LA PRIMERA IGLESIA DE JERUSALEM
El capítulo de la historia de Israel abierto por Jesús no
estaba cerrado. Los discípulos del Maestro crucificado huyeron y muchos de
ellos regresaron a Galilea para re-tomar su vida ordinaria, por ejemplo la
pesca en el lago Tiberiades(1). Su entusiasmo
había desaparecido(2). Habían sido engañados y,
cualesquiera fuese su añoranza, no estaban dispuestos a dejarse re-mobilizar.
Es entonces cuando se produjeron fenómenos extraordinarios
que modificaron completamente está actitud. No se trata de señales cósmicas, ni
sucesos públicos, sino de fenómenos privados, reservados a los discípulos(3): las apariciones del difunto, del que se decía
vivía después de su muerte y les ordenaba de continuar su obra. No existe
ningún relato sobre estas apariciones: El Evangelio de Marcos no las menciona;
los otros tres Evangelios sí(4), pero son
incompatibles unas con las otras; los Hechos de los Apóstoles presentan su
propia versión(5) y ofrecen tres relatos
divergentes de la aparición del Jesús resucitado a Saulo/Pablo de Tarso(6). Este último no cuenta en ninguna parte en sus
cartas la aparición y se contenta con alusiones muy breves(7).
Por lo tanto no hay duda que estas “cristofanías”
fueron el origen de la fe en Jesús como Mesías y de la actividad de los
discípulos para difundir esta convicción. La muy antigua confesión de fe citada
por Pablo en 1 Corintios 15:3-7 es la mejor
prueba. Sería pues importante hacerse una idea de lo que realmente ocurrió poco
después de la inhumación de Jesús.
El carácter tardío y legendario de los diversos relatos los
hace inutilizables para el historiador, salvo la aparición a Pablo de la cual
las tres versiones parecen remontarse a dos tradiciones independientes, una de
la Iglesia de Damasco y la otra del grupo de misioneros que acompañaban a
Pablo(8). Hay en los rasgos comunes de las dos
tradiciones un núcleo histórico al que me referiré más abajo. La ausencia de
relato antiguo de las otras apariciones se explica fácilmente por el carácter
sagrado de un encuentro con un ser divino. Se podía afirmar haber encontrado al
Jesús resucitado, como el mismo Pablo hizo, atestiguar que otros habían tenido
la misma experiencia pero no describir el evento. Además, la enumeración de
las apariciones del Resucitado pronto vino a ser un elemento esencial de la
confesión de fe: la fórmula de 1 Corintios 15:3-7,
ya venerable en los 50 de nuestra era, cuando Pablo evangelizaba Corinto,
muestra la evidencia. Es decir que estas apariciones tenían para los cristianos
una importancia capital, que nos impide pasarlas por alto. Otro dato interesa
al historiador: dos de los Evangelios mencionan una o varias mujeres
beneficiarias de la primera aparición de Jesús(9).
Este hecho, que no ha sido considerado digno de figurar en la confesión de fe,
debido al inferior estatus de la mujer, tiene muchas posibilidades de formar
parte del núcleo histórico a retener.
En fin, hay que mencionar los relatos del descubrimiento de
la tumba Vacía. La narración cuádruple del descubrimiento por las mujeres de la
tumba de Jesús abierta y vacía(10) a sido a
menudo considerada como puramente legendaria. La Tumba vacía no es mencionada
en la confesión de fe de 1 Corintios 15:3-7,
ni en las epístolas de Pablo, que evocan a menudo la resurrección de Cristo. La
presencia de ángeles en la tumba es un rasgo mitológico. Hay diferencias
importantes entre los cuatro relatos, que reposan en la idea que la tumba de
Jesús había sido claramente identificada, aunque la inhumación en una fosa
común era la regla habitual para los condenados ejecutados. A pesar de la
fuerza de estos argumentos, la prudencia se impone, porque este relato de la
tumba Vacía es la conclusión de un relato litúrgico de la Pasión del que se
puede decir sin dudarlo que se formó durante los diez años que siguieron al
suplicio de Jesús, y por añadidura en Jerusalem. En estas condiciones, el
historiador ha de admitir que hay un núcleo histórico en este episodio, que se
ha valorizado substituyendo el testimonio angélico por el de las mujeres,
considerado demasiado frágil (11).
Se puede pensar pues que al descubrimiento de la Tumba Vacía
por las mujeres seguidoras de Jesús siguieron las apariciones del Resucitado,
unas a individuos, como Pedro (12) y Santiago(13), otras a grupos más o menos numerosos, como los
doce(14) o los apóstoles(15), e incluso ante toda una asamblea(16).
Estas apariciones tuvieron sin duda lugar en diversos lugares, unas en
Jerusalem, como afirman el Evangelio de Lucas y Juan, capítulo 20, otras en
Galilea(17) o en otros lugares(18). En cuanto a la fecha, se puede decir que
comenzaron poco después del descubrimiento de la Tumba Vacía y que duraron
varios meses, quizá varios años, a pesar del esfuerzo realizado por el autor de
Hechos de los Apóstoles para limitarlas a los cuarenta días que siguieron a la
resurrección(19).
De reacciones, conciliábulos, quizá de polémicas suscitadas
por estos eventos sobrecogedores, nada sabemos. Se podría decir que a juzgar
por la disposición del contenido de la confesión de fe citado por Pablo en 1
Corintios 15:3-7, las apariciones concernían a dos grupos, uno asociado a
Pedro, uno de los primeros discípulos de Jesús, o sea los Doce y una comunidad de más de quinientos
hermanos, el otro asociado a Santiago, hermano del Señor, a saber “todos los apóstoles”. Esta bipolaridad de círculos
tocados por las cristofanías constituye un dato en bruto que la documentación
de que disponemos no nos permite analizar de manera más exacta. Sólo se puede
decir que el grupo alrededor de Pedro tiene aspectos de una comunidad religiosa
provista de un encuadramiento que obtiene su autoridad de las relaciones
estrechas que éste había tenido con Jesús durante su ministerio público,
mientras que Santiago parece beneficiarse de una legitimidad dinástica que le
autoriza a delegar su autoridad en mandatarios dado que este es, según el uso
judío del término, el sentido de la palabra “apóstol”.
Si hay que creer el libro de los Hechos(20) y la
Epístola a los Gálatas(21), estas dos personas y
su entorno pronto se encontraron una al lado de la otra en Jerusalem, donde
habían decidido instalarse.
He aquí una elección sorprendente. En lugar de aprovechar la
simpatía suscitada por la actividad de Jesús en Galilea, región de la que eran
originarios, los beneficiarios de las apariciones del Resucitado se instalan en
la boca del lobo, el lugar donde las autoridades del Templo y las autoridades
romanas se habían asociado para deshacerse de Jesús. Esta paradójica elección
no puede comprenderse sino admitiendo una doble motivación de parte de los miembros
de los dos grupos. Persuadidos en primer lugar que el Templo y la Ciudad santa
eran el lugar elegido por Dios para su intervención escatológica, pensaron
evidentemente que el Cristo, cuya resurrección demostraba la legitimidad,
regresaría a este lugar para completar su obra trágicamente interrumpida.
Convenía pues que los fieles estuviesen en el lugar para recibir a su Maestro a
su regreso. Esto conllevaba la aceptación de algunos riesgos.
Por otro lado, los beneficiarios de las apariciones del
Resucitado entendieron todos este evento sobrecogedor como una orden de misión.
Se consideraron desde entonces como encargados de continuar la predicación de
su Maestro a Israel. La afirmación de la presencia del Reino de Dios ligado a
la persona de Jesús se transformaba por lo tanto, de acuerdo con las
circunstancias, anunciando la inminencia del regreso de Cristo a la tierra,
para realizar este Reino divino tan esperado. Qué lugar mejor, para difundir
este mensaje, que la ciudad donde los peregrinos afluían en masa varias veces
al año, de todos los lugares Palestinos-Judíos y de la diáspora?
Sin duda algunos de los partisanos de Jesús se quedaron en
los pueblos de Galilea donde encontraron al Maestro. Aunque nada permite
afirmar que se hubiesen organizado en comunidades religiosas distintas de las
sinagogas. Sin duda permanecieron ligados a su actividad profesional y a su vida familiar, guardando el
recuerdo que reconocía lo que Jesús les había aportado. Constituían más un
terreno favorable a la acción ulterior de predicadores Cristianos que un grupo
coherente capaz de enunciar una teología o una cristología propia.
Distinta era la situación de los grupos establecidos en
Jerusalem. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen sobre estos últimos, en los
capítulos del 1 al 5 en particular, una cantidad de informaciones más o menos
sólidas. Hay que realizar una crítica atenta de estos capítulos para llegar a
una reconstitución verosímil de las instituciones, de la vida y del pensamiento
de este núcleo de algunas decenas de personas, pronto enriquecido con la
adhesión de numerosos hermanos obtenida por la predicación de los portavoces
del Resucitado.
El núcleo inicial mencionado en Hechos
1:13-15 estaba constituido por discípulos y familiares de Jesús, venidos
de Galilea. Para financiar el establecimiento en Jerusalem, parecen haber
vendido sus bienes inmobiliarios y puesto en común el dinero recolectado. Entre
los hermanos que se unieron a ellos en la capital, algunos al menos hicieron lo
mismo y, a cambio del sacrificio, fueron admitidos en el grupo de los “santos”(22), cuyo
prestigio era lo bastante grande como para suscitar maniobras fraudulentas a
cargo de candidatos sin escrúpulos, como lo demuestra la lamentable historia de
Ananías y Safira(23). La gestión de los fondos
comunitarios estaba asegurada por los “Doce”,
un grupo de discípulos designados por Jesús cuando aún vivía, según todas las
apariencias(24), y que se habían beneficiado de
las primeras apariciones del Resucitado. Otra la probable referencia a las doce
tribus de Israel(25), hay en la función
dirigente de los “Doce” una semejanza
sorprendente con la autoridad reconocida en Qumran a un grupo de “doce hombres y tres sacerdotes”(26). Quizá estemos ante un indicio de influencia
esenia sobre la primera Iglesia de Jerusalem, donde la práctica de la comunidad
de bienes podría también estar inspirada en el modelo de Qumran, incluso aunque
hubiese tenido en su origen un motivo empírico.
Se podrá objetar que Jesús, en lo que sabemos, no había
tenido ningún contacto con el esenismo y que un grupo religiosos que había
venido a establecerse en la Villa santa no tenía gran cosa en común con los
cenobitas del desierto de Judá. Cierto, pero los discípulos de Jesús privados
de la presencia de su Maestro habían de reinventarlo todo y los Esenios les
ofrecían a la vez una reflexión sobre el Mesías y una interpretación de las
profecías actualizando su contenido, sin hablar de un modelo institucional
seductor. Hay que añadir que un cierto orden esenio parece haber sido implantado
en algunas localidades de Palestina, comprendida Jerusalem, donde la
arqueología nos revela la existencia de un barrio esenio. En breve, la
existencia de relaciones entre los Esenios y los primeros discípulos de Jesús
reunidos en Jerusalem no tiene nada de imposible al contrario. Sería ingenuo
creer que la comunidad cristiana fue una copia del esenismo. Pero lo sería aún
más imaginar que la Iglesia se constituyó sin sufrir la influencia de este gran
movimiento contestatario judío(27).
El modelo esenio fue ampliamente imitado por la primera
Iglesia en el plan institucional: grupo central de “santos” con gran autoridad,
alrededor de un colectivo de doce hombres ejerciendo todos los poderes;
comunidad de bienes en el seno de este núcleo; disciplina rigurosa impuesta a
los miembros del grupo; ejercicio muy amplio de la solidaridad entre los
miembros de este grupo, aunque también hacia todos los miembros en necesidad,
comenzando por las viudas(28). La comunidad
entera, y más aún el núcleo central, llevaban una vida Litúrgica muy activa y
muy organizada. A las horas de la oración judía, sus miembros se reunían en el
Templo(29), donde su presencia suscitaba a la
vez cierto entusiasmo popular y reacciones más o menos vivas de las autoridades
sacerdotales. La práctica diaria de las comidas en común, junto con los
elementos Litúrgicos, mal conocidos por nosotros, estaba reservada a las
reuniones más privadas que reunían a los hermanos en casas(30). Nada sabemos de las condiciones de administración
del bautismo, que parece haber sido practicada muy pronto(31) y que debía ser un rito de admisión cercano al
bautismo de Juan Bautista. En las reuniones en casas, una enseñanza era dada,
en particular por los Doce(32). Comprendía sin
duda una interpretación cristológica de la persona y obra de Jesús, acompañada
de referencias a la Escritura y exhortaciones morales.
A esta vida Litúrgica diaria se añadía, como era natural en
un medio judío, la celebración de las fiestas del calendario, comenzando con el
“shabbat”. Pero parece que desde el comienzo
los discípulos de Jesús habían añadido a los ritos judíos, que no celebraban
quizá todos, sobretodo cuando se trataba de sacrificios sangrientos, actos
Litúrgicos nuevos. La tarde siguiente al Shabbat o al día siguiente por la
mañana, se celebraba en las casas la resurrección de Jesucristo, apoyándose
quizá en las listas de apariciones como la de 1 Corintios 15. Este es el origen
de la práctica del culto dominical. Cuando tenían lugar las fiestas que
acercaban a Jerusalem a los peregrinos, en particular con ocasión de la Pascua,
se conmemoraba la Pasión de Jesús de una manera más pública, reuniendo a los
hermanos de Jerusalem y a aquellos que habían venido a la capital como
peregrinos en los lugares donde ciertos episodios habían marcado los últimos
días del Maestro y relatando las etapas de su martirio. Tal es el origen de los
relatos que los cuatro Evangelios hacen de la Pasión y que se remontan todos a
un mismo arquetipo del que se puede decir que había adquirido su forma menos de
diez años después de estos trágicos sucesos. El lugar privilegiado que el
relato de la última cena de Jesús con sus discípulos ocupa en esta larga
narración sugiere que estas reuniones conllevaban una comida conmemorativa más
solemne que las comidas comunitarias diarias. O sea, lo que se llamó “eucaristía” se ajustaba a lo que en los siglos II
y III fue llamado “agape”.
Los dirigentes de la comunidad sólo ejercían actividades de
gestión, disciplinarias, y Litúrgicas. Tenían como tarea esencial ofrecer a los
miembros enseñanzas susceptibles de dar un sentido positivo a los trágicos
sucesos que los habían separado de su Maestro, así como a la vida de la
comunidad y de cada uno de los hermanos. Para comprender el destino paradójico
de Jesús, la Santa Escritura ofrecía algunas claves, dondequiera se hablase del
sufrimiento del Justo o del Siervo del Eterno, tanto más cuando estos pasajes
terminaban casi siempre con la afirmación del triunfo divino y del retorno a la
vida de los oprimidos. Como los Esenios, los primeros cristianos consideraron
estos textos antiguos como profecías relacionada con los eventos que se habían
producido ante sus ojos y vieron ante todo el anuncio de la muerte y de la
resurrección de Jesucristo, así como la afirmación de su carácter salvífico.
Algunos otros pasajes relativos al perdón divino, a la efusión del Espíritu
Santo, al amor de los hermanos fueron aplicados a la primera Iglesia y a sus
miembros, igual como la gente de Qumran habían leído su propio destino. Habría
que pensar, como C.H. Dodd(33), que de hecho los
primeros Cristianos redujeron la Escritura a los capítulos donde ellos leían
semejantes profecías? Habría que
estimar que la Biblia de los primeros Cristianos estaba constituida por unos cuantos
versículos que profetizaban el destino de Jesús y de los primeros discípulos?
Esto sería ir demasiado lejos. Aunque ciertamente hubo grados en la autoridad
reconocida a los Libros santos, que, sin duda, no se leían íntegramente.
Otra fuente de la enseñanza prodigada por los primeros
maestros Cristianos fue el rico tesoro de los títulos mesiánicos elaborados por
los Esenios gracias a los elementos que ofrecían las Escrituras. Lo que había
sido aplicado al Maestro de Justicia o a uno de los Mesías del fin de los
tiempos fue masivamente aplicado a Jesús: Mesías, traducido “Cristo” en Griego; Profeta, a menudo referencia al Deuteronomio 18:15, 18-19; Señor, título reservado
a Dios en la Biblia Judía; Siervo de Dios; el Santo y el Justo; Príncipe y
Salvador, etc. sería vano tratar de buscar en esta copiosidad un orden o una
doctrina elaborada. Lo que sobresale claramente es que se quiere hacer de Jesús
el Enviado último de Dios entre los hombres, el que trae la revelación perfecta
y la redención total. No es exagerado decir que la primera Iglesia de Jerusalem
creó la cristología y que es sobre esta base que el pensamiento cristiano se
fundamentó.
La enseñanza dada por los dirigentes de la primera Iglesia a
sus fieles conllevaba también un gran componente moral. La Ley mosaica era para
ellos en este aspecto una referencia esencial, como era el caso para todos los
Judíos. Pero era la Ley tal como Jesús la había interpretado: resaltando el
doble mandamiento del amor hacia Dios y el prójimo(34);
búsqueda más allá de los mandamientos en particular los del Decálogo- de la
exigencia ilimitada de Dios(35);
universalización de la noción aún un poco tribal del “prójimo”(36), etc. Así entendida, la Ley se convertía en una
llamada a la conciencia individual, en lugar de la regla que regía la vida
social. Para hacer incontestable esta transformación, la enseñanza del Maestro,
ya memorizada cuando en vida, fue conservada con gran cuidado y transmitida a
los nuevos conversos. Esta tradición, completamente oral en sus comienzos, fue
poco a poco tomando forma y puesta por escrito. Además de las palabras de Jesús
sobre el sentido de la Ley, estas incluían también relatos de las controversias
mantenidas por el Maestro cara a sus adversarios y palabras diversas relativas
al fin de los tiempos, al Reino de Dios, a la relación de Jesús con el Padre,
así como algunas parábolas que ilustraban esta enseñanza. Esta tradición, junto
con otros complementos, forma la base de los tres primeros Evangelios
canónigos(37).
La comunidad así organizada y enseñada no estaba apartada
del mundo. Al elegir vivir en una ciudad además ciudad de peregrinaje-, había
optado por las relaciones frecuentes con la sociedad que la rodeaba. Estas
relaciones estuvieron dominadas por el esfuerzo de difusión del Evangelio que
ha caracterizado a este grupo y ante todo a sus dirigentes. Frecuentando
regularmente el Templo y aprovechando cada ocasión para evangelizar a la gente,
los primeros Cristianos suscitaron oposiciones, por supuesto, pero también
numerosas adhesiones como aparece en Hechos, capítulos del 3 al 5,
ofreciéndonos un cuadro colorido de leyenda, aunque bastante fiel en lo
esencial. Incluso si los números que aparecen en el relato en el libro de los
Hechos(38) hay que tomarlos con reserva, parece
ser que la decena de personas llegadas de Galilea ganaron para la causa un
cierto número de compatriotas. Las grandes reuniones de peregrinos con ocasión
de las fiestas de primavera y otoño eran ocasiones particularmente favorables
para difundir la Buena Nueva de la proximidad del Reino de Dios, del que Jesús
sería el iniciador. Los peregrinos al venir tanto de la diáspora como del
Judaísmo Palestino, se puede admitir que el Evangelio tuviese así una amplia
difusión y que algunas comunidades pudieran nacer de esta manera, por ejemplo en
Damasco, en Jope, en Lydia(39), sin que tuvieran
que desplazarse los predicadores de Jerusalem. Por lo tanto, los dirigentes de
la primera Iglesia tuvieron en cuenta estas pequeñas comunidades exteriores y
tomaron la costumbre de ir a apoyarlos y recordarles que la comunidad-madre de
la Ciudad Santa era la sede de la autoridad espiritual.
Esta autoridad se traducía con el nombre atribuido a la
asamblea cristiana de Jerusalem, el título de Iglesia. La forma griega de esta
palabra, “ekklesia” designa a la asamblea
general de ciudadanos de una ciudad y no tiene, a primera vista, ningún sentido
religioso. Aunque la versión griega de la Biblia Hebrea llamada de los Setenta
emplea este término para traducir el giro hebreo “q(e)hal
Yahveh”, empleado para designar a la asamblea general del pueblo en el
desierto, reunida a la llamada de Moisés. Así, “ekklesia
tou theou” era en el medio Judío la designación de la reunión del pueblo
elegido. Utilizando este término, sea bajo la forma hebrea, bajo su forma
Aramea o en su forma griega, la comunidad de Jerusalem se presentaba como otra
cosa distinta a un simple movimiento religioso, se afirmaba como la
prefiguración de la reunión de todo el pueblo elegido ante su Dios. Los grupos
exteriores a Jerusalem(40) pertenecían a la
misma “Iglesia” y tenían las mismas autoridades que podían realizarles visitas
para comprobar que todo iba según la buena regla.
Aunque el auditorio que recibía la predicación del Evangelio
estuviese completamente compuesto de Judíos, era también de una gran diversidad
cultural. El relato de Pentecostés informa en el capítulo
2 del Libro de los Hechos, a pesar de su forma legendaria, que Jerusalem
atraía, a parte de los peregrinajes, a Judíos de la diáspora la más lejana,
quienes se establecían para estar cerca del santuario. Una vez unidos a la fe
Cristiana, estas gentes podían jugar un papel muy activo en la predicación a
sus compatriotas venidos como peregrinos.
Estamos un poco más informados acerca de uno de estos grupos
Judíos Palestinos establecidos en Jerusalem que eran sensibles a la predicación
Cristiana: el que los Hechos de los Apóstoles llaman, con un término muy
general, los Helenistas, que parece haber
tenido opciones doctrinales diferentes a las de la mayoría. Este grupo aparece
a comienzos del capítulo 6 de los Hechos, en
un relato un tanto reducido. Con el aval de los Doce, se dotan de un grupo de
siete dirigentes todos con nombres griegos, pero todos Judíos a excepción de un
prosélito. Este nuevo círculo está, según Hechos 6:3,
encargado del “servicio de las mesas”,
mientras que los Doce se quedaban con las funciones de predicación y oración.
Por lo tanto, aquellos Siete de los que sabemos algo son ante todo misioneros,
y a la vez predicadores y taumaturgos(41). Se
puede pensar que el arreglo entre los Doce y
los Siete evocado en Hechos
6:3 no se corresponde con la realidad. Los Siete fueron de hecho creados
para realizar en beneficio de los Helenistas el mismo papel que los Doce
respecto a la asamblea de la primera comunidad. Se trata pues de una escisión,
aunque ésta se lleve a cabo por consentimiento mutuo.
Para llegar a esto, es necesario algo más que una diferencia
lingüística y diferencias respecto a la distribución de la ayuda social a las
viudas. No había divergencias doctrinales y actitudes diferente de cara al
medioambiente? Es muy probable(42). La
agresividad de Esteban, principal portavoz de los Helenistas, respecto al
Templo(43) está completamente en ruptura con la
actitud de los Doce, quienes llevaban a la comunidad a orar en el santuario.
Mientras que la mayoría de la Primera Iglesia adoptaba una actitud más bien
conciliadora respecto a las autoridades del Templo aunque no participasen en el
culto sacrificial, Esteban y los suyos buscan el enfrentamiento con las
autoridades, en quienes veían a unos verdaderos idólatras. De hecho el
conflicto parece haber estallado muy pronto después de la emancipación de los
Siete, posterior de muy poco a la fundación de la primera Iglesia. Así, no
hicieron falta más de dos años para que la seguridad de los primeros Cristianos
fuese puesta en peligro por los excesos verbales de uno u otro de los
Helenistas. El linchamiento de Esteban(44)
desata una crisis con las autoridades Judías, incluso cuando éstas
diferenciaron entre los Doce, aguerridos pero conciliantes, y los adherentes a
las tesis de los Siete, bastante más perturbadores(45).
Estos últimos se vieron obligados a huir de Jerusalem y de Judea, para escapar
del Sanedrín de la capital. Los miembros de la comunidad que estaban cerca de
los Doce pudieron permanecer en la Ciudad santa, donde se continuó
tolerándolos.
Aún liberados de este grupo disidente, la Iglesia de
Jerusalem no encuentra la unidad perfecta. Un grupo mucho más discreto que el
de los Helenistas se había formado alrededor de un discípulo de Jesús, quizá
Juan, uno de los Doce, en circunstancias que nos son desconocidas. El indicio
más seguro de la existencia de tal grupo es la presencia tras el cuarto
Evangelio de una tradición particular de los hechos y palabras de Jesús, emparentada
en ciertos puntos con la tradición de los Doce, pero a la vez original y
sólidamente enraizada en suelo Palestino. Sin duda lo que se vino a llamar
“círculo Juánico” era más Judío que el núcleo primitivo de la gran Iglesia,
donde los Galileos eran mayoría. Quizá tenía su propia existencia comunitaria,
así como lazos con los medios sacerdotales(46),
lo que explicaría algunas características de la tradición subyacente al cuarto
Evangelio. De todas formas este grupo marginal no parece haber nunca roto con
la mayoría de la Iglesia. Las dos corrientes de la tradición tienen por lo
tanto muchas cosas en común, en particular el relato de la Pasión, muy cercano
en el cuarto Evangelio a la versión de los tres primeros. La diferencia
fundamental entre estas dos corrientes es más bien de orden teológico. La
concentración en la persona de Cristo es bastante más fuerte en la tradición
juánica y esta tendencia no hará sino acentuarse durante la redacción de los
Evangelios(47).
La comunidad primitiva de Jerusalem, en expansión numérica
rápida, atravesada por corrientes divergentes, muy influenciada por un esenismo
vigorosamente contestatario respecto a los medios sacerdotales, no podría
disfrutar mucho tiempo de la estabilidad casi ideal que le atribuyen los
primeros capítulos de Hechos de los Apóstoles. A pesar de la extrema discreción
de estos, se puede adivinar que la comunidad armoniosa de los primeros años no
consiguió subsistir mucho tiempo. La crisis suscitada por la persecución de
Herodes Agripa, que se puede datar precisamente en los primeros meses del año
44 de nuestra era, no hizo sino precipitar una evolución ya iniciada. Aunque
marca el paso de la comunidad primitiva a una vida de Iglesia más cercana a lo
que será más tarde el régimen ordinario de esta institución.
El rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, consiguió
a partir del año 41 reunificar los territorios Judíos de Palestina bajo su
dominio, gracia a la ayuda de Roma. Se apoyaba en los medios sacerdotales que
le estaban agradecidos por haber contribuido a apartar la amenaza de la
erección de una estatua imperial en el Templo, idea de Calígula. Es sin duda
bajo la incitación sacerdotal que hizo decapitar a Santiago, hermano de Juan,
uno de los Doce, sin que sepamos cuál era la causa inmediata de esta ejecución(48). Este asesinato habiendo encontrado la aprobación
de la opinión, Herodes Agripa hizo arrestar a Pedro poco antes de la Pascua en
el 44 y preparó su proceso para después de la fiesta(49).
Antes de esta comparecencia, que habría amenazado a la Iglesia entera, Pedro se
evadió en circunstancias rocambolescas que el autor de los Hechos presenta como
una intervención divina(50). No le quedaba más
que huir para escapar de la policía del rey, lo que hizo sin tardanza, después
de haber encargado a algunos hermanos que avisaran a Santiago, el hermano del
Señor(51). Pedro salvó su vida, aunque no su
autoridad. En efecto, a pesar de la extrema discreción del autor de Hechos de
los Apóstoles, está claro que Pedro dejó desde entonces de ejercer la autoridad
suprema en la Iglesia de Jerusalem, donde volverá a reaparecer como misionero
de los gentiles, con ocasión de una reunión consagrada a los problemas
suscitados por la evangelización de los no-Judíos(52).
De jefe inspirado dotado de una autoridad casi divina, descendió al rango de
evangelista más o menos itinerante, cuya palabra ya no tiene para los hermanos
en Jerusalem peso suficiente para aclarar un debate fundamental(53).
La autoridad que perdió pasó a Santiago, hermano del Señor,
como Hechos 12, 17 lo sugiere y como Hechos 15:13-21 lo presenta, confiándole la tarea
de sacar las conclusiones del debate sobre la evangelización de paganos y de
proponer la solución que se impondrá a todos. Cuando tuvo lugar la última
visita de Pablo a Jerusalem, entre diez y doce años más tarde, Santiago es
presentado como el dirigente principal de la Iglesia(54)
mientras que los Hechos de los Apóstoles hacen todo los posible por no hablar
de este personaje cuyas opciones le eran extrañas. La importancia del papel de
Santiago resalta igualmente en las menciones que Pablo, su principal
adversario, hace de él en sus Epístolas. Como ya hemos mencionado, Santiago es
mencionado entre los primeros beneficiarios de las apariciones de Jesús en 1 Corintios 15:7, en un texto confesional muy
antiguo que Pablo cita aquí. Por otro lado, desde su primera visita a
Jerusalem, Pablo afirma haberse encontrado, además de con Pedro, a quien había
venido a visitar, con Santiago, a quien llama expresamente “el hermano del Señor”(55).
Desde este momento, que podemos situar cerca de los años 30 de nuestra era,
Santiago era ya una figura importante en la Iglesia de la Ciudad Santa, aunque
Pedro fuese aún el jefe indiscutible. Ya, en la segunda visita de Pablo a la
Iglesia de la capital, once años más tarde parece ser(56),
Santiago se ha convertido en el jefe de la Iglesia, que Pedro y Juan segundan
para la evangelización de los Judíos(57). Poco
tiempo después, Santiago se muestra bajo los rasgos de un jefe temible, cuya
autoridad se extiende a todas las comunidades Cristianas de la diáspora y se
impone a Pedro(58). En breve, a partir del 44
d.C., aquel que solamente era un personaje respetado vino a ser el papa de la
Iglesia de Jerusalem y, al mismo tiempo, de la Iglesia Universal(59). Este hecho es confirmado por diversas tradiciones
ulteriores cuyo valor parece incontestable(60).
Desde hace ochenta años, la autoridad de Santiago en la Iglesia, que se apoya
sobre la de los “hermanos del Señor”(61), tiene un incontestable colorido dinástico, como
el Califato en el Islam. La insistencia en la filiación davídica de Jesús, que
se ve surgir de diversos lados(62), no está sin
relación con esta tendencia. Además, el sucesor de Santiago a la cabeza de la
Iglesia de Jerusalem fue un tal Simeón, primo hermano de Jesús(63), y dos nietos de Judas, hermano de Jesús, parecen
haber jugado un papel importante en la Iglesia durante el reinado de Domitiano(64). Aunque estos hechos son mal conocidos, hay
confirmaciones de la existencia de una corriente dinástica en el Cristianismo
Palestino del siglo I. Esta corriente suscitó resistencias, que se expresaron
en la puesta en tela de juicio del origen divino de Jesús(65) y por la incredulidad atribuida a toda su familia
o más precisamente a sus hermanos(66), al menos
durante la vida de Jesús.
Santiago, hermano del Señor, se beneficiaba de una
legitimidad particular que le venía de su parentela con Jesús. Pudo pues, con
ayuda de un nuevo grupo dirigente, el de los “ancianos”(67), tomar bajo su mando durante un largo periodo a la
Iglesia de Jerusalem y, mediante esta, la Iglesia Universal en sus comienzos,
pero que se desarrollaba rápidamente. El único texto que nos da una idea de la
persona de Santiago es el de Eusebio, donde relata su martirio(68). Asceta riguroso, observador muy estricto de la
Ley de Moisés, oraba asiduamente en el Templo y era tenido por el pueblo como
un potente intercesor. Los dirigentes Judíos estaban pues celosos de su
popularidad, que hacía de él un rival del sumo sacerdote. Esta noticia contiene
varios rasgos legendarios, aunque no debe de ninguna manera ser excluida. Se
muestra en todo caso que Santiago, gran predicador del Mesías Jesús, siguió
siendo un Judío observante irreprochable. Los pasajes del Nuevo Testamento que
lo evocan le atribuyen una actitud relativamente abierta, aceptaba
acomodamientos para los convertidos de origen pagano(69)
con el fin de mejor ayudar a su evangelización(70).
Sin duda esta tendencia al compromiso de cara a situaciones
delicadas también jugó un papel importante en la manera como Santiago dirigió
la Iglesia de Jerusalem. La rigidez de las instituciones de los primeros años
parece haber sido atenuada. La disciplina comunitaria muy estricta parece
haberse relajado, mientras que la comunidad de bienes desaparecía, para ser
reemplazada por una actividad caritativa intensa, para la cual las
contribuciones exteriores eran bienvenidas(71),
quizá porque la composición social de la Iglesia estaba compuesta por gran
cantidad de pobres. En fin, la influencia
Esenia de los comienzos reculó ante la de las fraternidades fariseas.
Sobre este punto la orientación dada por Santiago a la
Iglesia de Jerusalem seguía siendo rígida, a pesar del sentido de compromiso
puesto en acción al principio. La autoridad jerusalemita se ejercía con
vigilancia en la vida de las comunidades Cristianas de Palestina y de la
diáspora. Tendencias centrífugas se manifestaban en estas comunidades y ponían
en peligro la cohesión del movimiento Cristiano (comunidades de Palestina y de
Siria fundadas por los Helenistas; empresa misionera personal de Pablo).
Santiago y su entorno se esforzaron con tesón en defender la unidad que ellos
consideraban amenazada. Bernabé fue enviado a Antioquia para evitar
desviaciones debidas al éxito de la predicación del Evangelio a los Griegos(72); diversos profetas de Jerusalem le siguieron un
poco más tarde suscitando un movimiento de solidaridad con los “hermanos que vivían en Judea”(73), lo que era una manera de reforzar los lazos aún
frágiles entre los Cristianos de regiones alejadas; el encuentro en Jerusalem
permitió llegar a un compromiso razonable acerca de los convertidos de origen
pagano y dos enviados de la Iglesia madre, Judas y Silas, fueron a Antioquia
para hacer conocer este acuerdo y fortalecer la fe de los hermanos(74); un poco más tarde Pedro se encontraba en
Antioquia, “gente venida de parte de Santiago” hicieron, a pesar de la gran
indignación de Pablo(75), cesar las comidas
eucarísticas realizadas en común por Cristianos Judíos, incluidos Pedro y
Bernabé, y Cristianos de origen pagano(76).
Pablo se vio a continuación obligado a combatir a adversarios venidos tras sus
pasos, en todas las ciudades donde había predicado, para recordar a los
conversos la necesidad de ponerse al día con la Ley Judía si querían permanecer
en comunión con la Iglesia de Jerusalem(77). Se
ha mantenido a veces que estos judaizantes no tenían nada que ver con Jerusalem
y con Santiago. Esta tesis es bastante improbable por el hecho que, cuando
Pablo hubo adquirido la convicción que no había lugar para él en Oriente(78), estimó que no podía dejar de ir a presentarse a
la Iglesia de Jerusalem, aunque temía no ser bien recibido, con una colecta
realizada en las Iglesias que había fundado, antes de ponerse en camino hacia
Roma y hacia España(79). Pablo demostraba así
que sabía perfectamente de dónde emanaba la oposición que encontraba por
doquier. Para liberarse a fin de poder evangelizar España con el apoyo de los
Cristianos de Roma, quería reconciliarse con Santiago y con el grupo dirigente
de la Iglesia de Jerusalem, demostrándoles que no amenazaba la unidad que ellos
creían que amenazaba.
El relato en los Hechos de los Apóstoles del viaje de Pablo
a Jerusalem a la cabeza de una numerosa delegación de las Iglesias de todo el
mar Egeo(80) deja ver, a pesar de su carácter
reconciliador, que el recibimiento realizado a Pablo por Santiago y los otros
dirigentes de la Iglesia madre fue extremadamente reservado. Se le trata como
un visitante inoportuno cuya llegada ponía en peligro la paz interior de la
Iglesia de la capital. Se le impone una humillante purificación en el Templo. Y
cuando fue arrestado por los Romanos después de haber sufrido una amenaza de
linchamiento a manos de la muchedumbre Judía, la Iglesia no movió ni un dedo
para venir en su ayuda. Pablo había discutido la autoridad de Santiago como
para tomar el riesgo de manifestarle ningún tipo de solidaridad, incluso cuando
había venido para rendirse. Con esta intransigencia, se mide hasta que punto el
jefe de la Iglesia de Jerusalem se consideraba como obispo universal.
Personalmente apto para el compromiso, Santiago se vio
conducido, por su concepción de una unidad Cristiana fundada sobre el
mantenimiento de la observancia legal, a rechazar cualquier suavización de las
reglas mínimas impuestas poco después del encuentro del 48 por la Iglesia de
Jerusalem a los convertidos de origen pagano. Aunque estas reglas habían sido
concebidas para facilitar la vida a una minoría de no-Judíos en el seno de las
comunidades con mayoría Judía. Desde el momento en que el número de Cristianos
de origen pagano devino muy importante, hasta dar la mayoría a estos últimos,
la observancia de estas reglas devenía precaria, incluso allí donde no se las
consideraba, como en las Iglesias fundadas por Pablo, como completamente
superadas. De ahí el incidente de Antioquia(81),
consecuencia evidente de un cambio de mayoría que había convencido a Pedro y
Bernabé de que el reglamento de Jerusalem había sido superado, hasta el día en
que los enviados de Santiago les recordaron la regla establecida por la
Iglesia-madre. Si en el siglo II de nuestra era, las cuatro prohibiciones
enunciadas en Hechos 15:20-29 parecen haber
sido la ley de todas las Iglesias, aunque solo concernían en el principio que a
las de Siria y Cilicia(82), todo esto se debe
sobretodo a la acción de Santiago. Es verdad que estas prohibiciones, rituales
en su origen (respecto a las reglas mosaicas de sacrificio de animales para las
tres primeras; respecto a la legislación mosaica sobre el matrimonio para la
última), fueron cada vez más interpretadas, en un medio eclesial donde los
Judíos ya no eran sino una ínfima minoría, como mandamientos morales:
prohibición de participar en los sacrificios paganos, prohibición del
homicidio, prohibición de mala conducta sexual, llamada a observar la Regla de
Oro (que sustituye la prohibición de comer carne de animales ahogados)(83).
El largo periodo de prosperidad de la Iglesia de Jerusalem y
de su influencia sobre todas las comunidades Cristianas exteriores a la Ciudad
Santa iba a conocer un fin brutal, tanto por el martirio de Santiago como por
la catástrofe que se abatió poco después sobre la capital Judía y su Templo.
Del primero de estos eventos tenemos dos relatos bastante divergentes: el de
Flavio Josefo(84) y el de Eusebio(85) quien reproduce un fragmento de las “Memorias” de Hegesipo, autor palestino de la
segunda mitad del siglo II. Incluso si el pasaje de Josefo ha sido retocado por
una mano Cristiana posterior, sigue siendo de lejos el más antiguo y debe ser preferido.
Sitúa en el 62 de nuestra era la muerte por lapidación de Santiago y de “algunos otros”, después de su condena por el
Sanedrín de Jerusalem bajo la instigación del Sumo Sacerdote Anán, que había
aprovechado la ocasión de un intermedio entre dos prefectos romanos para
convocar esta asamblea. El reproche hecho a los acusados era de haber violado
la Ley mosaica, aunque la opinión de los jerusalemitas parece no haber creído
en la culpabilidad de los condenados. El relato de Hegesipo sitúa la muerte de
Santiago más cerca del comienzo del sitio de Jerusalem por los romanos en el 69
y la convierte en un linchamiento por un grupo de “escribas y Fariseos”
inquietos del éxito de su predicación. Se dirá solamente que fueron los
dirigentes Judíos de Jerusalem los que eliminaron a alguien que molestaba(86). Sea como sea, el golpe parece haber sido rudo
para la Iglesia de Jerusalem que, aunque no fue molestada después de la muerte
de su jefe, no tuvo éxito, quizá, a la hora de encontrar un sucesor hasta
después de la destrucción del Templo en el 70(87).
Cuando el ejército Romano sitió la capital, donde los Zelotes habían impuesto
un régimen de terror, Eusebio informa que los Cristianos de Jerusalem y Judea
huyeron a Pella, ciudad pagana de la Decápolis situada al Este del Jordán(88). Esto ha sido puesto en duda por diversos
historiadores, aunque hay que mantener su veracidad. Lo más probable es que,
privados de su jefe que tanto tiempo los había dirigido, la comunidad se
dispersó, dejando a algunos de sus miembros ligados a los Zelotes en la
capital, mientras que sus dirigentes se instalaban en Pella y otros fieles se
refugiaban lejos de las zonas de combate. De todas formas, incluso si la
Iglesia regresa a Jerusalem después de los 70, la influencia que había ejercido
en tiempos de Pedro y Santiago sobre todas las comunidades exteriores no se
restableció. De un régimen muy centralizado como el que había conocido antes
del 62, el Cristianismo pasa desde entonces a un congregacionismo integral,
favorable a todas las dispersiones, en el momento mismo cuando el Judaísmo
restablecía en Jamnia un centro potente que iba a tomar la tarea de su reforma
y proponer a todas las sinagogas lo que se puede llamar una ortodoxia.
------------------------
1.
Juan 21:2-3.
2.
Luc. 24:17-21.
3.
Cf. Hech. 10:40-41.
4.
Mat. 28:9-10, 18-20;
Luc. 24:13-53; Juan 20:14-29; 21:1-23.
5.
Hech. 1:3-11.
6.
Hech.9:1-19;
22:6-16; 26:12-18.
7.
Gal. 1:15-17; 1 Cor.
9:1 y 15:8.
8.
Ver E. Trocmé, “Libro
de los Hechos y la historia” Paris, pp. 175-79.
9.
Mat. 28:9-10; Juan
20:14-18.
10.
Mat 28:1-7; Marc.
16:1-8; Luc. 24:1-10; Ju. 20:1-2, 11-13.
11.
Cf. Marc. 16:8; Luc.
24:11.
12.
1 Cor. 15:5; Luc.
24:34.
13.
1 Cor. 15:7.
14.
1 Cor. 15:5.
15.
1 Cor. 15:7.
16.
1 Cor. 15:6.
17.
Mat. 28:16-20; Juan,
capítulo 21.
18.
Luc. 24:13-32;
Hechos 9:1-19; 22:6-16; 26:12-18.
19.
Hechos 1:9.
20.
Hechos 1:13-14.
21.
Gálatas 1:18-19.
22.
Hechos 4:34-37.
23.
Hechos 5:1-11.
24.
Cf. Marc. 3:13-19.
25.
Cf. Mat. 19:28.
26.
Regla de la
Comunidad, VIII: 1-4.
27.
Cf. Christian Grappe, “D´un
Temple à l´autre. Pierre et l´Église primitive de Jérusalem”, Paris,
1992, pp. 51-73.
28.
Hechos 6:1.
29.
Hechos 2:46; 3:1.
30.
Hechos 2:46.
31.
Hechos 2:38-41.
32.
Hechos 2:42.
33.
Charles H. Dodd, “Conformément
aux Écritures”, Paris, 1968.
34.
Marc. 12:28-34.
35.
Mat. 5:17-48.
36.
Luc. 10:29-37.
37.
R. Bultmann, “L´histoire
de la tradition synoptique”, Paris, 1973.
38.
2:41; 4:4.
39.
Hech. 9:1-2, 10, 19;
Hech. 9:30-43; Hech. 9:32.
40.
Cf. Hechos 9:31.
41.
Hechos 6:8; 8:5-7.
42.
Marcel Simon, “Saint
Stephen and the Hellenists in the Primitive Church”, Londres, 1958.
Martin H. Scharlemann, “Stephen, a Singular Saint”,
Roma, 1968.
43.
Hechos 6:13-14;
7:46-53.
44.
Hechos 7:57-60.
45.
Hechos 8:1-3.
46.
Cf. Juan 18:15.
47.
Oscar Cullman, “Le
Milieu Johannique, étude sur l´origine de l´évangile de Jean”,
Neuchâtel-Paris, 1976; “La Communauté johannique et
son histoire, la trajectoire de l´évangile de Jean aux deux premiers siècles”,
ed. Por J.D. Kaestli, J.M. Poffet, et J. Zumstein, Genpeve, 1990.
48.
Hechos 12:1-2.
49.
Hechos 12:3-4.
50.
Hechos 12:5-11.
51.
Hechos 12:17.
52.
Hechos 15:7-11.
53.
El mejor estudio sobre Pedro: Oscar Cullmann, “Saint Pierre, disciple, apôtre, martyr”,
Neuchâtel-Paris, 1952.
54.
Hechos 21:18.
55.
Gálatas 1:18-19.
56.
Gálatas 2:1, cf.
Galátar 1:18.
57.
Gálatas 2:9.
58.
Gálatas 2:11.
59.
Sobre Santiago, ver el excelente estudio de
Pierre-Antoine Bernheim, “Jacques, frère de Jésus”,
Paris, 1996.
60.
Eusebio, “Historia
Eclesiástica”, II, 1:2 que cita a Clemente de Alejandría; Jerónimo, “De viris illustribus”, II.
61.
Hechos 1:14; 1 Cor.
9:5; cf. Judas 1.
62.
Mateo 1:1; Luc. 1:32
y 3:31; Rom. 1:3; Timot. 2:8; Apoc. 5:% y 22:16.
63.
Eusebio, “Historia
Eclesiástica”, III, 11,1 y IV, 22,4.
64.
Eusebio, ibid. III, 20:6 y 32:6.
65.
Marc. 12:35-37; Juan
7:42.
66.
Marc. 3:20-35; Marc.
6:1-6; Juan 7:29.
67.
Hechos 11:30; 15:2.
68.
Historia
Eclesiástica, II,23, 4-18.
69.
Hechos 15:13-21.
70.
Gálatas 2:1-10.
71.
Cf. Gálatas 2:10;
Rom. 15:25-27.
72.
Hechos 11:22-24.
73.
Hechos 11:27-29.
74.
Hechos 15:1-33.
75.
Gálatas 2:14.
76.
Gálatas 2:11-13.
77.
Gálatas 1:6-9; 3:1;
4:17; 5:7-12; 6:12-13; Filipenses 3:2, 18-19; 2 Cor. 3:1; 5:12; 10:12; 11:4-5,
12-15, 18-23; 12:11.
78.
Romanos 15:23.
79.
Romanos 15:25-32.
80.
Capítulos 20 y 21.
81.
Gálatas 2:10.
82.
Hechos 15:23.
83.
Cf. M. Simon, “De
l´observance rituelle à l´ascèse, recherches sur le Décret apostolique”,
en “Revue de l´histoire des religions”,
CXCIII, 1, Paris, 1978, pp. 27-104; recuperado en “Le
Christianisme anticue et son contexte religieux. Scripta varia”,
Tübingen, 1981,t. II, pp. 725-802.
84.
Antigüedades de los
Judíos, XX, 9, 1.
85.
Historia
Eclesiástica, II, 23.
86.
Volveremos a tratar este tema.
87.
Eusebio, “Historia
Eclesiástica”, III, 11, 1.
88.
Historia Eclesiástica, III, 5, 3.
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