jueves, 29 de septiembre de 2022

LA KABALA I

CABALÍSTICA

Se ha escrito mucho sobre la exégesis alegórica de Filón de Alejandría y sus supuestos básicos. No encontramos con paralelos sorprendentes al intentar discutir las concepciones específicas de los cabalistas sobre el sentido de la Torá en relación con algunos pasajes de Filón. Hay una gran afinidad estructural y de identidad de las concepciones de Filón y de los cabalistas. Se pueden estudiar como dos líneas de despliegue absolutamente legítimas de la visión auténticamente rabínica sobre la esencia de la Torá. Sin embargo, este paralelismo no se remonta a los contactos y filiaciones históricas entre Filón y los cabalistas de la Edad Media. 
El conjunto, o por lo menos la parte más esencial de las especulaciones y doctrinas cabalísticas, se refiere a la esfera de las emanaciones divinas o sefirot, en las cuales se despliega la fuerza creadora de Dios. Independientemente de los caminos por los que los cabalistas hayan tratado de describir esta esfera --y han sido muchos a lo largo de toda la historia de la especulación cabalística--, siempre es esta esfera el unto al que se dirige ante todo su intuición y el que describen en lenguaje simbólico, ya que no es accesible de forma directa al espíritu humano. Dios, en la medida en que se puede decir que se revela, lo hace por mediación y despliegue de esta potencia creadora que le es propia. El Dios del que habla la religión es concebido siempre bajo uno o varios de tales aspectos de su ser, en los que los cabalistas veían los diferentes grados del proceso de la emanación divina. Este mundo es el que ellos consideran como el de los sefirot, y a abarca lo que los filósofos y teólogos han llamado el mundo de los atributos divinos, pero al que los místicos interpretaron como la vida divina misma en tanto que tendente a la creación. La dinámica oculta de esta vida fascina a los cabalistas, que la encuentran reflejada en cualquier sector de la creación. Sin embargo, esta vida no es en sí misma algo separado de la divinidad, subordinado a ella; más bien se trata de la revelación de aquella oscura raíz de la que nada se puede predicar --ya que nunca se manifiesta ni aun simbólicamente-- y a la que los cabalistas llamaban el En-sof "lo infinito". Pero esta raíz oculta y las emanaciones divinas son una y la misma cosa.
El proceso descrito por los cabalistas como la emanación de la energía y de la luz divinas puede ser considerado co el mismo derecho como un proceso en el que se despliega el lenguaje divino. De ahí nace un paralelismo fundamental entre los dos tipos más importantes de simbolística que los cabalistas han elegido para representar sus propias concepciones. Hablan de atributos y de esferas de luz, pero en el mismo sentido hablan también de nombres divinos y de las letras de las que éstos se componen. Estas dos maneras de hablar se encuentran ya juntas en las primeras doctrinas cabalísticas. El mundo secreto de la divinidad es un mundo de lenguaje, un mundo de nombres divinos que se despliegan según sus propias leyes. Los elementos del lenguaje divino aparecen como las letras de la Sagrada Escritura. Las letras y los nombres no son sólo medios convencionales de comunicación. Son más que esto. Cada uno de ellos representa una concentración de energía y expresa una variedad de sentido que es absolutamente imposible de traducir, al menos exhaustivamente, el lenguaje humano. Existe una discrepancia clara entre estos dos tipos de descripción. Cuando los cabalistas hablan de atributos divinos y de sefirot, describen este mundo oculto bajo diez aspectos; pero si, por el contrario, hablan de nombres y letras divinas, entonces tienen que echar mano necesariamente a las veintidós letras consonantes del alfabeto hebreo con las que está escrita al Torá, esto es, en las cuales su esencia obscura --según su opinión-- se ha hecho comunicable. Pero lo que tiene importancia es la analogía que de este modo se hace patente entre creación y revelación. El proceso de creación, que avanza gradualmente y se refleja en los mundos extradivinos y --por supuesto- igualmente en la naturaleza, no es de ninguna manera diferente del proceso que encuentra su expresión en las palabras divinas y en los documentos de la revelación en los que dicha lengua divina se ha condensado. 
El sentido de la Torá está en relación necesaria con los supuestos que aceptemos sobre su esencia divina. Los cabalistas no parten del concepto de sentido comunicable. Naturalmente, la Torá significa algo para nosotros. Nos aporta una comunicación en lenguaje humano. Pero esto no es sino el más exterior de los diferentes aspectos bajo los cuales puede ser considerada. 
Tres son los principios básicos que desempeñan un papel en las concepciones cabalísticas sobre la naturaleza real de la Torá. No siempre están ligados unos con otros necesariamente, por más que aparezcan a menudo juntos en nuestros textos, y no resulta difícil comprender cómo se los pudo asociar entere sí. Estos son:
  1. Principio del nombre de Dios.
  2. Principio de la Torá como organismo.
  3. Principio de la infinita multiplicidad de sentidos de la Palabra divina.
Históricamente --y también se supone que psicológicamente-- no tienen todos el mismo origen. Al analizar estos principios, será bueno recordar tan importante circunstancia. 

domingo, 25 de septiembre de 2022

PÚRUSHA

PÚRUSHA

Hay en nosotros una enigmática "persona". Está en el habla, la mente y la respiración, tras las pupilas y los tímpanos. La palabra sánscrita purusha significa, en general, "persona" y alude a la forma humana. Reviste gran importancia en algunas cosmogonías recogidas en las Upanishad. La persona primordial es una unidad articulada a partir de la cual, mediante su sacrificio o desmembramiento, se produce la multiplicidad del mundo. Las diferentes partes de su cuerpo pasan a formar las diferentes partes del universo (físico, mental) y social. El sacrificio es el primer principio ordenador del mundo. 
El Purusha garantiza la inmanencia del principio divino en la creación. La unidad se desmiembra y deviene diversidad, y así es como penetra en cada una de sus partes, aunque sin dejar de ser "una". El atman es el recuerdo vivo del origen (como la radiación cósmica de fondo del big bang, que podemos "oír" aquí y ahora, pues se instala en el interior de cada porción de la realidad, haciendo posible que ésta quede conectada a la Unidad primordial.
El gozo de la percepción, la posibilidad de ver y oír (sabias palabras o hermosas melodías), la magia del desdoblamiento del sujeto y el objeto, exige el sacrificio primordial. El desmembramiento del Uno es el único modo, o el mejor de los modos posibles, de "compartirse" y penetrar en cada uno de los seres creados, que ahora (por el miedo a la soledad) son "otros". La condición humana revive (ya sea mediante el sacrificio o la cultura mental) esa situación primordial en la que se prefiere la compañía (con sus alegrías pero también sus penas) a la soledad, aun a costa del sacrificio o desprendimiento de la propia identidad. 

lunes, 5 de septiembre de 2022

LAS UPANISHADS


DOS PÁJAROS EN UN ÁRBOL
La imagen pertenece al Rgveda, pero se tornará en eje central del pensamiento de las Upanishads. Sus ecos recorren la historia de la filosofía sánscrita. La idea es sencilla: hay dos personas en la persona, que no siempre llegan a distinguirse, a darse cuenta de que son dos. El sujeto es dual, quizá por la naturaleza misma de la mente. Hay una mirada que contempla las cosas del mundo y una mirada que observa la mirada, que la vigila desde fuera. Y no para detectar sus faltas o sancionar sus pecados, sino para recrearse en ella. Es la mirada de la conciencia, lo que más tarde el samkhya llamará Purusha, que se encuentra fuera del mundo natural. Una conciencia original que carece de contenido, o, mejor, cuyo contenido es el propio mundo natural. Pero en las Upanishads estas ideas no se han desarrollado todavía y la terminología es otra. El verso védico dice: "Dos pájaros, unidos por la amistad, en el mismo árbol han encontrado refugio. Uno de ellos come el dulce fruto de la higuera; el otro, sin comer, lo observa". Dos yoes conviven en cada persona: uno es lo que convencionalmente llamamos "ego" o "yo" (aham), mientras que el otro es el atman. Uno, el pájaro que come, está inmerso en el mundo de los apetitos, las inclinaciones y los deseos; el otro está fuera, no come, simplemente observa. Más tarde, el samkhya dirá que, cuando somos conscientes de algo, esa experiencia ocurre fuera del mundo natural, en el origen, y aunque parezca que pertenece al yo, en realidad pertenece a esa conciencia original de la que el ser participa o es expresión. En esas dos personalidades hay. una jerarquía: el atman es soberano, incondicionado y eterno; el yo, es siervo, dependiente y pasajero. Siervo porque obedece deseos de otro, inclinaciones heredadas (cocinadas en existencias pasadas); dependiente porque su vida no es autónoma, sino que necesita del aire que respira, del agua y el alimento; y pasajero porque ha de morir, porque esa personalidad no se conservará más allá de la muerte, sino que se transmitirá a otro yo, en un ciclo incesante al que sólo pone fin la liberación. 
El sentido del yo (ahamkara) que confunde a los seres aparece por primera vez en la Chandogya Upanishad y más tarde en la Svetasvatara, pero su origen mítico se encuentra en la Gran Upanishad del Bosque. El pasaje, uno de los más célebres de la literatura sánscrita, dice: "Al comienzo no había más que Brahman, por lo que sólo se conocía a Sí mismo (atman). Y se dijo: "Yo (aham) soy Brahman". De ese desdoblamiento procede todo. La conciencia, no teniendo nada que contemplar, careciendo de objeto, se vuelve sobre sí misma y al hacerlo crea el primer objeto: el yo (aham). Entonces tuvo un deseo (el deseo y el yo aparejados desde el principio): "Deseó una mujer, deseó engendrar, deseó riquezas y ritos". Desear y decir yo van juntos, deseo es apropiación. El mundo del ego y el mundo del deseo van de la mano, ignorar esto es ignorarlo todo. El yo, la carrera de las identidades, se convierte en punto de partida del mundo empírico, del despliegue del mundo natural, un mundo que por otro lado es triple o tripartito, está hecho de tres cualidades (guna): una pura y luminosa (sattva), una inquieta y dinámica (rajas) y otra pesada y oscura (tamas). La primera otorga inteligencia a la creación; la segunda, dinamismo; la tercera, estabilidad. Todas las cosas están hechas, en mayor o menor medida, de estas tres cualidades, en principio inmateriales (o de una materia harto sutil), que, en su evolución, decantan lo que ordinariamente llamamos materia. La Upanishad de la amistad (Maitri), después de ocuparse en un tono muy budista de la naturaleza del cuerpo (huesos cubiertos de carne y piel, lleno de heces y orina, flemas y bilis, tuétano, sangre, grasa e innumerables enfermedades), describe tamas y rajas de la siguiente manera: 
La duda y el miedo, la tristeza y el sueño, el cansancio y la locura, el envejecimiento y el dolor, el hambre y la sed, la miseria y la ira, el desánimo y la estulticia, la envidia y la adustez, la ignorancia y la impudicia, la grosería, la rudeza y la frivolidad son efecto de tamas. La vitalidad y el afecto, la pasión y el ansia, el vigor y el placer, el odio y la hipocresía, los celos y la libido, la veleidad y la volubilidad, la histeria, la ambición y la codicia, la adulación y la sumisión, el rechazo de lo ingrato y el apetito de lo grato, la acritud y la gula son, por el contrario, efecto de rajas. Inmersa en ellas y llevada por esas impresiones, el alma adquiere distintas formas, y así crea la diversidad de los seres.
Describe la naturaleza de sattva: 
Aquella parte de la naturaleza capaz de reflexión, que se corresponde con cada conciencia original (Purusha), que conoce la naturaleza del espacio y la duración, el esfuerzo en la comprensión y la autoestima.
Tamas se asocia con Rudra, rajas con Brahma y sattva con Vishnu. Al margen de dichas identificaciones, lo decisivo es que Él, siendo Uno, se hizo triple y "porque surgió así, se mueve entre los seres cuando ha entrado en ellos"; por eso es el guía supremo y por eso el atman está dentro y fuera. 
Dos formas de reduccionismo amenazan el juego de intercambios entre el yo y el atman. Quienes sólo creen en el yo fenoménico viven amedrentados por la cita con la muerte, que amenaza su disolución; pero quienes, espoleados por el hechizo de la personalidad, creen que el yo es el atman, que hay un yo imperecedero, confunden lo fugaz con lo eterno. La existencia, su enigma, es la partida interminable entre lo fugaz y lo eterno, entre el adentro y el afuera, entere la inmanencia y la trascendencia. Un secreto que sintetiza la críptica sentencia del brahmana de los Cien caminos: "He puesto todos los mundos dentro del atman y el atman en todos los mundos". 
Lo decisivo aquí es que pensarse a sí mismo, saberse ser, es anterior a la experiencia del otro. Por eso los dos pájaros amigos, aunque estén en el mismo árbol, no se encuentran al mismo nivel. Y, sin embargo, se necesitan y no pueden vivir uno sin el otro. En cierto sentido, el universo es la expresión de esa necesidad original, de esa complementariedad. Así lo expresa el mito con el miedo a la soledad de Prajapati, con su deseo de compañía. O el pasaje mencionado de la Gran Upanishad del Bosque, que, a partir de ese saberse ser, abre la carrera de las identidades.