miércoles, 10 de enero de 2024

EL SILENCIO

SOBRE EL SILENCIO
Hay un silencio que procede del desacuerdo con el mundo, y otro silencio que es el mundo mismo. Tomados en su significado más hondo, ambos constituyen una forma de audición, un fijar el oído a la consciencia para discernir qué nos escinde de cuanto nos rodea, qué no separa de lo que somos. Este frágil sentido de la unidad, paradójicamente, es el que conforma al individuo, in-divduus, "indivisible", temeroso ante el hecho de convertirse en cómplice de su propia disolución: el silencio, la no presencia del lenguaje, deja la identidad en vilo. Estar callado, y que las cosas callen, facilita escuchar lo que entendemos por origen, principio, momento anterior al primer giro de la Tierra que nos implicó en el devenir. 
Podría pensarse que el silentium es la lógica de la nada, su correspondiente, pero resulta, bien al contrario, un atento "escuchar" en todas direcciones, advertir, lo más desnudamente posible, la voz en la que se ha vaciado cuanto existe. No puede concebirse como una oposición de la palabra ni como una pausa o interrupción del habla, ni tan siquiera como el reverso del ruido ni tomarse como un concepto sinónimo de estaticidad. Es, ante otra cosa, un estado mental, un mirador que permite captar toda la amplitud de nuestro límite y,  sin embargo, no padecerlo como línea última. Estar sosegado en lo limitado es tarea del silencio. No viene a transformar ni a desplazar la realidad, sino a sembrar vacíos en ella, aberturas, espacios en los que cifrar lo que por definición es intangible y que, pese a todo, nos alberga. La máxima confuciana de poseer "la identificación silenciosa de las cosas" es esencial y exacta para comprender qué son el silencio y su escucha. 
El silencio que está en su núcleo es aquel que se asta a sí mismo para conseguir que nada tenga una finalidad o explicación. Es lenguaje a punto de intervenir, una espera del nombrar. Está a salvo de lo identificable. Buscar su utilidad es desnaturalizarlo. De él se pide que actúe como un contrapeso del ruido generado por el deseo, el apego y su residuo: la historia. Es razonable, pues, que el silencio sin objeto, el que no agrega ni es definible, haya perdido prestigio y presencia en la modernidad. No es productivo, no es cuantificable, tampoco añade. Una máquina detenida expresa la imposibilidad de su idea, su sinrazón. No ha lugar. Así el silencio, el que "se basta a sí mismo" y que no tiene por qué interpretarse como un equivalente de inmovilidad, sólo está contenido en lo que no depara expectativas, de ahí que con frecuencia se le conceptúe como un estado, un acto --una actitud--, inconveniente, infructuoso. 
De las batallas pintadas por el renacentista Paolo Uccelo, como llamada violenta a las puertas de la época moderna, se desprende un estrépito análogo al que se alza, creciente, en las crispadas urbes de los expresionistas, en las que apenas hay una esquina del siglo XX que no despida agitación. El pulso de la realidad percibido en ellas nada tiene en común con el impulso de la existencia. Son la metáfora atronadora, la garganta de una sociedad que se siente segura en el fragor y que no cesa de autoproclamarse y de proferir un afán sin cálculo.
Esta necesidad de vivir ensordecido es uno de los síntomas reveladores del miedo. Kierkegaard afirmaba que, de profesar la medicina, remediaría los males del mundo creando el silencio para el hombre. No es extraño que buscara un fármaco de esta índole, atenazado como estaba ante el umbral de un tiempo inigualado en la producción de ruido físico, pero también mental, un clamor al asalto de la apacibilidad acústica y del no anhelo. 
Pero la huida de lo que resulta tumultuosa, de lo que resulta tumultuoso, de lo que aturde, la a veces exasperada evasión hacia un silencio que permita recomponernos, creer, sin más, que es posible alcanzar un beatífico e inocente paisaje en el que permanecer y no ser juzgados, en el que no sea necesario dar cuenta de nada ni a nadie, puede conducir a tierras inhóspitas, engañosamente tranquilas: esta clase de éxodos explican con frecuencia la proyección de un oscuro sentido de la individualidad, una individualidad que ya no quiere --ni puede-- oír todo aquello que no procede del exterior. Perpetrar la fuga, dejar atrás la ciudad, donde Huxley creyó que nace el espacio donde el sistema mejor funda el desasosiego para enajenarnos con una metódica privación del silencio, no asegura el acercamiento a esa naturaleza concebida como imagen de la sabiduría, orden natural y escena en la que mueren el tiempo y las pasiones, natura purificadora, "creante y no creada", referida por Escoto Eriúgena al inicio de De divisione naturae. 
El verdadero silencio no está necesariamente en la lejanía ni en la neblina de una vaguada ni en una cámara anecoica, sino, con probabilidad, en la intuición de un más allá del lenguaje, en esa "zona zaguera de la inteligencia" de la que habló Plotino, y en los dominios donde el ego pierde su cimiento. Es entonces cuando el silencio, ordena, crea y disuelve. 


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