LOS COMIENZOS DE PABLO
Pablo dice de sí mismo haber nacido de padres Judíos que
decían descender de la tribu de Benjamín, haber sido circuncidado a la edad de
ocho días y haber, como su padre, pertenecido al movimiento pietista de los
Fariseos (Filp. Cap. 3). Venía de una
familia Judía ortodoxa y muy celosa. Pero no habla de su lugar de nacimiento,
ni del lugar donde fue criado.
El autor de Hechos de los Apóstoles es más explícito al
respecto de estas cuestiones y de la familia de su héroe. Según este, Pablo
había nacido en Tarso, capital de la provincia romana de Cilicia (Hech. Cap. 22). Esta ciudad era una gran ciudad de
comercio, situada al término de las Puertas Cilicias, desfiladero estrecho a lo
largo de la cadena montañosa del Tauro que tomaba la ruta principal que unía la
meseta Anatolia con la planicie costera que daba a Mesopotamia y Siria del
Norte. Era también un puerto estuario activo, al cual accedían fácilmente los
navío de comercio que recorrían el Mediterráneo oriental, y centro intelectual heleno
reputado. La presencia, en esta ciudad, de una colonia Judía bien integrada en
la vida de la ciudad no tiene nada de sorprendente, el reino Seleucida de
Antioquia apoyaba desde el siglo IV antes de nuestra era la implantación, en
los centros urbanos de sus provincias occidentales, a Judíos venidos
principalmente de la numerosa diáspora de Mesopotamia, de los que se apreciaba
su lealtad.
En el momento del nacimiento de Pablo, este reino había
desaparecido y la Cilicia así como Siria se habían convertido en provincias
romanas. Así se explica que el padre de Pablo pudiese convertirse en ciudadano
romano, como lo afirma el libro de los Hechos (cap. 22). Pablo no menciona su
ciudadanía, lo que ha permitido a algunos críticos poner en duda este dato. Ya veremos
hasta que punto es probable esta información. El padre de Pablo sin duda
recibió esta distinción hereditaria por sus servicios realizados para las
autoridades romanas, lo que sugiere que era un notable de alguna importancia.
No sabemos nada de la apariencia física de Pablo, el retrato poco halagüeño que
de él ofrece los Hechos de Pablo (3:3) no
tiene ningún fundamento histórico. Una alusión realizada por Pablo mismo podría
hacer pensar que sufría una enfermedad crónica dolorosa (2 Cor. Cap. 12), de la que tuvo una crisis aguda
durante su primer viaje al sur de Galacia (Gál.
Cap. 4). Las numerosas hipótesis emitidas por diversos críticos al
respecto de esta enfermedad son inverificables.
El libro de los Hechos nos hace igualmente saber que el
nombre Judío de Pablo era Saulo, nombre que emplea exclusivamente para
designarlo hasta el capítulo 13, cuando tuvo lugar el encuentro de los
misioneros Cristianos Bernabé y Saulo con el procónsul Sergius Paulus, en
Chipre. Después de este episodio, lo nombra solamente con Pablo, que por otro
lado aparece sólo en las cartas paulinas. Se ha llegado a veces a la conclusión
por la manera como el libro de los Hechos pasaba de un nombre al otro que Saulo
tomó el nombre de Pablo a partir de este encuentro, con el fin de obtener el
favor del poderoso personaje que era este procónsul, más o menos convertido por
él a la fe en Cristo. Esta hipótesis es harto poco probable, puesto que el
encuentro con Sergius Paulus podría ser legendario. Lo que es mucho más
probable, es que, igual que muchos Judíos de la diáspora, los padres de Pablo
le hubiesen dado dos nombres cuando nació: uno, Judío, para uso familiar y
religioso; el otro, romano, para la vida pública. Llamar Saulo a un niño de la
tribu de Benjamín era natural, dado que Saúl, primer rey de Israel, pertenecía
a esta tribu. El nombre Pablo, como la gran “gens” romana de los Pauli, era
apropiado para un futuro ciudadano Romano y quizá, para sus padres, una manera
de proclamarse clientes de esta célebre familia, con la cual tenían sin duda
relaciones desde antiguo.
El libro de los Hechos hace decir a Pablo que fue criado en
Jerusalem y formado en la Ley en la escuela del célebre rabino Gamaliel (cap. 22). Sin duda hay que entender que en el curso de su adolescencia Pablo
fue enviado a la Ciudad santa para recibir una formación rabínica, evidente en
la manera como interpreta las Escrituras en sus cartas. En contra, el dominio
del griego y de al menos ciertas reglas de retórica clásica manifiestas en sus
escritos atesta sin ninguna duda posible que recibió una formación escolar
helena avanzada. No había mejor lugar para estos estudios que su ciudad natal
de Tarso.
Si Pablo fue discípulo de Gamaliel es algo dudoso, no parece
haberse unido a la actitud de tolerante prudencia que los Hechos de los
Apóstoles atribuyen a su maestro respecto al movimiento Cristiano en sus
comienzos (cap. 5). En efecto, él mismo dice
que persiguió a la Iglesia de Dios(I Cor., cap. 15),
bastante brutalmente como para que el recuerdo de sus violencias permaneciese
vivo durante cierto número de años en las comunidades cristianas de Judea (Gál. Cap. 1). Los Hechos de los Apóstoles son más
explícitos a este respecto. Según este escrito, Pablo habría, poco después de
la fundación de la Iglesia de Jerusalem, estado implicado en el linchamiento de
Esteban, el primer mártir Cristiano, para posteriormente dirigir operaciones
policiales contra los adeptos jerusalemitas del movimiento que se decía de
Jesús y, así, habría obtenido del sumo sacerdote la misión de ir a limpiar las
sinagogas de Damasco de esta peste (cap. 7 al 9).
Estas precisiones han sido puestas en duda por numerosos críticos y no hay duda
que los Hechos han, en estos capítulos, aumentado el papel de Pablo, que no
había probablemente sido sino un perseguidor entre otros. De todas formas, nada
permite rechazar completamente estas indicaciones que corresponden bastante
bien con lo que Pablo decía él mismo.
Esta actividad persecutoria que habría que situar en
Jerusalem y datarla en los años 30 a 32, estaba dirigida particularmente contra
el grupo Cristiano radical de los “Helenistas”, cuyo principal animador era
Esteban quien manifestaba, un poco como los Esenios de Qumrán, una violenta
hostilidad contra la institución más sagrada del Judaísmo: el Templo (Hechos, cap. 6 y 7). Cara a estos ataques, al
actitud prudente de Gamaliel y de las autoridades religiosas oficiales parecía
evidentemente intolerable a algunos de sus habitantes de Jerusalem, en
particular a los Judíos provenientes de la diáspora, de lengua Griega como los
Helenistas Cristianos y entre los cuales se encontraba Pablo. Esta gente no
dudaba en recurrir a los hechos para eliminar de Israel a aquellos que
consideraban blasfemos. Tenemos aquí el comportamiento del partido más violento
Judío evocado por el historiador Flavio Josefo, se trata del de los Zelotes.
Es significativo que Pablo, evocando su pasado, hable del “celo” que le animaba cuando perseguía a la Iglesia (Filipenses, Cap. 3; cf. Gálatas, cap. 1). Los
Hechos de los Apóstoles le hacen decir que su actividad perseguidora era la de
un “zelote de Dios” (cap. 22). Esto no es suficiente sin duda para hacer de
Pablo un miembro del partido de los Zelotes. Pero el extraño episodio de la
conspiración montada por una cuarentena de Judíos contra Pablo cuando fue
detenido por la cohorte Romana de Jerusalem (Hechos,
cap. 23) hace que uno se pregunte. El comportamiento de los
conspiradores tiene completamente el aspecto de una conjura de miembros de una
sociedad secreta para castigar a un renegado que habría roto con el grupo
después de haber pertenecido a este. Suponiendo, como es probable, que este
relato no sea puramente legendario, podría revelar que Pablo había pertenecido
en su juventud a un movimiento tipo zelote. Su ruptura con este grupo en el
momento de su visión del Resucitado y de su bautismo podría también explicar
porqué los Helenistas de Jerusalem buscaban hacer perecer a Pablo durante su
primera estancia en la Ciudad Santa un tiempo después de estos sucesos, si
creemos los Hechos de los Apóstoles, cap. 9.
Sea lo que sea, el joven Pablo aparece como un Judío
extremista dispuesto a recurrir a la violencia para impedir a sus
correligionarios de lengua griega relacionados con Jesús hacer prevalecer en su
medio un radicalismo que condujera a eliminar el Templo. El temperamento
intransigente y violento que esta actitud revela seguirá siendo hasta el final
una característica de Pablo.
Poco dado a las confidencias personales, Pablo no dice casi
nada en sus cartas del suceso que, en el año 32 sin duda, transformó su
existencia. Habla simplemente del momento cuando “aquel
que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien
revelar en mí a su Hijo”(Gál., cap. 1).
En otro lado, en un contexto relativo a la completa inversión de valores que ha
sufrido, dice de paso: “fui tomado
por Jesucristo”
(Filipenses, cap. 3). Estas afirmaciones son
fuertes. Como el profeta Jeremías (Jer., cap. 1),
Pablo se siente predestinado para la tarea que Dios le ha reservado; ha
recibido una revelación personal del Hijo de Dios el día elegido por Dios; esta
revelación ha sido apremiante. De todas maneras, estas fórmulas no permiten que
nos hagamos una idea precisa de lo que ocurrió. El evento parece haber causado
una transformación interior, preparada ya sin duda alguna en su subconsciente.
Nos abstendremos de hablar, a este propósito, de “conversión”, término habitualmente utilizado para
describir el paso de una religión a otra o, al menos, la adhesión a una
religión en la cual se era con anterioridad extraño. El evento del camino de
Damasco le ocurrió a un Judío que no había dejado el Judaísmo en esta ocasión.
Pablo solamente fue convencido por la aparición del Resucitado que Jesús era el
Mesías esperado por Israel y que, elevado a la derecha de Dios, le confiaba la
misión de expandir esta certeza entre sus correligionarios y todos aquellos a
los que les interesaba esto en los límites del pueblo Judío. Si bien, unos años
más tarde, afirmó que esta misión estaba destinada a tener lugar “entre los paganos” (Gálatas,
cap. 1), para indicar que su tarea concernía a todos los pueblos, tanto
Judíos como no Judíos, en los países de la diáspora. Este recorte un poco
ambiguo fue posible en este momento porque las circunstancias lo habían llevado
a dirigirse de más en más a los paganos.
Los Hechos de los Apóstoles, que otorgan también una
importancia capital a la aparición del Resucitado a Pablo, dan una versión
bastante más espectacular, popularizada por los pintores dando lugar a la
expresión “conocer su camino de Damasco”. De hecho, se trata más bien de tres
relatos diversos (caps. 9, 22, y 26), de los
cuales los dos últimos son puestos en boca de Pablo concordando ambos en la luz
cegadora venida de Arriba y una voz Celestial la del Resucitado- que se dirigía
a Pablo, por lo tanto se trata de un fenómeno exterior relevante tanto en la
visión como en la audición. Los términos empleados y las descripciones
realizadas en estos tres escritos están muy cerca de aquellos que la literatura
Helena utilizaba para describir las apariciones divinas. Como, además, las
divergencias entre estos relatos son importantes, numerosos críticos les niegan
todo valor histórico, y sólo ven trozos exaltados debidos al talento literario
de Lucas y se contentan con las fórmulas empleadas por Pablo. Tal actitud puede
defenderse sin cuestionar el carácter decisivo de la transformación que sufrió
Pablo. De todas maneras, constituye una huida y merece ser examinada.
Hay tales divergencias entre los tres relatos de la visión
de Pablo que el libro de los Hechos nos presenta que parece inconcebible que el
autor haya compuesto libremente narraciones tan diferentes para relatar el
mismo evento. Más debe haber compuesto el relato basándose en dos tradiciones,
una que es la base del relato del capítulo 9
y la otra que ofrece los elementos de la narración del capítulo
26. Para atenuar las diferencias entre estas dos relaciones, las une en
el relato del capítulo 22. La primera tradición, que pone el acento en la
ceguera que afecta a Pablo después de su visión, está centrada en la sanación
que recibe de manos de un Cristiano de Damasco llamado Ananías. Es ante todo un
relato de curación milagrosa, que seguramente se formó en la comunidad
Cristiana de esta ciudad, creada sin duda por los “Helenistas” refugiados de
Jerusalem, de los que sabemos (Hechos, cap. 8)
que practicaban la taumaturgia. Esta comunidad sin duda quería hacer saber que
su intervención había hecho que un Pablo infirme y desamparado fuese capaz de
ejercer una actividad misionera.
La segunda tradición no menciona la ceguera de Pablo, ni su
sanación por Ananías y su bautismo en Damasco. Reemplaza estos episodios por
una orden de misión dada por el Resucitado en el instante mismo y lugar de la
visión. Su sobriedad narrativa sugiere que surge del entorno de Pablo y que
buscaba ante todo dar valor a la vocación divina del jefe de este grupo.
Sin pretender que esta segunda fuente nos presente los
hechos de una manera históricamente exacta, se puede decir que la
transformación interior sufrida por Pablo en el camino a Damasco fue, según su
entorno, provocada por la percepción de un fenómeno exterior, por ejemplo una
tormenta inesperada, violenta y repentina, cuyo estrépito fue entendido por
Pablo como un mensaje personal venido de arriba.
Sea como sea, el intransigente activista dedicado a la lucha
contra los extremistas Cristianos se vio a pesar de todo convencido de que el
Jesús crucificado dos años antes en Jerusalem había sido sacado de la tumba por
Dios, que había hecho de él el Señor del mundo (Filipenses,
cap. 2). Es más, estuvo íntimamente persuadido que, a pesar de su
hostilidad, este Jesús resucitado se le había parecido como a los primeros
discípulos y le había dado, como a ellos, la misión de predicar el Evangelio,
lo que desde entonces hizo mejor que todos los demás, con la ayuda de la gracia
de Dios (1 Cor. Cap. 15). Puede pues, a
pesar de su indignidad inicial, pretender el título de apóstol atribuido a
todos los predicadores de la Palabra de la primera generación Cristiana encargados
de esta tarea por el Jesús Resucitado. Esta denominación, aparecida pronto en
la primera Iglesia, y cuyo origen y sentido preciso son inciertos, Pablo la
reivindicará con empeño, incluso cuando admite que es “el
más pequeños de los apóstoles” debido a su pasado como perseguidor.
La paradoja es que el autor de los Hechos de los Apóstoles,
su afectuoso defensor, no le da este título sino en dos pasajes de su capítulo 14, donde habla sin insistir de los “apóstoles” Bernabé y Pablo durante el viaje misionero
que les había encargado la Iglesia de Antioquia en Siria. Se tiene la impresión
que este título no le es atribuido sino porque son mandatarios de esta Iglesia,
a la cual deberán dar cuenta de su misión. En fin, los Hechos de los Apóstoles,
como el Evangelio de Lucas, reservan el nombre de “apóstol”
a los doce discípulos más cercanos a Jesús y al que reemplazó a Judas, que
también había acompañado a Jesús durante todo su ministerio (Hechos, cap. 1). Esta concepción restrictiva del
apostolado tenía sin duda como meta descalificar a los predicadores itinerantes
de la segunda y tercera generación de los que sabemos que se aprovechaban de
este título para propagar sus doctrinas extrañas y para abusar de la
hospitalidad de las Iglesias.
Completamente transformado por su encuentro con el Cristo
resucitado, Pablo abandona inmediatamente su papel de perseguidor y se consagra
al servicio de aquél que se le había aparecido. Nos dice él mismo que partió
rápidamente para Arabia (Gálatas, cap. 1),
por lo que hay que entender el reino Nabateo, que correspondía a las regiones
hoy ocupadas por Jordania. Trataba de evangelizar a los Árabes, descendientes
de Ismael y primos de los Judíos, o más bien de predicar el Evangelio en las
sinagogas del país, donde vivían numerosos Judíos, o quizá se trataba de
realizar un retiro espiritual tan necesario después del suceso en el camino de
Damasco? Nada sabemos sobre esto, aunque este viaje en solitario rompe la
costumbre de enviar los misioneros de dos en dos (cf. Marcos,
cap. 6, y Hechos, cap. 8). La mención de la evangelización “de los paganos” que precede de poco en la epístola a
los Gálatas la alusión al viaje de Pablo a Arabia, además que es ambigua, no
tiene relación directa, como hemos visto arriba, con este viaje. Poco se puede
investigar una mención tan aislada y breve.
Lo que está más claro, es que Pablo, partió de Damasco, y
regresó después de un cierto tiempo. Los Hechos de los Apóstoles (cap. 9) precisan que predicó en las sinagogas
suscitando la sorpresa y la oposición de muchos de sus oyentes. Esta estancia
muy activa tuvo un fin trágico-cómico: para escapar de los adversarios que
amenazaban su vida, Pablo hubo de huir descendiendo de noche en una especie de
canasto desde lo alto de la muralla de la ciudad. Veinte años más tarde, aún
recordaba este episodio(2 Cor., cap. 11).
Según él, el enemigo que le amenazaba era un funcionario del rey Aretas de
Arabia, “etnarca” de la importante colonia
Nabatea de Damasco, del cual ignoramos los motivos. Los Hechos de los Apóstoles
hablan al contrario de un complot Judío contra el molesto Pablo, aunque la
realidad era quizá más compleja y todo esto no tiene en el fondo mucha
importancia. Lo que cuenta, es que Pablo, encerrado en Damasco, se vio obligado
de ir a buscar en otro sitio un marco para sus actividades.
Se marcha a Jerusalem con el fin, nos dice en (Gálatas, cap. 1), de conocer a Pedro, entonces
jefe indiscutible de la comunidad Cristiana de esta ciudad. Pasó quince días
con este personaje, que parece haberle bien recibido. Su visita fue discreta,
puesto que el único otro apóstol con quien se encontró en esta ocasión fue “Santiago, el hermano del Señor”, futuro sucesor de
Pedro a la cabeza de la Iglesia, los Cristianos de Judea no lo vieron durante
esta breve estancia. Se puede imaginar que Pablo deseaba aprender de Pedro y
subsidiariamente de Santiago lo que contenía la tradición, aún oral, que
recogía la memoria de las palabras y sufrimientos de Jesús. Al no haber
conocido a este último en vida y haber recibido una formación catecúmena en
Jerusalem, sólo tenía una idea bastante vaga. Sin duda quería obtener el aval
de los dirigentes de la Iglesia para su actividad misionera, concebida según el
mismo modelo que la de ellos.
Los Hechos de los Apóstoles (cap.
9) están de acuerdo con Pablo al afirmar que la estancia de éste en
Jerusalem fue breve, aunque el relato que hacen es muy diferente del de la
Carta a los Gálatas. Pablo habría tenido gran dificultad a hacerse aceptar por
los Cristianos de la Ciudad Santa, quienes se acordaban aún de su actividad
como perseguidor. Es solamente con el apoyo de Bernabé, un miembro estimado de
la comunidad, originario de Chipre, que pudo entrar en relación con los
apóstoles, en compañía de los cuales pasó algún tiempo. Habiendo predicado en la
ciudad y discutido con los Judíos de lengua griega, Pablo habría sido tan
gravemente amenazado por estos últimos que los “hermanos” le escoltaron hasta
Cesarea, desde donde le enviaron a Tarso. Estas informaciones están sujetas a
causación, aunque completan utilmente aquellas que Pablo da de una manera
voluntariamente alusiva en la Carta a los Gálatas. Si la estancia de Pablo en
Jerusalem había sido breve, es quizá porque sus antiguos compañeros zelotes le
guardaban un rencor mortal por su cambio de campo que, a sus ojos, constituía
una deserción de la causa de Dios.
Pablo mismo nos dice (Gálatas,
cap. 1) que al dejar Jerusalem marchó hacia las regiones de Siria y
Cilicia. Sin duda realizó una actividad misionera intensa, a partir de Tarso,
que era para él una excelente base y donde Bernabé lo vuelve a encontrar unos
años más tarde. Pero no tenemos ninguna información al sujeto de esta empresa
de evangelización, de la que se puede solamente imaginar que estuvo marcada por
grandes pruebas (cf. II Corintios, cap. 11)
y que, conforme a las reglas establecidas por las autoridades de la Iglesia de
Jerusalem, continuaba visitando las sinagogas y a dirigirse prioritariamente a
los Judíos y simpatizantes que frecuentaban sus asambleas. La hora de la
predicación a los paganos aún no había llegado para Pablo.
Pablo mismo tenía conciencia del hecho que su carrera
misionera había tenido dos periodos y que durante el primero “predicaba aún la circuncisión” (Gálatas, cap. 5), conforme a las reglas impuestas
a los predicadores acreditados por la Iglesia de Jerusalem. A él, pues, le
parecía normal anunciar a Jesucristo en primer lugar a los Judíos y animar a
los paganos que aceptaban este mensaje a adherirse completamente al Judaísmo
para mejor dar testimonio en el seno de las sinagogas. El hecho que, unos años
más tarde, hubiese, mediante un atajo audacioso, presentado su vocación que
había recibido con la visión de Jesús resucitado como llamada a “anunciar el Hijo de Dios a los gentiles”(Gálatas, cap. 1) demuestra solamente que había,
dadas las circunstancias, acabado por comprender en qué difería su misión
respecto a la de otros predicadores del Evangelio. Después de haber permanecido
fiel a línea jerusalemita unos doce años, iba a romper con esta a partir del
momento en el que se vio obligado a no fundar más grupos Cristianos en el seno
de las sinagogas, sino Iglesias independientes en las comunidades Judías.
Hacia el año 43, su amigo Bernabé fue enviado por la Iglesia
de Jerusalem para retomar la dirección de la comunidad Cristiana en Antioquia
de Siria, fundada por los Helenistas expulsados de Jerusalem por la
persecución, que se encontraba desbordada por el flujo de conversos venidos del
paganismo (Hechos, cap. 11). Era capital que
el Evangelio predicado en esta gran ciudad fuese presentado no bajo su forma
extremista, sino en términos compatibles con el mantenimiento de los Cristianos
en el seno del Judaísmo. A parte de los motivos teológicos de semejante
mantenimiento, había muy buenas razones jurídicas de hacer el máximo para
evitar una ruptura, que habría hecho perder a los Cristianos la protección que
les aseguraba el estatus privilegiado de los Judíos en el Imperio romano. Según
Hechos de los Apóstoles, la misión de Bernabé tuvo tal éxito y llevó a tanta
gente a la fe Cristiana que se hizo urgente para él tener un refuerzo. La
elección de Bernabé fue Pablo, que estaba evangelizando la región desde hacía
siete años según las reglas dictadas por la Iglesia de Jerusalem. Ni uno ni
otro pudieron realizar las incalculables consecuencias que iba a tener la
instalación de Pablo en Antioquia.
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