebreos denominan el “aliento de los huesos” 11 y que normalmente se disuelve después de la muerte, puede ser retenido y fijado por la forma sagrada de la momia. Esa forma –o esa máscara- desempeñará, pues, con respecto a ese conjunto de fuerzas sutiles difusas y centrífugas, el papel de principio formador: sublimará ese “aliento” y lo fijará, haciendo de él como un vínculo entre este mundo y el alma misma del difunto, un puente por el que los encantamientos y ofrendas de los supervivientes alcanzarán el alma, y por el que podrá llegarles su bendición.

Esta fijación del “aliento de los huesos”, por lo demás, se produce espontáneamente a la muerte de un santo, y eso es lo que hace de una reliquia lo que ésta es: en un santo, la modalidad psíquica inferior o conciencia corporal, ha sido ya transformada cuando él vivía; se ha convertido en vehículo de una presencia espiritual que fijará a las reliquias y a la tumba del santo personaje.  
Es probable que al principio los egipcios no consagrasen sino las momias de hombres de alta dignidad espiritual, pues no sin peligro se puede retener la modalidad psicofísica de cualquiera. Mientras el marco tradicional permanecía intacto, tal peligro podía neutralizarse; sólo se manifestará cuando hombres de una civilización completamente diferente y, por encima de todo, ignorantes de las realidades sutiles, rompan los sellos de las tumbas.
* * *
La estilización típica del rostro humano se encuentra en las máscaras del Nô, el teatro ritual japonés, con una intención a la vez psicológica y espiritual: cada tipo de máscara muestra una cierta tendencia del alma, a la que pone al descubierto, en lo que tiene de fatal o generoso; así, la representación de las máscaras es la de los gunas, las tendencias cósmicas, en el alma.
La diferenciación de los tipos, en el Nô, se obtiene por medio muy sutiles: cuanto más latente e inmóvil sea la expresión de una máscara, más viva será en la representación; cada gesto del actor la hará hablar, cada movimiento, arrojando luz sobre los rasgos, revelará un nuevo aspecto de la máscara; es como una súbita visión de una profundidad o un abismo del alma.
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1

Especialmente entre los musulmanes de Java y África negra. La máscara existe también entre los bereberes del África del Norte, donde toma un carácter carnavalesco.

2

En los pueblos germánicos se encuentra la máscara grotesca –de carácter “apotropeico”, utilizada sobre todo durante las mascaradas solsticiales- y la feérica, al igual que la heroica, que también existe en el folklore español.

3

Se ha hecho derivar persona de personare, “sonar a través” –siendo literalmente la máscara, portavoz de la Esencia cósmica que se manifiesta por ella-, pero esta etimología parece ser dudosa, conforme a Littré, por razones fonéticas; no deja de tener, aún en ese caso, cierto valor desde el punto de vista de las coincidencias significativas –las cuales no son precisamente “azares”- en el sentido del nirukta hindú.

4

Pensamos en el hecho de que un dios secundario puede “usurpar” ocasionalmente el papel supremo.

5

En el esoterismo musulmán, por ejemplo, los dioses múltiples de los politeístas suelen compararse a nombres divinos; el paganismo, o el politeísmo en el sentido restrictivo del término, corresponden entonces a una confusión entre el “nombre” y lo “nombrado”.

6

Lo mismo sucede con la concepción de la máscara en la mayoría de los pueblos africanos: el escultor de una máscara sagrada ha de someterse a una cierta ascesis. Cf., Jean-Louis Bédouin, Les Masques (Les Presses Universitaires, París, 1961).


7

Las máscaras terapéuticas de los iroqueses –llamadas False Faces, “falsas caras”- son un ejemplo bien conocido y típico de la función de que se trata; por otra parte, recuerdan extrañamente ciertas máscaras populares de los países alpinos.

8

Cf. Ananda K. Coomaraswamy: The Face of Glory, y también nuestro libro Principes et Méthodes de l’Art sacré, p. 55.

9

Quizá las imágenes egipcias de los dioses con cuerpo de hombre y cabeza de animal deriven del uso ritual de la máscara. Dichos dioses corresponden a ángeles; pues bien, según Santo Tomás, cada ángel ocupa el grado de una especie entera.

10
Jean-Louis Bédouin, ob. Cit., p. 89 ss.

11

Cf. René Guénon, L’Erreur spirite, cap. VII.

EL AJEDREZ

EL AJEDREZ

Se sabe que el juego del ajedrez es originario de la India. Fue transmitido al Occidente medieval por medio de los persas y los árabes, como lo atestigua, entre otras cosas, la expresión de “jaque mate” (en alemán: Schachmatt; en francés: échec et mat), que deriva del persa shâh: “rey” y el árabe mât: “ha muerto”. En la época del Renacimiento se cambiaron algunas reglas: la “reina” 12 y los dos “alfiles” 13 recibieron mayor movilidad; desde entonces el juego adquirió un carácter más abstracto y matemático; se alejó de su modelo concreto, la estrategia, sin perder, no obstante, los rasgos esenciales de su simbolismo. El antiguo modelo estratégico sigue siendo evidente en la posición inicial de las figuras; en ella se reconocen los dos ejércitos colocados según el orden de batalla usado en el Oriente antiguo, la tropa ligera, representada por los peones, forma la primera línea; el grueso del ejército lo constituye la tropa pesada, carros de guerra (“torres”), caballeros (“caballos”) y elefantes de combate (“alfiles”); el “rey” con su “dama” o “consejero” permanecen en el centro de las tropas.
La forma del tablero corresponde al tipo “clásico” del Vâstumandala, el diagrama que también constituye el trazado fundamental de un templo o ciudad. Ya hemos visto 14 que dicho diagrama simboliza la existencia concebida como “campo de acción” de las fuerzas divinas. En su significado más universal, el combate figurado por el juego del ajedrez representa, por consiguiente, el de los devas con los asûras, los “dioses” con los “titanes”, o los “ángeles” 15 con los “demonios”, derivándose de éste todos los demás significados del juego.
La descripción más antigua que del juego de ajedrez poseemos se encuentra en “Las Praderas de Oro” del historiador árabe al-Mas’ûdî, que vivió en el siglo IX en Bagdad.
Al-Mas’ûdî atribuye la invención –o la codificación- del juego a un rey hindú, “Balhit”, descendiente de “Barahman”. Hay en ello una confusión evidente entre una casta, la de los Brahmanes, y una dinastía; pero que el ajedrez es de origen brahmánico, lo prueba el carácter eminentemente sacerdotal del diagrama de 8 x 8 cuadrados (ashtâpada). Por otra parte, el simbolismo guerrero del juego va dirigido a los Kshatriyas, casta de príncipes y nobles, como indica, además, el propio al-Mas’ûdî cuando escribe que los hindúes consideraban el juego del ajedrez (shatranj, del sánscrito chaturanga 16 como una “escuela de gobierno y defensa”.
El rey Balhit debió de componer un libro sobre este juego, del que “hizo una especie de alegoría de los cuerpos celestes, como los planetas y los doce signos del zodíaco, consagrando cada pieza a un astro …”. Hagamos notar que los hindúes cuentan ocho planetas: el sol, la luna, los cinco planetas visibles a simple vista y Râhu, “el astro oscuro” de los eclipses17 ; cada uno de estos “planetas” sigue una de las ocho direcciones del espacio. “Los indios –prosigue al-Mas’ûdî- dan un sentido misterioso al redoblamiento, es decir, a la progresión geométrica efectuada en las casillas del tablero; establecen una relación entre la causa primera, que domina todas las esferas y a la que todo conduce, y la suma del cuadrado de las casillas del tablero …”. Aquí, el autor probablemente sufre una confusión entre el simbolismo cíclico implicado en el ashtâpada y la famosa leyenda según la cual el inventor del juego pidió al monarca que llenara las casillas de su tablero con granos de trigo, colocando un solo grano en la primera, dos en la siguiente, cuatro en la tercera y así sucesivamente, hasta la casilla 64, lo que da la suma de 18.446.744.073.709.551.616 granos. El simbolismo cíclico del tablero de ajedrez reside en el hecho de que expresa el despliegue del espacio según el cuaternario y el octonario de las direcciones principales (4x4x4 = 8x8), y de que sintetiza, en forma “cristalina”, los dos grandes ciclos complementarios del sol y de la luna: el duodenario del zodíaco y las 28 mansiones lunares18 ; por otra parte, el número 64, suma de las casillas del tablero, es submúltiplo del número cíclico fundamental 25920, que mide la precesión de los equinoccios. Ya hemos visto que cada fase de un ciclo, “fijada” en el esquema de 8 x 8 cuadrados, está regida por un astro y simboliza al mismo tiempo un aspecto divino, personificado por un deva. 19 Así es como este mandala simboliza a la vez el cosmos visible, el mundo del Espíritu y la Divinidad en Sus múltiples aspectos. Al-Mas’ûdî tiene razón, pues, al decir que los indios explican “por cálculos” basados en el tablero “la marcha del tiempo y los ciclos, las influencias superiores que se ejercen sobre este mundo, y los lazos que las vinculan al alma humana …”.
El simbolismo cíclico del tablero de ajedrez era conocido por el rey Alfonso X el Sabio, el célebre trovador de Castilla, que compuso en 1283 sus Libros de Acedrex, obra que toma mucho de las fuentes orientales. 20 Alfonso X el Sabio también describe una antiquísima variante del ajedrez, el “juego de las cuatro estaciones”, que se desarrolla entre cuatro jugadores de modo que las piezas, dispuestas en las cuatro esquinas del tablero, avanzan según un sentido rotatorio análogo a la marcha del sol. Las 4 x 8 piezas han de tener los colores verde, rojo, negro y blanco; corresponden a los cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua, y a los cuatro “humores” orgánicos.
El movimiento de los cuatro campos simboliza la transformación cíclica. 21 Este juego, que se asemeja extrañamente a ciertos ritos y danzas “solares” de los indios de América del Norte, hace resaltar el principio fundamental del tablero.
Éste puede ser considerado como un despliegue de un esquema formado por cuatro cuadrados alternativamente negros y blancos y, en sí, constituye un mandala de Shiva, Dios en su aspecto de transformador: el ritmo cuaternario, del que este mandala es como la “coagulación” espacial, expresa el principio del tiempo. Los cuatro cuadrados, dispuestos alrededor de un centro no manifestado, simbolizan las fases cardinales de todo ciclo. La alternación de casillas blancas y negras, en este esquema elemental del tablero, 22 revela su significado cíclico 23 y hace de él el equivalente rectangular del símbolo extremo-oriental del ying-yang. Es una imagen del mundo en su dualismo fundamental.24 

Si el mundo sensible, en su expansión íntegra, resulta en cierto modo de la multiplicación de las cualidades inherentes al espacio por las del tiempo, el Vâstu-mandala deriva de la división del tiempo por el espacio: se recordará la génesis del Vâstu-mandala a partir del ciclo celeste indefinido, siendo éste dividido por los ejes cardinales y luego “cristalizados” en su forma rectangular. 25 El mandala, pues, es el reflejo invertido de la síntesis principal del espacio y del tiempo, y en ello radica su alcance ontológico.
Por otro lado, el mundo está tejido de tres cualidades fundamentales o gunas26 , y el mandala representa este tejer de manera esquemática, en conformidad con las direcciones cardinales del espacio. La analogía entre el Vâstu-mandala y el tejer es puesta de manifiesto por la alternación de los colores que recuerda un tejido cuya cadena y trama son alternativamente aparentes u ocultas.
La alternación del blanco y el negro corresponde además a los dos aspectos, principalmente complementarios pero prácticamente opuestos, del mandala: por una parte, éste es un Purushamandala, es decir, un símbolo del Espíritu universal (Purusha) en cuanto síntesis inmutable y trascendente del cosmos; por otra parte, es un símbolo de la existencia (Vâstu) considerada como soporte pasivo de las manifestaciones divinas. La cualidad geométrica del símbolo expresa el Espíritu, y su extensión puramente cuantitativa, la existencia. Del mismo modo su inmutabilidad ideal es “espíritu”, y su coagulación limitativa es “existencia” o materia; en la polaridad considerada, esta última no es la materia prima, virgen y generosa, sino la materia secunda, tenebrosa y caótica, raíz del dualismo existencial. Recordemos aquí 27 el mito según el cual el Vâstumandala representa un asûra, personificación de la existencia bruta: los devas han vencido a este demonio, y han establecido sus “moradas” sobre el cuerpo tendido de su víctima; así, le imprimen su “forma”, pero es él quien los manifiesta.28 
Este doble sentido que caracteriza al Vâstu-Purusha-mandala, y que, por lo demás, se encuentra de manera más o menos explícita en todo símbolo, será como actualizado por el combate que el juego del ajedrez representa. Tal combate, decíamos, es esencialmente el de los devas y los asûras, que se disputan el tablero del mundo. Aquí es donde el simbolismo del blanco y el negro, contenido ya en la alternancia de las casillas del tablero, adquiere todo su valor: el ejército blanco es el de la luz, el negro es el de las tinieblas. En un orden relativo, la batalla figurada en el tablero representa, bien la de dos ejércitos terrenales, cada uno de los cuales combate en nombre de un principio, 29 bien la del espíritu y las tinieblas en el hombre: son esas las dos formas de “guerra santa”: la “pequeña guerra santa” y la “gran guerra santa”, según una expresión del Profeta. Se advertirá el parentesco del simbolismo implicado en el juego del ajedrez con el tema de la Bhagavad-Gîtâ, libro que igualmente se dirige a los kshatriyas.
Si se traspone el significado de las diferentes piezas del juego en el orden espiritual, el rey será el corazón o espíritu y las demás figuras serán como las diversas facultades del alma. Sus movimientos, además, corresponden a diferentes maneras de realizar las posibilidades cósmicas representadas por el tablero: hay el movimiento axial de las “torres” o carros de combate, el movimiento diagonal de los “alfiles” o elefantes, que siguen un solo color, y el movimiento complejo de los caballos. La marcha axial, que “corta” de través los diversos “colores”, es lógica y viril, mientras que la marcha diagonal corresponde a una continuidad “existencial” y, por lo tanto, femenina. El salto de los caballos corresponde a la intuición.
Lo que más fascina al hombre de casta noble y guerrera es la relación entre voluntad y destino. Pues bien, es exactamente eso lo que el juego de ajedrez ilustra, precisamente porque sus encadenamientos son siempre inteligibles, sin ser limitados en su variación. Alfonso X el Sabio, en su libro sobre el ajedrez, cuenta que un rey de la India quiso saber si el mundo obedecía a la inteligencia o a la suerte. Dos sabios, sus consejeros, dieron respuestas contrarias, y para probar sus tesis respectivas uno de ellos tomó como ejemplo el ajedrez, en el que la inteligencia prevalece sobre el azar, mientras que el otro trajo unos dados, imagen de la fatalidad. 30 Al-Mas’ûdî escribe también que el rey “Balhit”, que posiblemente, pues, había codificado el juego del ajedrez, lo prefería al nerd, un juego de azar, porque en el primero, “la inteligencia siempre prevalece sobre la ignorancia”.

En cada fase del juego, el jugador es libre de elegir entre varias posibilidades, pero cada movimiento traerá consigo una serie de consecuencias ineluctables, de modo que la necesidad delimita la libre elección cada vez más, apareciendo el final del juego no como fruto del azar, sino como resultado de leyes rigurosas.
Se revela aquí no sólo la relación entre voluntad y destino, sino también entre libertad y conocimiento: a menos que haya una inadvertencia del adversario, el jugador salvaguardará su libertad de acción sólo en la medida en que sus decisiones coincidan con la naturaleza del juego, es decir, con las posibilidades que éste implica. Dicho de otro modo; la libertad de acción es aquí solidaria de la previsión, del conocimiento de las posibilidades; inversamente, el impulso ciego, por libre y espontáneo que parezca en el primer momento, se revela a fin de cuentas como una nolibertad.
El “arte regia” es gobernar el mundo –exterior o interior- en conformidad con sus propias leyes. Esta arte supone la sabiduría, que es el conocimiento de las posibilidades; ahora bien, todas las posibilidades están contenidas, de manera sintética, en el Espíritu universal y divino. La verdadera sabiduría es la identificación más o menos perfecta con el Espíritu (Purusha), siendo simbolizado éste por la cualidad geométrica 31 del tablero, “sello” de la unidad esencial de las posibilidades cósmicas. El Espíritu es la Verdad; por Ella es libre el hombre; fuera de ella, es esclavo de su destino. Ésa es la enseñanza del juego del ajedrez; el kshatriya que se entrega a él no encuentra tan sólo un pasatiempo, sino también, en la medida de su capacidad intelectual, un soporte especulativo, una vía que conduce de la acción a la contemplación.
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12

En el ajedrez oriental, esta pieza no es una “reina”, sino un “consejero” o “ministro” del rey (en árabe mudabbi o wezir, en persa fersan o fars). La denominación “reina”, en el juego occidental, parece deberse a una confusión entre el término persa fersan, que en castellano se convirtió en alferza, y el antiguo francés fierce o fierge, “virgen”. Sea lo que fuere, la atribución de tan predominante papel a la “dama” del rey bien corresponde a la mentalidad caballeresca. Es significativo, por lo demás, que el ajedrez haya sido transmitido a Occidente por la corriente arabo-persa, que también transmitió el arte heráldico y las principales reglas de la caballería.

13

Al principio, esta pieza era un elefante (en árabe al-fil) que llevaba una torre fortificada. La representación esquemática de una cabeza de elefante, en manuscritos medievales, pudo ser tomada por un birrete de bufón o una mitra: en francés la pieza se llama fou, “bufón”, y en inglés bishop, “obispo”; en alemán se le llama Lâufer, “corredor”.

14

[Nota del trad.: El autor se refiere varias veces a lo largo de este capítulo a artículos suyos, publicados anteriormente en la revista Etudes Traditionnelles, titulados Le Temple, corps de l’Homme divin, y La Génèse du Temple hindou, suponiéndolos accesibles a sus lectores. Como no es éste el caso del lector español, incluimos cada vez los extractos que hemos creído necesarios para la mejor comprensión del texto.]

“… sin el “sello” que el Espíritu divino imprime en la “materia”, ésta no tendría forma inteligible, y sin la “materia” que recibe el “sello” divino y, por decirlo así, lo delimita, ninguna manifestación sería posible. Según el Brihat-Samhita (LII, 2-3), había antaño, en el comienzo del presente manvantara, una “cosa” indefinible e ininteligible, que “obstruía cielo y tierra”; viendo esto, los devas la tomaron súbitamente, la echaron en tierra, boca abajo, y se establecieron sobre ella en la posición que tenían cuando la tomaron; Brahmâ la llenó de devas (nota: es la transformación del caos en cosmos, el fiat lux, por el que la tierra “informe y vacía” será llenada de reflejos divinos) y la llamó Vâstu-purusha” (t. Burkhardt, La Génèse du Temple hindou, en Etudes Traditionnelles, 1953.)

15

Los devas de la mitología hindú son análogos a los ángeles de las tradiciones monoteístas; sabido es que cada ángel corresponde a una función divina.

16

La palabra tchaturanga designa el ejército hindú tradicional, compuesto de cuatro angas = elefantes, caballos, carros y soldados.

17

La cosmología hindú siempre tiene en cuenta el principio de inversión y excepción, que dimana del carácter “ambiguo” de la manifestación: la naturaleza de los astros es luminosidad, pero como éstos no son la Luz misma, ha de haber también un astro oscuro.

18

“… el “campo” central del mandala representa el Brahmâsthana, la “estación” de Brahmâ; en el mandala de 64 cuadrados ocupa los cuatro cuadrados centrales … Los cuadrados situados alrededor del Brahmâsthana … son asignados a las doce divinidades solares …, el borde de 28 casillas corresponde a 28 mansiones lunares”. T. Burckhardt, cit. (nota del trad.)

19

Algunos textos budistas describen el universo como una tabla de 8 x 8 cuadrados, fijados por cuerdas de oro; estos cuadrados corresponden a los 64 kalpas del budismo (cf. Saddharma Pundarîka, Burnouf, Lotus de la bonne Loi, p.148). En el Râmayâna, la ciudad inexpugnable de los dioses, Ayodhya, es descrita como un cuadrado con ocho compartimentos por lado. Mencionemos también, en la tradición china, los 64 signos que se derivan de los ocho trigramas comentados en el I King. Estos 64 signos suelen estar dispuestos de manera que correspondan a las ocho regiones del espacio. Ahí también se encuentra, pues, la idea de una división cuaternaria y octonaria del espacio, que resume todos los aspectos del universo.

20

En 1254, San Luis había prohibido el ajedrez a sus súbditos. Es que apuntaba a las pasiones que el juego podía desencadenar, tanto más cuanto que se lo combinaba normalmente con el uso de dados.

21

Esta variante del ajedrez se describe en el Bhawishya Purana. Alfonso el Sabio habla también de un “gran juego de ajedrez” que se juega en un tablero de 12 x 12 casillas y cuyas piezas representan animales mitológicos; lo atribuye a los sabios de la India.

22

Dado que el tablero chino, que también es originario de la India, no cuenta con la alternancia de los dos colores, es de creer que este elemento viene de Persia; permanece fiel al simbolismo original del tablero de ajedrez.

23

También hace de él un símbolo de la analogía inversa; la primavera y el otoño, la mañana y la tarde, son inversamente análogos. De manera general la alternación de blanco y negro corresponde al ritmo de día y noche, de vida y muerte, de manifestación y reabsorción en lo no manifestado.

24

Por esta razón, el tipo de Vâstu-mandala de casillas impares no pudo servir de tablero: el “campo de batalla”, que éste representa, no puede tener centro manifestado, pues debería situarse simbólicamente fuera de las oposiciones.

25

“… en el lugar elegido para la construcción del templo, se erige “un pilar” y se traza un círculo alrededor a guisa de gnomon: la sombra del pilar proyectada en el círculo indicará, por sus posiciones extremas de la mañana y la tarde, dos puntos unidos por el eje este-oeste (figs. 1 y 2). Alrededor de estos mismos puntos se trazan a continuación, con un compás hecho de una cuerda, círculos gemelos que se entrecortan en forma de “pez”, que marcará el eje norte-sur (fig. 2)”.

Otros círculos, centrados en cuatro puntos de los ejes obtenidos, permitirán fijar, por sus intersecciones, las cuatro esquinas de un cuadrado; éste se presenta, así, como la “cuadratura” del ciclo solar, cuya imagen directa es el círculo del gnomon (fig. 3).

Este rito de la orientación es de un alcance universal. Sabemos que fue practicado en las más diversas civilizaciones: antiguos libros chinos la mencionan, y Vitruvio nos enseña que de esta manera establecían los romanos el cardo y el decumanus de sus ciudades … Se habrá observado que las tres fases de este rito corresponden a tres figuras geométricas fundamentales: el círculo, imagen del ciclo solar, la cruz de los ejes cardinales, y el cuadrado que de ellos resulta. Son los símbolos de la gran tríada extremo-oriental Cielo-Hombre-Tierra, siendo el Hombre (fig. 4) en esta jerarquía, el intermediario entre el Cielo y la Tierra, principio activo y principio pasivo, exactamente igual que la cruz de los ejes cardinales es el intermediario entre el ciclo ilimitado del cielo y el cuadrado terrestre” (T. Burckhardt:, Le Temple, corps de l’Homme divin en Etudes Traditionnelles, 1951) (Nota del trad.)

26

Cf. René Guénon, Le Symbolisme de la Croix.

27

(nota del trad.) Véase nota 3.

28

El mandala de 8 x 8 cuadrados también es llamado Mandûka, “la rana”, por alusión a la Gran Rana (maha-mandûka) que sostiene todo el universo y es símbolo de la materia indiferenciada y oscura.

29

En una guerra santa, es posible que cada uno de los dos adversarios, legítimamente, pueda considerarse como protagonista de la Luz que combate las tinieblas. Es otra consecuencia del doble sentido de todo símbolo: lo que para uno es expresión del Espíritu, puede ser imagen de la “materia” tenebrosa para el otro.

30

El mandala del tablero de ajedrez por una parte, y el dado por otra, representan dos símbolos diversos y complementarios del cosmos.

31

Recordemos que el Espíritu, o el Verbo, es la “forma de las formas”, es decir, el principio formal del universo.





LA JERUSALEM CELESTIAL

LA JERUSALÉN CELESTIAL
La ciudad celestial es representada como vista desde arriba. Así se pudo mostrar las doce puertas de la ciudad, tres en cada una de las cuatro direcciones del espacio. Al oriente, tres puertas; al norte, tres puertas; al mediodía, tres puertas, y al occidente, tres puertas (Apocalipsis 21:13). La ciudad está dispuesta en cuadrado, y su longitud es igual a su anchura. Es la cuadratura del ciclo celeste, sus doce puertas  corresponden a los doce meses del año. La medida de 12.000 estadios, que el texto atribuye al contorno de la ciudad recuerda el “gran año” de los persas, que corresponde aproximadamente a la duración de la precesión y, más exactamente, a la “inversión” de los puntos equinocciales (12.960 años). Se sabe que la precesión de los equinoccios, según el antiguo sistema del mundo, representa la “medida-límite” del tiempo. 
En cada una de las puertas de la ciudad celestial está representado uno de los doce apóstoles. Tenemos en la India un dibujo que reproducía el “mándala” del Paraíso de “Vaikunta”, la morada celestial de “Vishnú”, así como un extracto del “Skanda Purana” que a él se refería. El paralelismo con la imagen de la Jerusalén celestial es impresionante; y aún es más explícito cuando se comparan los texto sagrados correspondientes. 
La morada divina de “Vaikunta”, igual que la Jerusalén celestial, posee doce puertas repartidas según las cuatro direcciones del espacio. El “mándala” representa esta disposicíón según la misma perspectiva que rige nuestra imagen de la Jerusalén celestial. Una cosa distingue las dos imágenes: mientras que en el centro de la Jerusalén celestial se yergue el Cordero, el de Vaikunta está ocupado por el Árbol de la Vida. Pero esta diferencia sólo es aparente; se debe a la economía gráfica, pues el Apocalipsis también habla del Árbol de la Vida en medio de la ciudad celestial: “En medio de la plaza dela ciudad y en las dos orillas del río se encuentra el árbol de la vida, que da doce cosechas, produciendo sus frutos cada mes….” (Apocalipsis. 22:2). El artista hubiera tendió dificultades para colocar a la vez el árbol y el cordero en el centro de la ciudad. 
El campo central del “mandala de Vaikunta” está dividido en cuadrados; según el texto del “Purana”, debería tener 12 X 12 compartimentos. La misma división de la “plaza de la ciudad” en 12 X 12 cuadrados se encuentra en algunos de los más antiguos manuscritos de la obra del Beato de Liébana. El producto de 12 X 12 es 144; ésa es la medida de la muralla de ciudad celestial, tal como está descrita en el Apocalipsis, y este número es, por otro lado, submúltiplo de 25.920, número delos años que dura la precesión completa de los equinoccios 144 X 180 = 25.920.
Los cuatro ángulos del Vaikunta-mandala representan santuarios secundarios; estos están divididos en 16 compartimentos cada uno, lo que hace la suma total de 64 cuadrados, número dela perfección cósmica. Además es el número de los compartimentos del tablero de ajedrez, del “astapâda”, que es un mandala del cosmos. 
Las puertas del Vaikunta, como las de la Jerusalén celestial están ornadas con doce círculos; probablemente, éstos indican los doce guardianes o “Pratiharinis”, que encarnan doce cualidades espirituales o divinas; estas cualidades corresponden a los doce ángeles de la Jerusalén celestial, así como a las doce piedras preciosas, cuya naturaleza es la incorruptibilidad y la luminosidad. Son las ventanas del piso superior de Vaikunta lo que está hecho de perlas. 
La sala sagrada (mandapa) de Vaikunta, igual que la Jerusalén celestia, está construida de cristal y oro, de piedras preciosas y perlas. Ambas moradas son luminosas por sí mismas: según el “Skanda Purana”, “en ella no lucen ni el sol, ni la luna, ni las estrellas”; según el Apocalipsis, “la ciudad no tiene necesidad ni del sol ni de la luna para que la iluminen pues la gloria De Dios la ilumina, y el Cordero es su antorcha” (Apocalipsis 21:23). 
En la cúspide del tejado de Vaikunta se encuentra un vaso lleno de Leche de inmortalidad. Este símbolo no tiene analogía directa en la descripción de la Jerusalén celestial; pero sí recuerda el simbolismo del Santo Grial. 
“Tal es la morada de “Nârâyana”, que está más allá del mundo cambiante e incluso más allá de lo que no cambia. 
Adoro a ese “Purushottama”, que en los tres mundos es el más difícil de alcanzar”.