sábado, 13 de julio de 2013

LA PRIMERA IGLESIA DE JERUSALEM


LA PRIMERA IGLESIA DE JERUSALEM
El capítulo de la historia de Israel abierto por Jesús no estaba cerrado. Los discípulos del Maestro crucificado huyeron y muchos de ellos regresaron a Galilea para re-tomar su vida ordinaria, por ejemplo la pesca en el lago Tiberiades(1). Su entusiasmo había desaparecido(2). Habían sido engañados y, cualesquiera fuese su añoranza, no estaban dispuestos a dejarse re-mobilizar.

Es entonces cuando se produjeron fenómenos extraordinarios que modificaron completamente está actitud. No se trata de señales cósmicas, ni sucesos públicos, sino de fenómenos privados, reservados a los discípulos(3): las apariciones del difunto, del que se decía vivía después de su muerte y les ordenaba de continuar su obra. No existe ningún relato sobre estas apariciones: El Evangelio de Marcos no las menciona; los otros tres Evangelios sí(4), pero son incompatibles unas con las otras; los Hechos de los Apóstoles presentan su propia versión(5) y ofrecen tres relatos divergentes de la aparición del Jesús resucitado a Saulo/Pablo de Tarso(6). Este último no cuenta en ninguna parte en sus cartas la aparición y se contenta con alusiones muy breves(7).

Por lo tanto no hay duda que estas “cristofanías” fueron el origen de la fe en Jesús como Mesías y de la actividad de los discípulos para difundir esta convicción. La muy antigua confesión de fe citada por Pablo en 1 Corintios 15:3-7 es la mejor prueba. Sería pues importante hacerse una idea de lo que realmente ocurrió poco después de la inhumación de Jesús.

El carácter tardío y legendario de los diversos relatos los hace inutilizables para el historiador, salvo la aparición a Pablo de la cual las tres versiones parecen remontarse a dos tradiciones independientes, una de la Iglesia de Damasco y la otra del grupo de misioneros que acompañaban a Pablo(8). Hay en los rasgos comunes de las dos tradiciones un núcleo histórico al que me referiré más abajo. La ausencia de relato antiguo de las otras apariciones se explica fácilmente por el carácter sagrado de un encuentro con un ser divino. Se podía afirmar haber encontrado al Jesús resucitado, como el mismo Pablo hizo, atestiguar que otros habían tenido la misma experiencia –pero no describir el evento. Además, la enumeración de las apariciones del Resucitado pronto vino a ser un elemento esencial de la confesión de fe: la fórmula de 1 Corintios 15:3-7, ya venerable en los 50 de nuestra era, cuando Pablo evangelizaba Corinto, muestra la evidencia. Es decir que estas apariciones tenían para los cristianos una importancia capital, que nos impide pasarlas por alto. Otro dato interesa al historiador: dos de los Evangelios mencionan una o varias mujeres beneficiarias de la primera aparición de Jesús(9). Este hecho, que no ha sido considerado digno de figurar en la confesión de fe, debido al inferior estatus de la mujer, tiene muchas posibilidades de formar parte del núcleo histórico a retener.

En fin, hay que mencionar los relatos del descubrimiento de la tumba Vacía. La narración cuádruple del descubrimiento por las mujeres de la tumba de Jesús abierta y vacía(10) a sido a menudo considerada como puramente legendaria. La Tumba vacía no es mencionada en la confesión de fe de 1 Corintios 15:3-7, ni en las epístolas de Pablo, que evocan a menudo la resurrección de Cristo. La presencia de ángeles en la tumba es un rasgo mitológico. Hay diferencias importantes entre los cuatro relatos, que reposan en la idea que la tumba de Jesús había sido claramente identificada, aunque la inhumación en una fosa común era la regla habitual para los condenados ejecutados. A pesar de la fuerza de estos argumentos, la prudencia se impone, porque este relato de la tumba Vacía es la conclusión de un relato litúrgico de la Pasión del que se puede decir sin dudarlo que se formó durante los diez años que siguieron al suplicio de Jesús, y por añadidura en Jerusalem. En estas condiciones, el historiador ha de admitir que hay un núcleo histórico en este episodio, que se ha valorizado substituyendo el testimonio angélico por el de las mujeres, considerado demasiado frágil (11).

Se puede pensar pues que al descubrimiento de la Tumba Vacía por las mujeres seguidoras de Jesús siguieron las apariciones del Resucitado, unas a individuos, como Pedro (12) y Santiago(13), otras a grupos más o menos numerosos, como los doce(14) o los apóstoles(15), e incluso ante toda una asamblea(16). Estas apariciones tuvieron sin duda lugar en diversos lugares, unas en Jerusalem, como afirman el Evangelio de Lucas y Juan, capítulo 20, otras en Galilea(17) o en otros lugares(18). En cuanto a la fecha, se puede decir que comenzaron poco después del descubrimiento de la Tumba Vacía y que duraron varios meses, quizá varios años, a pesar del esfuerzo realizado por el autor de Hechos de los Apóstoles para limitarlas a los cuarenta días que siguieron a la resurrección(19).

De reacciones, conciliábulos, quizá de polémicas suscitadas por estos eventos sobrecogedores, nada sabemos. Se podría decir que a juzgar por la disposición del contenido de la confesión de fe citado por Pablo en 1 Corintios 15:3-7, las apariciones concernían a dos grupos, uno asociado a Pedro, uno de los primeros discípulos de Jesús, o sea los Doce  y una comunidad de más de quinientos hermanos, el otro asociado a Santiago, hermano del Señor, a saber “todos los apóstoles”. Esta bipolaridad de círculos tocados por las cristofanías constituye un dato en bruto que la documentación de que disponemos no nos permite analizar de manera más exacta. Sólo se puede decir que el grupo alrededor de Pedro tiene aspectos de una comunidad religiosa provista de un encuadramiento que obtiene su autoridad de las relaciones estrechas que éste había tenido con Jesús durante su ministerio público, mientras que Santiago parece beneficiarse de una legitimidad dinástica que le autoriza a delegar su autoridad en mandatarios –dado que este es, según el uso judío del término, el sentido de la palabra “apóstol”. Si hay que creer el libro de los Hechos(20) y la Epístola a los Gálatas(21), estas dos personas y su entorno pronto se encontraron una al lado de la otra en Jerusalem, donde habían decidido instalarse.

He aquí una elección sorprendente. En lugar de aprovechar la simpatía suscitada por la actividad de Jesús en Galilea, región de la que eran originarios, los beneficiarios de las apariciones del Resucitado se instalan en la boca del lobo, el lugar donde las autoridades del Templo y las autoridades romanas se habían asociado para deshacerse de Jesús. Esta paradójica elección no puede comprenderse sino admitiendo una doble motivación de parte de los miembros de los dos grupos. Persuadidos en primer lugar que el Templo y la Ciudad santa eran el lugar elegido por Dios para su intervención escatológica, pensaron evidentemente que el Cristo, cuya resurrección demostraba la legitimidad, regresaría a este lugar para completar su obra trágicamente interrumpida. Convenía pues que los fieles estuviesen en el lugar para recibir a su Maestro a su regreso. Esto conllevaba la aceptación de algunos riesgos.

Por otro lado, los beneficiarios de las apariciones del Resucitado entendieron todos este evento sobrecogedor como una orden de misión. Se consideraron desde entonces como encargados de continuar la predicación de su Maestro a Israel. La afirmación de la presencia del Reino de Dios ligado a la persona de Jesús se transformaba por lo tanto, de acuerdo con las circunstancias, anunciando la inminencia del regreso de Cristo a la tierra, para realizar este Reino divino tan esperado. Qué lugar mejor, para difundir este mensaje, que la ciudad donde los peregrinos afluían en masa varias veces al año, de todos los lugares Palestinos-Judíos y de la diáspora?

Sin duda algunos de los partisanos de Jesús se quedaron en los pueblos de Galilea donde encontraron al Maestro. Aunque nada permite afirmar que se hubiesen organizado en comunidades religiosas distintas de las sinagogas. Sin duda permanecieron ligados a su  actividad profesional y a su vida familiar, guardando el recuerdo que reconocía lo que Jesús les había aportado. Constituían más un terreno favorable a la acción ulterior de predicadores Cristianos que un grupo coherente capaz de enunciar una teología o una cristología propia.

Distinta era la situación de los grupos establecidos en Jerusalem. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen sobre estos últimos, en los capítulos del 1 al 5 en particular, una cantidad de informaciones más o menos sólidas. Hay que realizar una crítica atenta de estos capítulos para llegar a una reconstitución verosímil de las instituciones, de la vida y del pensamiento de este núcleo de algunas decenas de personas, pronto enriquecido con la adhesión de numerosos hermanos obtenida por la predicación de los portavoces del Resucitado. 

El núcleo inicial mencionado en Hechos 1:13-15 estaba constituido por discípulos y familiares de Jesús, venidos de Galilea. Para financiar el establecimiento en Jerusalem, parecen haber vendido sus bienes inmobiliarios y puesto en común el dinero recolectado. Entre los hermanos que se unieron a ellos en la capital, algunos al menos hicieron lo mismo y, a cambio del sacrificio, fueron admitidos en el grupo de los “santos”(22), cuyo prestigio era lo bastante grande como para suscitar maniobras fraudulentas a cargo de candidatos sin escrúpulos, como lo demuestra la lamentable historia de Ananías y Safira(23). La gestión de los fondos comunitarios estaba asegurada por los “Doce”, un grupo de discípulos designados por Jesús cuando aún vivía, según todas las apariencias(24), y que se habían beneficiado de las primeras apariciones del Resucitado. Otra la probable referencia a las doce tribus de Israel(25), hay en la función dirigente de los “Doce” una semejanza sorprendente con la autoridad reconocida en Qumran a un grupo de “doce hombres y tres sacerdotes”(26). Quizá estemos ante un indicio de influencia esenia sobre la primera Iglesia de Jerusalem, donde la práctica de la comunidad de bienes podría también estar inspirada en el modelo de Qumran, incluso aunque hubiese tenido en su origen un motivo empírico.

Se podrá objetar que Jesús, en lo que sabemos, no había tenido ningún contacto con el esenismo y que un grupo religiosos que había venido a establecerse en la Villa santa no tenía gran cosa en común con los cenobitas del desierto de Judá. Cierto, pero los discípulos de Jesús privados de la presencia de su Maestro habían de reinventarlo todo y los Esenios les ofrecían a la vez una reflexión sobre el Mesías y una interpretación de las profecías actualizando su contenido, sin hablar de un modelo institucional seductor. Hay que añadir que un cierto orden esenio parece haber sido implantado en algunas localidades de Palestina, comprendida Jerusalem, donde la arqueología nos revela la existencia de un barrio esenio. En breve, la existencia de relaciones entre los Esenios y los primeros discípulos de Jesús reunidos en Jerusalem no tiene nada de imposible –al contrario. Sería ingenuo creer que la comunidad cristiana fue una copia del esenismo. Pero lo sería aún más imaginar que la Iglesia se constituyó sin sufrir la influencia de este gran movimiento contestatario judío(27).

El modelo esenio fue ampliamente imitado por la primera Iglesia en el plan institucional: grupo central de “santos” con gran autoridad, alrededor de un colectivo de doce hombres ejerciendo todos los poderes; comunidad de bienes en el seno de este núcleo; disciplina rigurosa impuesta a los miembros del grupo; ejercicio muy amplio de la solidaridad entre los miembros de este grupo, aunque también hacia todos los miembros en necesidad, comenzando por las viudas(28). La comunidad entera, y más aún el núcleo central, llevaban una vida Litúrgica muy activa y muy organizada. A las horas de la oración judía, sus miembros se reunían en el Templo(29), donde su presencia suscitaba a la vez cierto entusiasmo popular y reacciones más o menos vivas de las autoridades sacerdotales. La práctica diaria de las comidas en común, junto con los elementos Litúrgicos, mal conocidos por nosotros, estaba reservada a las reuniones más privadas que reunían a los hermanos en casas(30). Nada sabemos de las condiciones de administración del bautismo, que parece haber sido practicada muy pronto(31) y que debía ser un rito de admisión cercano al bautismo de Juan Bautista. En las reuniones en casas, una enseñanza era dada, en particular por los Doce(32). Comprendía sin duda una interpretación cristológica de la persona y obra de Jesús, acompañada de referencias a la Escritura y exhortaciones morales.

A esta vida Litúrgica diaria se añadía, como era natural en un medio judío, la celebración de las fiestas del calendario, comenzando con el “shabbat”. Pero parece que desde el comienzo los discípulos de Jesús habían añadido a los ritos judíos, que no celebraban quizá todos, sobretodo cuando se trataba de sacrificios sangrientos, actos Litúrgicos nuevos. La tarde siguiente al Shabbat o al día siguiente por la mañana, se celebraba en las casas la resurrección de Jesucristo, apoyándose quizá en las listas de apariciones como la de 1 Corintios 15. Este es el origen de la práctica del culto dominical. Cuando tenían lugar las fiestas que acercaban a Jerusalem a los peregrinos, en particular con ocasión de la Pascua, se conmemoraba la Pasión de Jesús de una manera más pública, reuniendo a los hermanos de Jerusalem y a aquellos que habían venido a la capital como peregrinos en los lugares donde ciertos episodios habían marcado los últimos días del Maestro y relatando las etapas de su martirio. Tal es el origen de los relatos que los cuatro Evangelios hacen de la Pasión y que se remontan todos a un mismo arquetipo del que se puede decir que había adquirido su forma menos de diez años después de estos trágicos sucesos. El lugar privilegiado que el relato de la última cena de Jesús con sus discípulos ocupa en esta larga narración sugiere que estas reuniones conllevaban una comida conmemorativa más solemne que las comidas comunitarias diarias. O sea, lo que se llamó “eucaristía” se ajustaba a lo que en los siglos II y III fue llamado “agape”.

Los dirigentes de la comunidad sólo ejercían actividades de gestión, disciplinarias, y Litúrgicas. Tenían como tarea esencial ofrecer a los miembros enseñanzas susceptibles de dar un sentido positivo a los trágicos sucesos que los habían separado de su Maestro, así como a la vida de la comunidad y de cada uno de los hermanos. Para comprender el destino paradójico de Jesús, la Santa Escritura ofrecía algunas claves, dondequiera se hablase del sufrimiento del Justo o del Siervo del Eterno, tanto más cuando estos pasajes terminaban casi siempre con la afirmación del triunfo divino y del retorno a la vida de los oprimidos. Como los Esenios, los primeros cristianos consideraron estos textos antiguos como profecías relacionada con los eventos que se habían producido ante sus ojos y vieron ante todo el anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, así como la afirmación de su carácter salvífico. Algunos otros pasajes relativos al perdón divino, a la efusión del Espíritu Santo, al amor de los hermanos fueron aplicados a la primera Iglesia y a sus miembros, igual como la gente de Qumran habían leído su propio destino. Habría que pensar, como C.H. Dodd(33), que de hecho los primeros Cristianos redujeron la Escritura a los capítulos donde ellos leían semejantes profecías?  Habría que estimar que la Biblia de los primeros Cristianos estaba constituida por unos cuantos versículos que profetizaban el destino de Jesús y de los primeros discípulos? Esto sería ir demasiado lejos. Aunque ciertamente hubo grados en la autoridad reconocida a los Libros santos, que, sin duda, no se leían íntegramente.

Otra fuente de la enseñanza prodigada por los primeros maestros Cristianos fue el rico tesoro de los títulos mesiánicos elaborados por los Esenios gracias a los elementos que ofrecían las Escrituras. Lo que había sido aplicado al Maestro de Justicia o a uno de los Mesías del fin de los tiempos fue masivamente aplicado a Jesús: Mesías, traducido “Cristo” en Griego; Profeta, a menudo referencia al Deuteronomio 18:15, 18-19; Señor, título reservado a Dios en la Biblia Judía; Siervo de Dios; el Santo y el Justo; Príncipe y Salvador, etc. sería vano tratar de buscar en esta copiosidad un orden o una doctrina elaborada. Lo que sobresale claramente es que se quiere hacer de Jesús el Enviado último de Dios entre los hombres, el que trae la revelación perfecta y la redención total. No es exagerado decir que la primera Iglesia de Jerusalem creó la cristología y que es sobre esta base que el pensamiento cristiano se fundamentó.

La enseñanza dada por los dirigentes de la primera Iglesia a sus fieles conllevaba también un gran componente moral. La Ley mosaica era para ellos en este aspecto una referencia esencial, como era el caso para todos los Judíos. Pero era la Ley tal como Jesús la había interpretado: resaltando el doble mandamiento del amor hacia Dios y el prójimo(34); búsqueda más allá de los mandamientos –en particular los del Decálogo- de la exigencia ilimitada de Dios(35); universalización de la noción aún un poco tribal del “prójimo”(36), etc. Así entendida, la Ley se convertía en una llamada a la conciencia individual, en lugar de la regla que regía la vida social. Para hacer incontestable esta transformación, la enseñanza del Maestro, ya memorizada cuando en vida, fue conservada con gran cuidado y transmitida a los nuevos conversos. Esta tradición, completamente oral en sus comienzos, fue poco a poco tomando forma y puesta por escrito. Además de las palabras de Jesús sobre el sentido de la Ley, estas incluían también relatos de las controversias mantenidas por el Maestro cara a sus adversarios y palabras diversas relativas al fin de los tiempos, al Reino de Dios, a la relación de Jesús con el Padre, así como algunas parábolas que ilustraban esta enseñanza. Esta tradición, junto con otros complementos, forma la base de los tres primeros Evangelios canónigos(37).

La comunidad así organizada y enseñada no estaba apartada del mundo. Al elegir vivir en una ciudad –además ciudad de peregrinaje-, había optado por las relaciones frecuentes con la sociedad que la rodeaba. Estas relaciones estuvieron dominadas por el esfuerzo de difusión del Evangelio que ha caracterizado a este grupo y ante todo a sus dirigentes. Frecuentando regularmente el Templo y aprovechando cada ocasión para evangelizar a la gente, los primeros Cristianos suscitaron oposiciones, por supuesto, pero también numerosas adhesiones como aparece en Hechos, capítulos del 3 al 5, ofreciéndonos un cuadro colorido de leyenda, aunque bastante fiel en lo esencial. Incluso si los números que aparecen en el relato en el libro de los Hechos(38) hay que tomarlos con reserva, parece ser que la decena de personas llegadas de Galilea ganaron para la causa un cierto número de compatriotas. Las grandes reuniones de peregrinos con ocasión de las fiestas de primavera y otoño eran ocasiones particularmente favorables para difundir la Buena Nueva de la proximidad del Reino de Dios, del que Jesús sería el iniciador. Los peregrinos al venir tanto de la diáspora como del Judaísmo Palestino, se puede admitir que el Evangelio tuviese así una amplia difusión y que algunas comunidades pudieran nacer de esta manera, por ejemplo en Damasco, en Jope, en Lydia(39), sin que tuvieran que desplazarse los predicadores de Jerusalem. Por lo tanto, los dirigentes de la primera Iglesia tuvieron en cuenta estas pequeñas comunidades exteriores y tomaron la costumbre de ir a apoyarlos y recordarles que la comunidad-madre de la Ciudad Santa era la sede de la autoridad espiritual.

Esta autoridad se traducía con el nombre atribuido a la asamblea cristiana de Jerusalem, el título de Iglesia. La forma griega de esta palabra, “ekklesia” designa a la asamblea general de ciudadanos de una ciudad y no tiene, a primera vista, ningún sentido religioso. Aunque la versión griega de la Biblia Hebrea llamada de los Setenta emplea este término para traducir el giro hebreo “q(e)hal Yahveh”, empleado para designar a la asamblea general del pueblo en el desierto, reunida a la llamada de Moisés. Así, “ekklesia tou theou” era en el medio Judío la designación de la reunión del pueblo elegido. Utilizando este término, sea bajo la forma hebrea, bajo su forma Aramea o en su forma griega, la comunidad de Jerusalem se presentaba como otra cosa distinta a un simple movimiento religioso, se afirmaba como la prefiguración de la reunión de todo el pueblo elegido ante su Dios. Los grupos exteriores a Jerusalem(40) pertenecían a la misma “Iglesia” y tenían las mismas autoridades que podían realizarles visitas para comprobar que todo iba según la buena regla.

Aunque el auditorio que recibía la predicación del Evangelio estuviese completamente compuesto de Judíos, era también de una gran diversidad cultural. El relato de Pentecostés informa en el capítulo 2 del Libro de los Hechos, a pesar de su forma legendaria, que Jerusalem atraía, a parte de los peregrinajes, a Judíos de la diáspora la más lejana, quienes se establecían para estar cerca del santuario. Una vez unidos a la fe Cristiana, estas gentes podían jugar un papel muy activo en la predicación a sus compatriotas venidos como peregrinos.

Estamos un poco más informados acerca de uno de estos grupos Judíos Palestinos establecidos en Jerusalem que eran sensibles a la predicación Cristiana: el que los Hechos de los Apóstoles llaman, con un término muy general, los Helenistas, que parece haber tenido opciones doctrinales diferentes a las de la mayoría. Este grupo aparece a comienzos del capítulo 6 de los Hechos, en un relato un tanto reducido. Con el aval de los Doce, se dotan de un grupo de siete dirigentes todos con nombres griegos, pero todos Judíos a excepción de un prosélito. Este nuevo círculo está, según Hechos 6:3, encargado del “servicio de las mesas”, mientras que los Doce se quedaban con las funciones de predicación y oración. Por lo tanto, aquellos Siete de los que sabemos algo son ante todo misioneros, y a la vez predicadores y taumaturgos(41). Se puede pensar que el arreglo entre los Doce y los Siete evocado en Hechos 6:3 no se corresponde con la realidad. Los Siete fueron de hecho creados para realizar en beneficio de los Helenistas el mismo papel que los Doce respecto a la asamblea de la primera comunidad. Se trata pues de una escisión, aunque ésta se lleve a cabo por consentimiento mutuo.

Para llegar a esto, es necesario algo más que una diferencia lingüística y diferencias respecto a la distribución de la ayuda social a las viudas. No había divergencias doctrinales y actitudes diferente de cara al medioambiente? Es muy probable(42). La agresividad de Esteban, principal portavoz de los Helenistas, respecto al Templo(43) está completamente en ruptura con la actitud de los Doce, quienes llevaban a la comunidad a orar en el santuario. Mientras que la mayoría de la Primera Iglesia adoptaba una actitud más bien conciliadora respecto a las autoridades del Templo aunque no participasen en el culto sacrificial, Esteban y los suyos buscan el enfrentamiento con las autoridades, en quienes veían a unos verdaderos idólatras. De hecho el conflicto parece haber estallado muy pronto después de la emancipación de los Siete, posterior de muy poco a la fundación de la primera Iglesia. Así, no hicieron falta más de dos años para que la seguridad de los primeros Cristianos fuese puesta en peligro por los excesos verbales de uno u otro de los Helenistas. El linchamiento de Esteban(44) desata una crisis con las autoridades Judías, incluso cuando éstas diferenciaron entre los Doce, aguerridos pero conciliantes, y los adherentes a las tesis de los Siete, bastante más perturbadores(45). Estos últimos se vieron obligados a huir de Jerusalem y de Judea, para escapar del Sanedrín de la capital. Los miembros de la comunidad que estaban cerca de los Doce pudieron permanecer en la Ciudad santa, donde se continuó tolerándolos.

Aún liberados de este grupo disidente, la Iglesia de Jerusalem no encuentra la unidad perfecta. Un grupo mucho más discreto que el de los Helenistas se había formado alrededor de un discípulo de Jesús, quizá Juan, uno de los Doce, en circunstancias que nos son desconocidas. El indicio más seguro de la existencia de tal grupo es la presencia tras el cuarto Evangelio de una tradición particular de los hechos y palabras de Jesús, emparentada en ciertos puntos con la tradición de los Doce, pero a la vez original y sólidamente enraizada en suelo Palestino. Sin duda lo que se vino a llamar “círculo Juánico” era más Judío que el núcleo primitivo de la gran Iglesia, donde los Galileos eran mayoría. Quizá tenía su propia existencia comunitaria, así como lazos con los medios sacerdotales(46), lo que explicaría algunas características de la tradición subyacente al cuarto Evangelio. De todas formas este grupo marginal no parece haber nunca roto con la mayoría de la Iglesia. Las dos corrientes de la tradición tienen por lo tanto muchas cosas en común, en particular el relato de la Pasión, muy cercano en el cuarto Evangelio a la versión de los tres primeros. La diferencia fundamental entre estas dos corrientes es más bien de orden teológico. La concentración en la persona de Cristo es bastante más fuerte en la tradición juánica y esta tendencia no hará sino acentuarse durante la redacción de los Evangelios(47).

La comunidad primitiva de Jerusalem, en expansión numérica rápida, atravesada por corrientes divergentes, muy influenciada por un esenismo vigorosamente contestatario respecto a los medios sacerdotales, no podría disfrutar mucho tiempo de la estabilidad casi ideal que le atribuyen los primeros capítulos de Hechos de los Apóstoles. A pesar de la extrema discreción de estos, se puede adivinar que la comunidad armoniosa de los primeros años no consiguió subsistir mucho tiempo. La crisis suscitada por la persecución de Herodes Agripa, que se puede datar precisamente en los primeros meses del año 44 de nuestra era, no hizo sino precipitar una evolución ya iniciada. Aunque marca el paso de la comunidad primitiva a una vida de Iglesia más cercana a lo que será más tarde el régimen ordinario de esta institución.

El rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, consiguió a partir del año 41 reunificar los territorios Judíos de Palestina bajo su dominio, gracia a la ayuda de Roma. Se apoyaba en los medios sacerdotales que le estaban agradecidos por haber contribuido a apartar la amenaza de la erección de una estatua imperial en el Templo, idea de Calígula. Es sin duda bajo la incitación sacerdotal que hizo decapitar a Santiago, hermano de Juan, uno de los Doce, sin que sepamos cuál era la causa inmediata de esta ejecución(48). Este asesinato habiendo encontrado la aprobación de la opinión, Herodes Agripa hizo arrestar a Pedro poco antes de la Pascua en el 44 y preparó su proceso para después de la fiesta(49). Antes de esta comparecencia, que habría amenazado a la Iglesia entera, Pedro se evadió en circunstancias rocambolescas que el autor de los Hechos presenta como una intervención divina(50). No le quedaba más que huir para escapar de la policía del rey, lo que hizo sin tardanza, después de haber encargado a algunos hermanos que avisaran a Santiago, el hermano del Señor(51). Pedro salvó su vida, aunque no su autoridad. En efecto, a pesar de la extrema discreción del autor de Hechos de los Apóstoles, está claro que Pedro dejó desde entonces de ejercer la autoridad suprema en la Iglesia de Jerusalem, donde volverá a reaparecer como misionero de los gentiles, con ocasión de una reunión consagrada a los problemas suscitados por la evangelización de los no-Judíos(52). De jefe inspirado dotado de una autoridad casi divina, descendió al rango de evangelista más o menos itinerante, cuya palabra ya no tiene para los hermanos en Jerusalem peso suficiente para aclarar un debate fundamental(53).

La autoridad que perdió pasó a Santiago, hermano del Señor, como Hechos 12, 17 lo sugiere y como Hechos 15:13-21 lo presenta, confiándole la tarea de sacar las conclusiones del debate sobre la evangelización de paganos y de proponer la solución que se impondrá a todos. Cuando tuvo lugar la última visita de Pablo a Jerusalem, entre diez y doce años más tarde, Santiago es presentado como el dirigente principal de la Iglesia(54) mientras que los Hechos de los Apóstoles hacen todo los posible por no hablar de este personaje cuyas opciones le eran extrañas. La importancia del papel de Santiago resalta igualmente en las menciones que Pablo, su principal adversario, hace de él en sus Epístolas. Como ya hemos mencionado, Santiago es mencionado entre los primeros beneficiarios de las apariciones de Jesús en 1 Corintios 15:7, en un texto confesional muy antiguo que Pablo cita aquí. Por otro lado, desde su primera visita a Jerusalem, Pablo afirma haberse encontrado, además de con Pedro, a quien había venido a visitar, con Santiago, a quien llama expresamente “el hermano del Señor”(55). Desde este momento, que podemos situar cerca de los años 30 de nuestra era, Santiago era ya una figura importante en la Iglesia de la Ciudad Santa, aunque Pedro fuese aún el jefe indiscutible. Ya, en la segunda visita de Pablo a la Iglesia de la capital, once años más tarde parece ser(56), Santiago se ha convertido en el jefe de la Iglesia, que Pedro y Juan segundan para la evangelización de los Judíos(57). Poco tiempo después, Santiago se muestra bajo los rasgos de un jefe temible, cuya autoridad se extiende a todas las comunidades Cristianas de la diáspora y se impone a Pedro(58). En breve, a partir del 44 d.C., aquel que solamente era un personaje respetado vino a ser el papa de la Iglesia de Jerusalem y, al mismo tiempo, de la Iglesia Universal(59). Este hecho es confirmado por diversas tradiciones ulteriores cuyo valor parece incontestable(60). Desde hace ochenta años, la autoridad de Santiago en la Iglesia, que se apoya sobre la de los “hermanos del Señor”(61), tiene un incontestable colorido dinástico, como el Califato en el Islam. La insistencia en la filiación davídica de Jesús, que se ve surgir de diversos lados(62), no está sin relación con esta tendencia. Además, el sucesor de Santiago a la cabeza de la Iglesia de Jerusalem fue un tal Simeón, primo hermano de Jesús(63), y dos nietos de Judas, hermano de Jesús, parecen haber jugado un papel importante en la Iglesia durante el reinado de Domitiano(64). Aunque estos hechos son mal conocidos, hay confirmaciones de la existencia de una corriente dinástica en el Cristianismo Palestino del siglo I. Esta corriente suscitó resistencias, que se expresaron en la puesta en tela de juicio del origen divino de Jesús(65) y por la incredulidad atribuida a toda su familia o más precisamente a sus hermanos(66), al menos durante la vida de Jesús.

Santiago, hermano del Señor, se beneficiaba de una legitimidad particular que le venía de su parentela con Jesús. Pudo pues, con ayuda de un nuevo grupo dirigente, el de los “ancianos”(67), tomar bajo su mando durante un largo periodo a la Iglesia de Jerusalem y, mediante esta, la Iglesia Universal en sus comienzos, pero que se desarrollaba rápidamente. El único texto que nos da una idea de la persona de Santiago es el de Eusebio, donde relata su martirio(68). Asceta riguroso, observador muy estricto de la Ley de Moisés, oraba asiduamente en el Templo y era tenido por el pueblo como un potente intercesor. Los dirigentes Judíos estaban pues celosos de su popularidad, que hacía de él un rival del sumo sacerdote. Esta noticia contiene varios rasgos legendarios, aunque no debe de ninguna manera ser excluida. Se muestra en todo caso que Santiago, gran predicador del Mesías Jesús, siguió siendo un Judío observante irreprochable. Los pasajes del Nuevo Testamento que lo evocan le atribuyen una actitud relativamente abierta, aceptaba acomodamientos para los convertidos de origen pagano(69) con el fin de mejor ayudar a su evangelización(70).

Sin duda esta tendencia al compromiso de cara a situaciones delicadas también jugó un papel importante en la manera como Santiago dirigió la Iglesia de Jerusalem. La rigidez de las instituciones de los primeros años parece haber sido atenuada. La disciplina comunitaria muy estricta parece haberse relajado, mientras que la comunidad de bienes desaparecía, para ser reemplazada por una actividad caritativa intensa, para la cual las contribuciones exteriores eran bienvenidas(71), quizá porque la composición social de la Iglesia estaba compuesta por gran cantidad de pobres. En fin, la influencia Esenia de los comienzos reculó ante la de las fraternidades fariseas.

Sobre este punto la orientación dada por Santiago a la Iglesia de Jerusalem seguía siendo rígida, a pesar del sentido de compromiso puesto en acción al principio. La autoridad jerusalemita se ejercía con vigilancia en la vida de las comunidades Cristianas de Palestina y de la diáspora. Tendencias centrífugas se manifestaban en estas comunidades y ponían en peligro la cohesión del movimiento Cristiano (comunidades de Palestina y de Siria fundadas por los Helenistas; empresa misionera personal de Pablo). Santiago y su entorno se esforzaron con tesón en defender la unidad que ellos consideraban amenazada. Bernabé fue enviado a Antioquia para evitar desviaciones debidas al éxito de la predicación del Evangelio a los Griegos(72); diversos profetas de Jerusalem le siguieron un poco más tarde suscitando un movimiento de solidaridad con los “hermanos que vivían en Judea”(73), lo que era una manera de reforzar los lazos aún frágiles entre los Cristianos de regiones alejadas; el encuentro en Jerusalem permitió llegar a un compromiso razonable acerca de los convertidos de origen pagano y dos enviados de la Iglesia madre, Judas y Silas, fueron a Antioquia para hacer conocer este acuerdo y fortalecer la fe de los hermanos(74); un poco más tarde Pedro se encontraba en Antioquia, “gente venida de parte de Santiago” hicieron, a pesar de la gran indignación de Pablo(75), cesar las comidas eucarísticas realizadas en común por Cristianos Judíos, incluidos Pedro y Bernabé, y Cristianos de origen pagano(76). Pablo se vio a continuación obligado a combatir a adversarios venidos tras sus pasos, en todas las ciudades donde había predicado, para recordar a los conversos la necesidad de ponerse al día con la Ley Judía si querían permanecer en comunión con la Iglesia de Jerusalem(77). Se ha mantenido a veces que estos judaizantes no tenían nada que ver con Jerusalem y con Santiago. Esta tesis es bastante improbable por el hecho que, cuando Pablo hubo adquirido la convicción que no había lugar para él en Oriente(78), estimó que no podía dejar de ir a presentarse a la Iglesia de Jerusalem, aunque temía no ser bien recibido, con una colecta realizada en las Iglesias que había fundado, antes de ponerse en camino hacia Roma y hacia España(79). Pablo demostraba así que sabía perfectamente de dónde emanaba la oposición que encontraba por doquier. Para liberarse a fin de poder evangelizar España con el apoyo de los Cristianos de Roma, quería reconciliarse con Santiago y con el grupo dirigente de la Iglesia de Jerusalem, demostrándoles que no amenazaba la unidad que ellos creían que amenazaba.

El relato en los Hechos de los Apóstoles del viaje de Pablo a Jerusalem a la cabeza de una numerosa delegación de las Iglesias de todo el mar Egeo(80) deja ver, a pesar de su carácter reconciliador, que el recibimiento realizado a Pablo por Santiago y los otros dirigentes de la Iglesia madre fue extremadamente reservado. Se le trata como un visitante inoportuno cuya llegada ponía en peligro la paz interior de la Iglesia de la capital. Se le impone una humillante purificación en el Templo. Y cuando fue arrestado por los Romanos después de haber sufrido una amenaza de linchamiento a manos de la muchedumbre Judía, la Iglesia no movió ni un dedo para venir en su ayuda. Pablo había discutido la autoridad de Santiago como para tomar el riesgo de manifestarle ningún tipo de solidaridad, incluso cuando había venido para rendirse. Con esta intransigencia, se mide hasta que punto el jefe de la Iglesia de Jerusalem se consideraba como obispo universal. 

Personalmente apto para el compromiso, Santiago se vio conducido, por su concepción de una unidad Cristiana fundada sobre el mantenimiento de la observancia legal, a rechazar cualquier suavización de las reglas mínimas impuestas poco después del encuentro del 48 por la Iglesia de Jerusalem a los convertidos de origen pagano. Aunque estas reglas habían sido concebidas para facilitar la vida a una minoría de no-Judíos en el seno de las comunidades con mayoría Judía. Desde el momento en que el número de Cristianos de origen pagano devino muy importante, hasta dar la mayoría a estos últimos, la observancia de estas reglas devenía precaria, incluso allí donde no se las consideraba, como en las Iglesias fundadas por Pablo, como completamente superadas. De ahí el incidente de Antioquia(81), consecuencia evidente de un cambio de mayoría que había convencido a Pedro y Bernabé de que el reglamento de Jerusalem había sido superado, hasta el día en que los enviados de Santiago les recordaron la regla establecida por la Iglesia-madre. Si en el siglo II de nuestra era, las cuatro prohibiciones enunciadas en Hechos 15:20-29 parecen haber sido la ley de todas las Iglesias, aunque solo concernían en el principio que a las de Siria y Cilicia(82), todo esto se debe sobretodo a la acción de Santiago. Es verdad que estas prohibiciones, rituales en su origen (respecto a las reglas mosaicas de sacrificio de animales para las tres primeras; respecto a la legislación mosaica sobre el matrimonio para la última), fueron cada vez más interpretadas, en un medio eclesial donde los Judíos ya no eran sino una ínfima minoría, como mandamientos morales: prohibición de participar en los sacrificios paganos, prohibición del homicidio, prohibición de mala conducta sexual, llamada a observar la Regla de Oro (que sustituye la prohibición de comer carne de animales ahogados)(83).

El largo periodo de prosperidad de la Iglesia de Jerusalem y de su influencia sobre todas las comunidades Cristianas exteriores a la Ciudad Santa iba a conocer un fin brutal, tanto por el martirio de Santiago como por la catástrofe que se abatió poco después sobre la capital Judía y su Templo. Del primero de estos eventos tenemos dos relatos bastante divergentes: el de Flavio Josefo(84) y el de Eusebio(85) quien reproduce un fragmento de las “Memorias” de Hegesipo, autor palestino de la segunda mitad del siglo II. Incluso si el pasaje de Josefo ha sido retocado por una mano Cristiana posterior, sigue siendo de lejos el más antiguo y debe ser preferido. Sitúa en el 62 de nuestra era la muerte por lapidación de Santiago y de “algunos otros”, después de su condena por el Sanedrín de Jerusalem bajo la instigación del Sumo Sacerdote Anán, que había aprovechado la ocasión de un intermedio entre dos prefectos romanos para convocar esta asamblea. El reproche hecho a los acusados era de haber violado la Ley mosaica, aunque la opinión de los jerusalemitas parece no haber creído en la culpabilidad de los condenados. El relato de Hegesipo sitúa la muerte de Santiago más cerca del comienzo del sitio de Jerusalem por los romanos en el 69 y la convierte en un linchamiento por un grupo de “escribas y Fariseos” inquietos del éxito de su predicación. Se dirá solamente que fueron los dirigentes Judíos de Jerusalem los que eliminaron a alguien que molestaba(86). Sea como sea, el golpe parece haber sido rudo para la Iglesia de Jerusalem que, aunque no fue molestada después de la muerte de su jefe, no tuvo éxito, quizá, a la hora de encontrar un sucesor hasta después de la destrucción del Templo en el 70(87). Cuando el ejército Romano sitió la capital, donde los Zelotes habían impuesto un régimen de terror, Eusebio informa que los Cristianos de Jerusalem y Judea huyeron a Pella, ciudad pagana de la Decápolis situada al Este del Jordán(88). Esto ha sido puesto en duda por diversos historiadores, aunque hay que mantener su veracidad. Lo más probable es que, privados de su jefe que tanto tiempo los había dirigido, la comunidad se dispersó, dejando a algunos de sus miembros ligados a los Zelotes en la capital, mientras que sus dirigentes se instalaban en Pella y otros fieles se refugiaban lejos de las zonas de combate. De todas formas, incluso si la Iglesia regresa a Jerusalem después de los 70, la influencia que había ejercido en tiempos de Pedro y Santiago sobre todas las comunidades exteriores no se restableció. De un régimen muy centralizado como el que había conocido antes del 62, el Cristianismo pasa desde entonces a un congregacionismo integral, favorable a todas las dispersiones, en el momento mismo cuando el Judaísmo restablecía en Jamnia un centro potente que iba a tomar la tarea de su reforma y proponer a todas las sinagogas lo que se puede llamar una ortodoxia.                                                     
                   
------------------------

1.     Juan 21:2-3.
2.     Luc. 24:17-21.
3.     Cf. Hech. 10:40-41.
4.     Mat. 28:9-10, 18-20; Luc. 24:13-53; Juan 20:14-29; 21:1-23.
5.     Hech. 1:3-11.
6.     Hech.9:1-19; 22:6-16; 26:12-18.
7.     Gal. 1:15-17; 1 Cor. 9:1 y 15:8.
8.     Ver E. Trocmé, “Libro de los Hechos y la historia” Paris, pp. 175-79.
9.     Mat. 28:9-10; Juan 20:14-18.
10.   Mat 28:1-7; Marc. 16:1-8; Luc. 24:1-10; Ju. 20:1-2, 11-13.
11.   Cf. Marc. 16:8; Luc. 24:11.
12.   1 Cor. 15:5; Luc. 24:34.
13.   1 Cor. 15:7.
14.   1 Cor. 15:5.
15.   1 Cor. 15:7.
16.   1 Cor. 15:6.
17.   Mat. 28:16-20; Juan, capítulo 21.
18.   Luc. 24:13-32; Hechos 9:1-19; 22:6-16; 26:12-18.
19.   Hechos 1:9.
20.   Hechos 1:13-14.
21.   Gálatas 1:18-19.
22.   Hechos 4:34-37.
23.   Hechos 5:1-11.
24.   Cf. Marc. 3:13-19.
25.   Cf. Mat. 19:28.
26.   Regla de la Comunidad, VIII: 1-4.
27.   Cf. Christian Grappe, “D´un Temple à l´autre. Pierre et l´Église primitive de Jérusalem”, Paris, 1992, pp. 51-73.
28.   Hechos 6:1.
29.   Hechos 2:46; 3:1.
30.   Hechos 2:46.
31.   Hechos 2:38-41.
32.   Hechos 2:42.
33.   Charles H. Dodd, “Conformément aux Écritures”, Paris, 1968.
34.   Marc. 12:28-34.
35.   Mat. 5:17-48.
36.   Luc. 10:29-37.
37.   R. Bultmann, “L´histoire de la tradition synoptique”, Paris, 1973.
38.   2:41; 4:4.
39.   Hech. 9:1-2, 10, 19; Hech. 9:30-43; Hech. 9:32.
40.   Cf. Hechos 9:31.
41.   Hechos 6:8; 8:5-7.
42.   Marcel Simon, “Saint Stephen and the Hellenists in the Primitive Church”, Londres, 1958. Martin H. Scharlemann, “Stephen, a Singular Saint”, Roma, 1968.
43.   Hechos 6:13-14; 7:46-53.
44.   Hechos 7:57-60.
45.   Hechos 8:1-3.
46.   Cf. Juan 18:15.
47.   Oscar Cullman, “Le Milieu Johannique, étude sur l´origine de l´évangile de Jean”, Neuchâtel-Paris, 1976; “La Communauté johannique et son histoire, la trajectoire de l´évangile de Jean aux deux premiers siècles”, ed. Por J.D. Kaestli, J.M. Poffet, et J. Zumstein, Genpeve, 1990.
48.   Hechos 12:1-2.
49.   Hechos 12:3-4.
50.   Hechos 12:5-11.
51.   Hechos 12:17.
52.   Hechos 15:7-11.
53.   El mejor estudio sobre Pedro: Oscar Cullmann, “Saint Pierre, disciple, apôtre, martyr”, Neuchâtel-Paris, 1952.
54.   Hechos 21:18.
55.   Gálatas 1:18-19.
56.   Gálatas 2:1, cf. Galátar 1:18.
57.   Gálatas 2:9.
58.   Gálatas 2:11.
59.   Sobre Santiago, ver el excelente estudio de Pierre-Antoine Bernheim, “Jacques, frère de Jésus”, Paris, 1996.
60.   Eusebio, “Historia Eclesiástica”, II, 1:2 que cita a Clemente de Alejandría; Jerónimo, “De viris illustribus”, II.
61.   Hechos 1:14; 1 Cor. 9:5; cf. Judas 1.
62.   Mateo 1:1; Luc. 1:32 y 3:31; Rom. 1:3; Timot. 2:8; Apoc. 5:% y 22:16.
63.   Eusebio, “Historia Eclesiástica”, III, 11,1 y IV, 22,4.
64.   Eusebio, ibid. III, 20:6 y 32:6.
65.   Marc. 12:35-37; Juan 7:42.
66.   Marc. 3:20-35; Marc. 6:1-6; Juan 7:29.
67.   Hechos 11:30; 15:2.
68.   Historia Eclesiástica, II,23, 4-18.
69.   Hechos 15:13-21.
70.   Gálatas 2:1-10.
71.   Cf. Gálatas 2:10; Rom. 15:25-27.
72.   Hechos 11:22-24.
73.   Hechos 11:27-29.
74.   Hechos 15:1-33.
75.   Gálatas 2:14.
76.   Gálatas 2:11-13.
77.   Gálatas 1:6-9; 3:1; 4:17; 5:7-12; 6:12-13; Filipenses 3:2, 18-19; 2 Cor. 3:1; 5:12; 10:12; 11:4-5, 12-15, 18-23; 12:11.
78.   Romanos 15:23.
79.   Romanos 15:25-32.
80.   Capítulos 20 y 21.
81.   Gálatas 2:10.
82.   Hechos 15:23.
83.   Cf. M. Simon, “De l´observance rituelle à l´ascèse, recherches sur le Décret apostolique”, en “Revue de l´histoire des religions”, CXCIII, 1, Paris, 1978, pp. 27-104; recuperado en “Le Christianisme anticue et son contexte religieux. Scripta varia”, Tübingen, 1981,t. II, pp. 725-802.
84.   Antigüedades de los Judíos, XX, 9, 1.
85.   Historia Eclesiástica, II, 23.
86.   Volveremos a tratar este tema.
87.   Eusebio, “Historia Eclesiástica”, III, 11, 1.
88.   Historia Eclesiástica, III, 5, 3.












No hay comentarios:

Publicar un comentario