domingo, 11 de agosto de 2013

PABLO I


LOS COMIENZOS DE PABLO
Pablo dice de sí mismo haber nacido de padres Judíos que decían descender de la tribu de Benjamín, haber sido circuncidado a la edad de ocho días y haber, como su padre, pertenecido al movimiento pietista de los Fariseos (Filp. Cap. 3). Venía de una familia Judía ortodoxa y muy celosa. Pero no habla de su lugar de nacimiento, ni del lugar donde fue criado.

El autor de Hechos de los Apóstoles es más explícito al respecto de estas cuestiones y de la familia de su héroe. Según este, Pablo había nacido en Tarso, capital de la provincia romana de Cilicia (Hech. Cap. 22). Esta ciudad era una gran ciudad de comercio, situada al término de las Puertas Cilicias, desfiladero estrecho a lo largo de la cadena montañosa del Tauro que tomaba la ruta principal que unía la meseta Anatolia con la planicie costera que daba a Mesopotamia y Siria del Norte. Era también un puerto estuario activo, al cual accedían fácilmente los navío de comercio que recorrían el Mediterráneo oriental, y centro intelectual heleno reputado. La presencia, en esta ciudad, de una colonia Judía bien integrada en la vida de la ciudad no tiene nada de sorprendente, el reino Seleucida de Antioquia apoyaba desde el siglo IV antes de nuestra era la implantación, en los centros urbanos de sus provincias occidentales, a Judíos venidos principalmente de la numerosa diáspora de Mesopotamia, de los que se apreciaba su lealtad.

En el momento del nacimiento de Pablo, este reino había desaparecido y la Cilicia así como Siria se habían convertido en provincias romanas. Así se explica que el padre de Pablo pudiese convertirse en ciudadano romano, como lo afirma el libro de los Hechos (cap. 22). Pablo no menciona su ciudadanía, lo que ha permitido a algunos críticos poner en duda este dato. Ya veremos hasta que punto es probable esta información. El padre de Pablo sin duda recibió esta distinción hereditaria por sus servicios realizados para las autoridades romanas, lo que sugiere que era un notable de alguna importancia. No sabemos nada de la apariencia física de Pablo, el retrato poco halagüeño que de él ofrece los Hechos de Pablo (3:3) no tiene ningún fundamento histórico. Una alusión realizada por Pablo mismo podría hacer pensar que sufría una enfermedad crónica dolorosa (2 Cor. Cap. 12), de la que tuvo una crisis aguda durante su primer viaje al sur de Galacia (Gál. Cap. 4). Las numerosas hipótesis emitidas por diversos críticos al respecto de esta enfermedad son inverificables.

El libro de los Hechos nos hace igualmente saber que el nombre Judío de Pablo era Saulo, nombre que emplea exclusivamente para designarlo hasta el capítulo 13, cuando tuvo lugar el encuentro de los misioneros Cristianos Bernabé y Saulo con el procónsul Sergius Paulus, en Chipre. Después de este episodio, lo nombra solamente con Pablo, que por otro lado aparece sólo en las cartas paulinas. Se ha llegado a veces a la conclusión por la manera como el libro de los Hechos pasaba de un nombre al otro que Saulo tomó el nombre de Pablo a partir de este encuentro, con el fin de obtener el favor del poderoso personaje que era este procónsul, más o menos convertido por él a la fe en Cristo. Esta hipótesis es harto poco probable, puesto que el encuentro con Sergius Paulus podría ser legendario. Lo que es mucho más probable, es que, igual que muchos Judíos de la diáspora, los padres de Pablo le hubiesen dado dos nombres cuando nació: uno, Judío, para uso familiar y religioso; el otro, romano, para la vida pública. Llamar Saulo a un niño de la tribu de Benjamín era natural, dado que Saúl, primer rey de Israel, pertenecía a esta tribu. El nombre Pablo, como la gran “gens” romana de los Pauli, era apropiado para un futuro ciudadano Romano y quizá, para sus padres, una manera de proclamarse clientes de esta célebre familia, con la cual tenían sin duda relaciones desde antiguo.

El libro de los Hechos hace decir a Pablo que fue criado en Jerusalem y formado en la Ley en la escuela del célebre rabino Gamaliel (cap. 22). Sin duda hay que entender que  en el curso de su adolescencia Pablo fue enviado a la Ciudad santa para recibir una formación rabínica, evidente en la manera como interpreta las Escrituras en sus cartas. En contra, el dominio del griego y de al menos ciertas reglas de retórica clásica manifiestas en sus escritos atesta sin ninguna duda posible que recibió una formación escolar helena avanzada. No había mejor lugar para estos estudios que su ciudad natal de Tarso.

Si Pablo fue discípulo de Gamaliel es algo dudoso, no parece haberse unido a la actitud de tolerante prudencia que los Hechos de los Apóstoles atribuyen a su maestro respecto al movimiento Cristiano en sus comienzos (cap. 5). En efecto, él mismo dice que persiguió a la Iglesia de Dios(I Cor., cap. 15), bastante brutalmente como para que el recuerdo de sus violencias permaneciese vivo durante cierto número de años en las comunidades cristianas de Judea (Gál. Cap. 1). Los Hechos de los Apóstoles son más explícitos a este respecto. Según este escrito, Pablo habría, poco después de la fundación de la Iglesia de Jerusalem, estado implicado en el linchamiento de Esteban, el primer mártir Cristiano, para posteriormente dirigir operaciones policiales contra los adeptos jerusalemitas del movimiento que se decía de Jesús y, así, habría obtenido del sumo sacerdote la misión de ir a limpiar las sinagogas de Damasco de esta peste (cap. 7 al 9). Estas precisiones han sido puestas en duda por numerosos críticos y no hay duda que los Hechos han, en estos capítulos, aumentado el papel de Pablo, que no había probablemente sido sino un perseguidor entre otros. De todas formas, nada permite rechazar completamente estas indicaciones que corresponden bastante bien con lo que Pablo decía él mismo.

Esta actividad persecutoria que habría que situar en Jerusalem y datarla en los años 30 a 32, estaba dirigida particularmente contra el grupo Cristiano radical de los “Helenistas”, cuyo principal animador era Esteban quien manifestaba, un poco como los Esenios de Qumrán, una violenta hostilidad contra la institución más sagrada del Judaísmo: el Templo (Hechos, cap. 6 y 7). Cara a estos ataques, al actitud prudente de Gamaliel y de las autoridades religiosas oficiales parecía evidentemente intolerable a algunos de sus habitantes de Jerusalem, en particular a los Judíos provenientes de la diáspora, de lengua Griega como los Helenistas Cristianos y entre los cuales se encontraba Pablo. Esta gente no dudaba en recurrir a los hechos para eliminar de Israel a aquellos que consideraban blasfemos. Tenemos aquí el comportamiento del partido más violento Judío evocado por el historiador Flavio Josefo, se trata del de los Zelotes.

Es significativo que Pablo, evocando su pasado, hable del “celo” que le animaba cuando perseguía a la Iglesia (Filipenses, Cap. 3; cf. Gálatas, cap. 1). Los Hechos de los Apóstoles le hacen decir que su actividad perseguidora era la de un “zelote de Dios” (cap. 22). Esto no es suficiente sin duda para hacer de Pablo un miembro del partido de los Zelotes. Pero el extraño episodio de la conspiración montada por una cuarentena de Judíos contra Pablo cuando fue detenido por la cohorte Romana de Jerusalem (Hechos, cap. 23) hace que uno se pregunte. El comportamiento de los conspiradores tiene completamente el aspecto de una conjura de miembros de una sociedad secreta para castigar a un renegado que habría roto con el grupo después de haber pertenecido a este. Suponiendo, como es probable, que este relato no sea puramente legendario, podría revelar que Pablo había pertenecido en su juventud a un movimiento tipo zelote. Su ruptura con este grupo en el momento de su visión del Resucitado y de su bautismo podría también explicar porqué los Helenistas de Jerusalem buscaban hacer perecer a Pablo durante su primera estancia en la Ciudad Santa un tiempo después de estos sucesos, si creemos los Hechos de los Apóstoles, cap. 9.

Sea lo que sea, el joven Pablo aparece como un Judío extremista dispuesto a recurrir a la violencia para impedir a sus correligionarios de lengua griega relacionados con Jesús hacer prevalecer en su medio un radicalismo que condujera a eliminar el Templo. El temperamento intransigente y violento que esta actitud revela seguirá siendo hasta el final una característica de Pablo.

Poco dado a las confidencias personales, Pablo no dice casi nada en sus cartas del suceso que, en el año 32 sin duda, transformó su existencia. Habla simplemente del momento cuando “aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo”(Gál., cap. 1). En otro lado, en un contexto relativo a la completa inversión de valores que ha sufrido, dice de paso: “fui tomado… por Jesucristo” (Filipenses, cap. 3). Estas afirmaciones son fuertes. Como el profeta Jeremías (Jer., cap. 1), Pablo se siente predestinado para la tarea que Dios le ha reservado; ha recibido una revelación personal del Hijo de Dios el día elegido por Dios; esta revelación ha sido apremiante. De todas maneras, estas fórmulas no permiten que nos hagamos una idea precisa de lo que ocurrió. El evento parece haber causado una transformación interior, preparada ya sin duda alguna en su subconsciente.

Nos abstendremos de hablar, a este propósito, de “conversión”, término habitualmente utilizado para describir el paso de una religión a otra o, al menos, la adhesión a una religión en la cual se era con anterioridad extraño. El evento del camino de Damasco le ocurrió a un Judío que no había dejado el Judaísmo en esta ocasión. Pablo solamente fue convencido por la aparición del Resucitado que Jesús era el Mesías esperado por Israel y que, elevado a la derecha de Dios, le confiaba la misión de expandir esta certeza entre sus correligionarios y todos aquellos a los que les interesaba esto en los límites del pueblo Judío. Si bien, unos años más tarde, afirmó que esta misión estaba destinada a tener lugar “entre los paganos” (Gálatas, cap. 1), para indicar que su tarea concernía a todos los pueblos, tanto Judíos como no Judíos, en los países de la diáspora. Este recorte un poco ambiguo fue posible en este momento porque las circunstancias lo habían llevado a dirigirse de más en más a los paganos.

Los Hechos de los Apóstoles, que otorgan también una importancia capital a la aparición del Resucitado a Pablo, dan una versión bastante más espectacular, popularizada por los pintores dando lugar a la expresión “conocer su camino de Damasco”. De hecho, se trata más bien de tres relatos diversos (caps. 9, 22, y 26), de los cuales los dos últimos son puestos en boca de Pablo concordando ambos en la luz cegadora venida de Arriba y una voz Celestial –la del Resucitado- que se dirigía a Pablo, por lo tanto se trata de un fenómeno exterior relevante tanto en la visión como en la audición. Los términos empleados y las descripciones realizadas en estos tres escritos están muy cerca de aquellos que la literatura Helena utilizaba para describir las apariciones divinas. Como, además, las divergencias entre estos relatos son importantes, numerosos críticos les niegan todo valor histórico, y sólo ven trozos exaltados debidos al talento literario de Lucas y se contentan con las fórmulas empleadas por Pablo. Tal actitud puede defenderse sin cuestionar el carácter decisivo de la transformación que sufrió Pablo. De todas maneras, constituye una huida y merece ser examinada.

Hay tales divergencias entre los tres relatos de la visión de Pablo que el libro de los Hechos nos presenta que parece inconcebible que el autor haya compuesto libremente narraciones tan diferentes para relatar el mismo evento. Más debe haber compuesto el relato basándose en dos tradiciones, una que es la base del relato del capítulo 9 y la otra que ofrece los elementos de la narración del capítulo 26. Para atenuar las diferencias entre estas dos relaciones, las une en el relato del capítulo 22. La primera tradición, que pone el acento en la ceguera que afecta a Pablo después de su visión, está centrada en la sanación que recibe de manos de un Cristiano de Damasco llamado Ananías. Es ante todo un relato de curación milagrosa, que seguramente se formó en la comunidad Cristiana de esta ciudad, creada sin duda por los “Helenistas” refugiados de Jerusalem, de los que sabemos (Hechos, cap. 8) que practicaban la taumaturgia. Esta comunidad sin duda quería hacer saber que su intervención había hecho que un Pablo infirme y desamparado fuese capaz de ejercer una actividad misionera.

La segunda tradición no menciona la ceguera de Pablo, ni su sanación por Ananías y su bautismo en Damasco. Reemplaza estos episodios por una orden de misión dada por el Resucitado en el instante mismo y lugar de la visión. Su sobriedad narrativa sugiere que surge del entorno de Pablo y que buscaba ante todo dar valor a la vocación divina del jefe de este grupo.

Sin pretender que esta segunda fuente nos presente los hechos de una manera históricamente exacta, se puede decir que la transformación interior sufrida por Pablo en el camino a Damasco fue, según su entorno, provocada por la percepción de un fenómeno exterior, por ejemplo una tormenta inesperada, violenta y repentina, cuyo estrépito fue entendido por Pablo como un mensaje personal venido de arriba.

Sea como sea, el intransigente activista dedicado a la lucha contra los extremistas Cristianos se vio a pesar de todo convencido de que el Jesús crucificado dos años antes en Jerusalem había sido sacado de la tumba por Dios, que había hecho de él el Señor del mundo (Filipenses, cap. 2). Es más, estuvo íntimamente persuadido que, a pesar de su hostilidad, este Jesús resucitado se le había parecido como a los primeros discípulos y le había dado, como a ellos, la misión de predicar el Evangelio, lo que desde entonces hizo mejor que todos los demás, con la ayuda de la gracia de Dios (1 Cor. Cap. 15). Puede pues, a pesar de su indignidad inicial, pretender el título de apóstol atribuido a todos los predicadores de la Palabra de la primera generación Cristiana encargados de esta tarea por el Jesús Resucitado. Esta denominación, aparecida pronto en la primera Iglesia, y cuyo origen y sentido preciso son inciertos, Pablo la reivindicará con empeño, incluso cuando admite que es “el más pequeños de los apóstoles” debido a su pasado como perseguidor.

La paradoja es que el autor de los Hechos de los Apóstoles, su afectuoso defensor, no le da este título sino en dos pasajes de su capítulo 14, donde habla sin insistir de los “apóstoles” Bernabé y Pablo durante el viaje misionero que les había encargado la Iglesia de Antioquia en Siria. Se tiene la impresión que este título no le es atribuido sino porque son mandatarios de esta Iglesia, a la cual deberán dar cuenta de su misión. En fin, los Hechos de los Apóstoles, como el Evangelio de Lucas, reservan el nombre de “apóstol” a los doce discípulos más cercanos a Jesús y al que reemplazó a Judas, que también había acompañado a Jesús durante todo su ministerio (Hechos, cap. 1). Esta concepción restrictiva del apostolado tenía sin duda como meta descalificar a los predicadores itinerantes de la segunda y tercera generación de los que sabemos que se aprovechaban de este título para propagar sus doctrinas extrañas y para abusar de la hospitalidad de las Iglesias.

Completamente transformado por su encuentro con el Cristo resucitado, Pablo abandona inmediatamente su papel de perseguidor y se consagra al servicio de aquél que se le había aparecido. Nos dice él mismo que partió rápidamente para Arabia (Gálatas, cap. 1), por lo que hay que entender el reino Nabateo, que correspondía a las regiones hoy ocupadas por Jordania. Trataba de evangelizar a los Árabes, descendientes de Ismael y primos de los Judíos, o más bien de predicar el Evangelio en las sinagogas del país, donde vivían numerosos Judíos, o quizá se trataba de realizar un retiro espiritual tan necesario después del suceso en el camino de Damasco? Nada sabemos sobre esto, aunque este viaje en solitario rompe la costumbre de enviar los misioneros de dos en dos (cf. Marcos, cap. 6, y Hechos, cap. 8). La mención de la evangelización “de los paganos” que precede de poco en la epístola a los Gálatas la alusión al viaje de Pablo a Arabia, además que es ambigua, no tiene relación directa, como hemos visto arriba, con este viaje. Poco se puede investigar una mención tan aislada y breve.

Lo que está más claro, es que Pablo, partió de Damasco, y regresó después de un cierto tiempo. Los Hechos de los Apóstoles (cap. 9) precisan que predicó en las sinagogas suscitando la sorpresa y la oposición de muchos de sus oyentes. Esta estancia muy activa tuvo un fin trágico-cómico: para escapar de los adversarios que amenazaban su vida, Pablo hubo de huir descendiendo de noche en una especie de canasto desde lo alto de la muralla de la ciudad. Veinte años más tarde, aún recordaba este episodio(2 Cor., cap. 11). Según él, el enemigo que le amenazaba era un funcionario del rey Aretas de Arabia, “etnarca” de la importante colonia Nabatea de Damasco, del cual ignoramos los motivos. Los Hechos de los Apóstoles hablan al contrario de un complot Judío contra el molesto Pablo, aunque la realidad era quizá más compleja y todo esto no tiene en el fondo mucha importancia. Lo que cuenta, es que Pablo, encerrado en Damasco, se vio obligado de ir a buscar en otro sitio un marco para sus actividades.

Se marcha a Jerusalem con el fin, nos dice en (Gálatas, cap. 1), de conocer a Pedro, entonces jefe indiscutible de la comunidad Cristiana de esta ciudad. Pasó quince días con este personaje, que parece haberle bien recibido. Su visita fue discreta, puesto que el único otro apóstol con quien se encontró en esta ocasión fue “Santiago, el hermano del Señor”, futuro sucesor de Pedro a la cabeza de la Iglesia, los Cristianos de Judea no lo vieron durante esta breve estancia. Se puede imaginar que Pablo deseaba aprender de Pedro y subsidiariamente de Santiago lo que contenía la tradición, aún oral, que recogía la memoria de las palabras y sufrimientos de Jesús. Al no haber conocido a este último en vida y haber recibido una formación catecúmena en Jerusalem, sólo tenía una idea bastante vaga. Sin duda quería obtener el aval de los dirigentes de la Iglesia para su actividad misionera, concebida según el mismo modelo que la de ellos.

Los Hechos de los Apóstoles (cap. 9) están de acuerdo con Pablo al afirmar que la estancia de éste en Jerusalem fue breve, aunque el relato que hacen es muy diferente del de la Carta a los Gálatas. Pablo habría tenido gran dificultad a hacerse aceptar por los Cristianos de la Ciudad Santa, quienes se acordaban aún de su actividad como perseguidor. Es solamente con el apoyo de Bernabé, un miembro estimado de la comunidad, originario de Chipre, que pudo entrar en relación con los apóstoles, en compañía de los cuales pasó algún tiempo. Habiendo predicado en la ciudad y discutido con los Judíos de lengua griega, Pablo habría sido tan gravemente amenazado por estos últimos que los “hermanos” le escoltaron hasta Cesarea, desde donde le enviaron a Tarso. Estas informaciones están sujetas a causación, aunque completan utilmente aquellas que Pablo da de una manera voluntariamente alusiva en la Carta a los Gálatas. Si la estancia de Pablo en Jerusalem había sido breve, es quizá porque sus antiguos compañeros zelotes le guardaban un rencor mortal por su cambio de campo que, a sus ojos, constituía una deserción de la causa de Dios.

Pablo mismo nos dice (Gálatas, cap. 1) que al dejar Jerusalem marchó hacia las regiones de Siria y Cilicia. Sin duda realizó una actividad misionera intensa, a partir de Tarso, que era para él una excelente base y donde Bernabé lo vuelve a encontrar unos años más tarde. Pero no tenemos ninguna información al sujeto de esta empresa de evangelización, de la que se puede solamente imaginar que estuvo marcada por grandes pruebas (cf. II Corintios, cap. 11) y que, conforme a las reglas establecidas por las autoridades de la Iglesia de Jerusalem, continuaba visitando las sinagogas y a dirigirse prioritariamente a los Judíos y simpatizantes que frecuentaban sus asambleas. La hora de la predicación a los paganos aún no había llegado para Pablo.

Pablo mismo tenía conciencia del hecho que su carrera misionera había tenido dos periodos y que durante el primero “predicaba aún la circuncisión” (Gálatas, cap. 5), conforme a las reglas impuestas a los predicadores acreditados por la Iglesia de Jerusalem. A él, pues, le parecía normal anunciar a Jesucristo en primer lugar a los Judíos y animar a los paganos que aceptaban este mensaje a adherirse completamente al Judaísmo para mejor dar testimonio en el seno de las sinagogas. El hecho que, unos años más tarde, hubiese, mediante un atajo audacioso, presentado su vocación que había recibido con la visión de Jesús resucitado como llamada a “anunciar el Hijo de Dios a los gentiles”(Gálatas, cap. 1) demuestra solamente que había, dadas las circunstancias, acabado por comprender en qué difería su misión respecto a la de otros predicadores del Evangelio. Después de haber permanecido fiel a línea jerusalemita unos doce años, iba a romper con esta a partir del momento en el que se vio obligado a no fundar más grupos Cristianos en el seno de las sinagogas, sino Iglesias independientes en las comunidades Judías.

Hacia el año 43, su amigo Bernabé fue enviado por la Iglesia de Jerusalem para retomar la dirección de la comunidad Cristiana en Antioquia de Siria, fundada por los Helenistas expulsados de Jerusalem por la persecución, que se encontraba desbordada por el flujo de conversos venidos del paganismo (Hechos, cap. 11). Era capital que el Evangelio predicado en esta gran ciudad fuese presentado no bajo su forma extremista, sino en términos compatibles con el mantenimiento de los Cristianos en el seno del Judaísmo. A parte de los motivos teológicos de semejante mantenimiento, había muy buenas razones jurídicas de hacer el máximo para evitar una ruptura, que habría hecho perder a los Cristianos la protección que les aseguraba el estatus privilegiado de los Judíos en el Imperio romano. Según Hechos de los Apóstoles, la misión de Bernabé tuvo tal éxito y llevó a tanta gente a la fe Cristiana que se hizo urgente para él tener un refuerzo. La elección de Bernabé fue Pablo, que estaba evangelizando la región desde hacía siete años según las reglas dictadas por la Iglesia de Jerusalem. Ni uno ni otro pudieron realizar las incalculables consecuencias que iba a tener la instalación de Pablo en Antioquia.                          











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