lunes, 16 de septiembre de 2013

PABLO IV


JEFE DE IGLESIA
Pablo deja Atenas quizá humillado y se fue a Corinto, 80 kms. al oeste. La ciudad que el ejército Romano había destruido en el 146 a.C., fue reconstruida un siglo más tarde y dotada del estatus de colonia Romana. En el 27 antes de nuestra era, se convirtió en la capital de la provincia de Acaya y residencia del procónsul que allí gobernaba. En el momento en que Pablo llega, era una ciudad próspera, donde se cruzaba la ruta marítima más directa que unía el Adriático con el mar Egeo, con transbordo para cruzar el istmo de Corinto. La población, de implantación reciente, era muy cosmopolita y las costumbres particularmente libres. Desde su llegada, Pablo, a quien aún no se le habían unido Silas y Timoteo, conoció a un Judío originario de la provincia del Ponto, llamado Aquilas, y de su esposa Priscilia, que acababan de llegar de Italia, debido a la expulsión de los Judíos de Roma en el 49-50 por el emperador Claudio. Como también eran fabricantes de tiendas, se instaló en casa de éstos y allí trabajaba, consagrando cada Sábado a la predicación en la sinagoga, ante un auditorio compuesto de Judíos y simpatizantes Griegos. Cuando, unas semanas más tarde, Silas y Timoteo llegaron de Macedonia, Pablo se consagra completamente a la evangelización. Los Judíos se oponían cada vez más a su predicación, así que rompió con la sinagoga anunciando que se volvería hacia los paganos.

Estableció su cuartel general en casa de un tal Titus Justus, un simpatizante del Judaísmo que habitaba justo al lado de la Sinagoga. Su éxito crece, hasta el punto que Crispus, dirigente de la sinagoga, se convirtió al Cristianismo con toda su casa, igual que otros muchos Corintianos. Una visión nocturna anima a Pablo a continuar su trabajo en Corinto, y le asegura la protección divina y le revela que un gran número de gente estaba lista en esta ciudad para unirse a Jesús. Por primera vez desde su partida de Antioquia de Siria, Pablo permaneció en un lugar fijo durante año y medio. Los Hechos de los Apóstoles, nos ofrecen toda esta información en el capítulo 18, también nos cuentan como los Judíos, exasperados, llevaron finalmente al apóstol ante el tribunal del Procónsul, acusándole de propagar un culto ilegal. Gallion, hermano de Séneca, que ocupaba este puesto, se negó a iniciar un procedimiento, considerando que se trataba de un debate doctrinal interno del Judaísmo. Pablo pudo pues permanecer aún bastante tiempo en Corinto.

Lo que no dicen los hechos de los Apóstoles, es de los esfuerzos de Pablo por construir en esta ciudad una gran Iglesia para consolidar los resultados obtenidos anteriormente en Macedonia. Las dos Cartas a los Corintios, que son las que nos quedan de una correspondencia abundante del apóstol con la Iglesia de Corinto en los años que siguieron, nos dan a conocer en la ciudad una comunidad numerosa, diversa y a menudo agitada, a la que Pablo permaneció muy unido cuando la dejó, pero que también le dio dolores de cabeza. Judíos y paganos, pobres  y ricos, carismáticos inspirados y creyentes más tranquilos, discípulos obedientes del apóstol y fieles siempre tentados de unirse a cualquier predicador un poco brillante que mantuviese otras ideas hacían la cohesión de este grupo muy frágil. Pablo les escribió tanto en tono enfadado, como exhortándolos, y también con un afecto lleno de emoción  o de manera apologética, con el fin de defender la legitimidad de su apostolado. Sus cartas eran a veces respuestas a cuestiones planteadas por los Corintios o intervenciones suscitadas por hechos llegados indirectamente a su conocimiento. Eran completadas con el envío de colaboradores de Pablo y por visitas de él mismo a veces penosas. Detrás de todas estas tensiones y crisis, había un vínculo muy fuerte entre Pablo y esta comunidad, donde pasará su último invierno en libertad, justo antes de partir para Jerusalem en busca de la reconciliación.

Por otro lado, la larga estancia de Pablo en Corinto entre el 50-51 fue para él una ocasión para el desarrollo de las Iglesias que había fundado en Macedonia. Pablo no sólo dejó en el lugar a Sila y Timoteo al dejar Berea, sino que envió a Timoteo a Tesalónica cuando este le siguió hasta Atenas. Cuando sus dos colaboradores se le unieron en Corinto, escribió a los Tesalonicenses para animarles, felicitarlos por su fidelidad y tranquilizarles sobre el tema de la salvación eterna de sus hermanos ya fallecidos (Primera Carta a los Tesalonicenses). La Segunda Carta a los Tesalonicenses presenta un problema de autenticidad. Pero a veces se ha supuesto que se trata de hecho de una carta enviada por Pablo a los Cristianos de Berea más o menos al mismo tiempo que la Primera Carta a los Tesalonicenses. La hipótesis no puede ser demostrada, pero hay algunos argumentos en su favor. Sería entonces otra manifestación de amabilidad de Pablo respecto a sus convertidos de Macedonia durante su estancia en Corinto.

Llegó el día en el que Pablo hubo de dejar Corinto. Habría podido continuar desde allí hasta Roma, donde deseaba ir. Pero el edicto de Claudio de expulsión de los Judíos de la capital estaba aún en vigor, dado que éste emperador no falleció hasta el 54. Por otro lado, Pablo sentía la necesidad de reconciliarse con las Iglesias de Siria, en particular con la de Antioquia, de la que se había separado hacia unos tres años más bien en condiciones penosas. El apoyo de esta comunidad con la que tenía lazos antiguos, le habría sido muy útil para continuar su obra misionera, visto los pocos medios de los que disponía. Acompañado de sus amigos Priscila y Aquilas, se embarcó en Cencreas, el puerto de Corinto en el mar Egeo. Los Hechos de los Apóstoles contienen una pequeña nota bastante misteriosa acerca de este pasaje: “A consecuencia de un Voto que había hecho se hizo rasurar la cabeza en Cencreas”. El voto de nazareno, que es sin duda de lo que se trata aquí, conllevaba la promesa de no hacerse cortar los cabellos antes de la realización del objetivo que se había jurado alcanzar. Podría ser que Pablo hubiera, al dejar Antioquia, hecho el voto de ofrecer con su acción la prueba que Judíos y paganos podían coexistir dentro de una misma comunidad? Habría así considerado que las Iglesias de Galacia del Sur, Macedonia y Corinto constituían esta prueba. No tenían entonces sentido alguno conservar la imponente cabellera que había adquirido a lo largo de los años transcurridos. Su gesto ofrece una idea del sentimiento de triunfo que debía sentir en el momento de regresar a Siria, dados los resultados que su actividad misionera había obtenido.

Habiendo desembarcado en Éfeso, en la rivera opuesta del mar Egeo, Pablo se separó de sus compañeros, que quedaban en esta ciudad, e hizo una visita a la sinagoga local, donde predicó. Se intentó retenerle, pero se negó, prometiendo regresar si Dios se lo permitía. Se embarca de nuevo, nos dicen los hechos, hacia Cesarea, capital de la Palestina romana. Este destino es bastante sorprendente, puesto que es a Siria donde quería ir. La continuación del texto es ambigua, puesto que el autor nos dice solamente que “subió a saludar a la Iglesia”, antes de “bajar hacia Antioquia”. Es evidente que Lucas quiere dar la impresión que Pablo subió de Cesarea a Jerusalem, antes de continuar su viaje. Al no haber ningún documento sobre el que apoyarse, se contenta de dar a entender que el de Tarso continuó teniendo relaciones con la Iglesia de la Ciudad Santa. Nada es más improbable. Si fue en Cesarea donde Pablo desembarcó a su llegada de Éfeso, hay que atribuir sin duda este hecho a los avatares de la navegación. Sea como sea, también había una Iglesia a visitar en Cesarea y esta ciudad podía servir como puerta de entrada al sur de Siria, que no estaba lejos. Es, en todo caso, en Antioquia donde termina el viaje de Pablo.

Permaneció un tiempo en esta ciudad, nos dicen los Hechos de los Apóstoles, sin darnos la más mínima indicación sobre el recibimiento que tuvo por parte de los Cristianos antioqueños. Sin duda no fue rechazado por todos, aunque se ignora si el conjunto de la comunidad aceptó reconciliarse con él. Durante este tiempo, Aquilas y Priscila se habían reunido en Éfeso con un Judío de Alejandría llamado Apolo, quien proclamaba en la sinagoga un Evangelio un tanto incompleto. Era un gran conocedor de las Escrituras. Los dos esposos completaron su conocimiento del “Camino de Dios” y lo recomendaron a los Cristianos de Corinto, donde deseaba ir. Desde entonces, hizo maravillas y consolidó la Iglesia fundada por Pablo, quien le quedó agradecido, deplorando, no obstante, que los fieles hubiesen tenido tendencias a separarse en grupos proclamándose seguidores de uno u otro de los Evangelistas, en lugar de conservar la unidad (1 Corintios, cap. 3).

Mientras que Apolo continuaba su obra en Corinto, Pablo deja Antioquia de Siria por vía terrestre, pasa por las Iglesias de la meseta Anatoliana, fortaleciendo a los creyentes de la región Gálata y Frigia, y así llegó a Éfeso “desde los altos del país”(Hechos, cap. 19). La prohibición de hacía tiempo del Espíritu Santo opuesto a la evangelización de Asia ya no estaba en vigor. Pablo había descubierto que Roma no era todo y que, después de sus éxitos en Macedonia y Corinto, el conjunto del mar Egeo le ofrecía un campo de acción prometedor que no podía desatender. Pasó unos tres años en Éfeso (Hechos, cap. 20). Esta gran ciudad con un puerto muy activo era el centro del culto de una Artemisa cuyo santuario atraía a muchos peregrinos, la capital de la provincia de Asia y la residencia del procónsul. Pablo creó, después de un intento infructuosos para convertir la sinagoga a la fe de Jesucristo, una Iglesia autónoma y, a partir de esta base, evangelizó o hizo evangelizar por sus compañeros varias ciudades de la provincia de Asia. El relato que los Hechos hacen de este periodo muy fecundo de la vida de Pablo en su capitulo 19 es desgraciadamente muy anecdótico y los complementos que se pueden aportar a esta narración poco satisfactoria partiendo de las cartas de Pablo son muy limitados.

Desde su llegada a Éfeso, Pablo habría encontrado a algunos “discípulos” que ignoraban la existencia del Espíritu Santo y no habían recibido sino “el bautismo de Juan”. Se trataba de discípulos de Juan Bautista, que habían recibido su bautismo de arrepentimiento, como Apolos, aunque, a diferencia de éste, no anunciaban el Evangelio de Jesús. Su presencia en Asia es un signo bastante interesante de la persistencia de un movimiento bautista en el seno de las sinagogas bastante tiempo después de la desaparición de Juan. Pablo anunció a este grupo compuesto de una docena de personas que Jesús era el cumplimiento de lo que Juan había profetizado y que les era necesario bautizarse “en el nombre del Señor Jesús” para recibir el Espíritu Santo. Aceptaron estos su oferta y, después de haberlos bautizado, Pablo les impuso las manos, lo que llevaba a recibir el Espíritu Santo, que les hizo inmediatamente “hablar en lenguas” y profetizar. Se puede pensar que esta concepción de los efectos del don del Espíritu Santo a los creyentes es pasablemente reductora, incluso si recuerda el relato de Pentecostés  (Hechos, cap. 2) y algunos rasgos de la descripción hecha por Pablo del culto en la Iglesia de Corinto (I Corintios, cap. 14). En efecto, Pablo tenía una noción muy amplia de las capacidades que el Espíritu Santo otorgaba a los creyentes: todos los dones que facilitan la vida en comunidad, incluido el amor fraternal, provenían, según él, de este poder de arriba, que no se limitaba a provocar manifestaciones extáticas, incluso si éstas provenía también de ellas (I Corintios, cap. 12 y 13).

Después de este incidente inicial, Pablo se puso a predicar su Evangelio en la sinagoga de Éfeso, donde había sido bien recibido durante su primera visita. Después de unos tres meses, la hostilidad de algunos de sus oyentes se hizo muy fuerte, hasta el punto que Pablo rompió con esta institución y eligió reunir a sus partisanos en la escuela de un tal Tiranos de quien no sabemos nada, sino que enseñaba quizá la retórica y podía prestar o alquilar su local algunas horas o algunos días. Este arreglo duró dos años y permitió evangelizar a Judíos y Griegos venidos de toda la provincia de Asia.

Pablo no se conformaba con enseñar, dicen los Hechos. Se hizo también una reputación de taumaturgo, hasta el punto que se conservaban pañuelos y ropa que habían tocado su piel y que se aplicaba a los enfermos para sanarlos de todo tipo de enfermedad. Por otro lado, exorcistas Judíos itinerantes comenzaron, para expulsar a los malos espíritus, a invocar el nombre de “este Jesús que Pablo proclama”. El autor de los hechos relata incluso que algunos de entre ellos fueron golpeados por uno de los locos furiosos que pretendían sanar de esta manera y que no estaba de acuerdo con el uso que hacían de los nombres de Jesús y Pablo. Este incidente habría contribuido a inspirar a la población de Éfeso un santo respeto para con el nombre de Jesús. En esta ciudad conocida por su abundante producción de libros de magia, se vio incluso a conversos arrepentidos quemar en público, a pesar de su valor, las obras de este tipo que habían usado hasta entonces. Es sorprendente constatar con que facilidad Pablo, que tan mal quedó ante los intelectuales atenienses, se imponía en medios impregnados por lo maravillosos.

El capítulo 19 de los Hechos relata a continuación un episodio durante el periodo de estancia de Pablo en Éfeso: el altercado que los artesanos suscitaron para protestar contra la propagación por Pablo de ideas hostiles a la difusión de imágenes divinas, en particular las relacionadas  con el culto muy popular de la Artemisa de Éfeso. Este pintoresco relato tiene ciertamente una base histórica, pero los críticos se preguntan si fue verdaderamente la actividad de Pablo lo único que provocó la cólera de esta corporación o si fue la competencia de todos los que defendían un culto sin imágenes, comenzando por los Judíos, lo que les inquietaba. De todas maneras Pablo, habiendo sido tomados dos de sus compañeros como rehenes por los manifestantes, fue aconsejado, tanto por los miembros de la iglesia como por algunos de sus amigos bien situados, para que no se dejase ver por el teatro, donde la muchedumbre se encontraba reunida. El asunto tuvo un fin feliz, gracias a la hábil intervención del primer magistrado de la ciudad.

Sin duda, Pablo había conocido otras dificultades en Éfeso. Él mismo evoca su “lucha contra las bestias” en esta ciudad (I Corintio, cap. 15), lo que se acuerda interpretar como una expresión metafórica para designar un peligro extremo, el mismo sin duda del que habla en la Segunda Carta a los Corintios, cap. 1. Numerosos son los críticos que creen, con razón, poder situar igualmente en Éfeso la cautividad que Pablo menciona en la Carta a los Filipenses, cap. 1 y uno al menos de los encarcelamientos a los que hace alusión en la Segunda Carta a los Corintios, cap. 11. En breve, la larga estancia de Pablo en Éfeso conoció momentos dramáticos que no relatan los Hechos de los Apóstoles, incluso cuando se hace una ligera alusión en el discurso que le prestan al apóstol en su capítulo 20.

Sin embargo, estos años efesianos fueron de una gran fecundidad. Pablo habla de la puerta abierta de par en par para su actividad (I Corintios, cap. 16), lo que confirma el optimismo de los Hechos de los Apóstoles. Está claro que la Iglesia de Éfeso y las otras comunidades entonces fundadas en la provincia de Asia estuvieron entre las más importantes de aquellas que Pablo creó. Al mismo tiempo, ésta última permaneció en estrechas relaciones con las Iglesias de Macedonia y Acaya, tanto mediante el envío de alguno de sus colaboradores como mediante correspondencia. Se puede situar en Éfeso la redacción de la Primera Carta a los Corintios, una parte de la Segunda Carta a los Corintios y, casi sin duda, la Carta a los Filipenses. Es que estas Iglesias, muy queridas por Pablo, tenían muy serios problemas. En Corinto, el paso de Apolos y el de Pedro habían tenido como consecuencias el nacimiento de clanes más o menos opuestos (I Corintios, cap. 1 y 3). Por otro lado, la Iglesia había desarrollado un medioambiente de costumbres relajadas y de corrientes religiosas de las más diversas muy potente, lo que ponía a prueba la vida comunitaria la cual Pablo consideraba de suma importancia. A Filipo, pequeña ciudad mucho menos expuesta a los vientos que soplaban, habían llegado falsos hermanos incitando a los fieles a hacerse circuncidar lo que habría sacudido a una comunidad muy unida a Pablo. Éste se mantenía firme y duro como el hierro a la hora de conservar la autoridad que tenía como fundador de estas Iglesias y no estaba dispuesto a renunciar a la paternidad espiritual que había adquirido (I Corintios, cap. 4).

No se ha de ver en esto un desagradable autoritarismo. Rodeado de adversarios hasta en sus Iglesias, Pablo sabe que debe defender lo que ha creado si no quiere que su obra sea destruida. La querella es más pastoral que doctrinal. Pablo está persuadido que su misión a los paganos debe desembocar, después de la ruptura inevitable con las sinagogas, en la formación de comunidades mixtas, compuestas de Judíos y creyentes de origen pagano. La creación de estas iglesias mixtas no es de ninguna manera evidente, dada la gran diversidad religiosa existente entre los componentes, pero renunciar sería un desastre dado que ésta diversidad acabaría dispersando a los creyentes. Por qué esta intransigente convicción? Porque Pablo estima que la vida conforme a la voluntad divina a la cual los fieles son llamados no es posible sino bajo la acción de Espíritu Santo. Pero éste no está presente y es accesible sino cuando tienen lugar los cultos comunitarios, a lo largo de los cuales inspira no solamente a los extáticos que se creen los únicos “carismáticos”, sino a los predicadores, los cantores, los responsables de la comunidad y los creyentes más humildes que se dedican al servicio de los demás (I Corintios, cap. 12 a 14).

Hay según Pablo inspiración individual solo de manera excepcional, en beneficio, por ejemplo, del apóstol. Todo creyente que quiera vivir conforme a la voluntad de Dios no puede alcanzarla solo (Romanos, cap. 7). Le hace falta participar en el “cuerpo” que es la comunidad de los creyentes, donde sopla el Espíritu Divino (Romanos, cap. 8). Todo lo que perturba el buen funcionamiento de las asambleas cultuales de las Iglesias priva a los fieles del acceso a este poder sin el cual su existencia no tiene sentido. Así se explica la irritación de Pablo de cara a la transformación de la Santa Cena en una especie de libre-servicio-sacramental a la manera de los cultos de los misterios (I Corintios, cap. 11), así como el desorden introducido en los cultos comunitarios por el exceso de “hablar en lenguas” sin la más mínima participación de los fieles ordinarios en estas efusiones (I Corintios, cap. 14). Si los creyentes iban cada uno por su lado y se contentaban con seguir su tendencia natural, la comunidad desaparecería convirtiéndose en una máquina distribuidora de sacramentos que dejaría a los fieles incapaces, cualquiera fuese su origen, de obedecer a Dios. El arraigo de los creyentes, “miembros de Cristo”, en el “cuerpo” comunitario es la condición esencial que permite la vida cristiana a la cual son llamados todos los creyentes.

Una Iglesia independiente y organizada, eso supone un cierto número de funciones aseguradas por los miembros de la comunidad. Si se hace exclusión de la afirmación de la autoridad del apóstol, sobretodo si él ha sido el fundador de la Iglesia, y de la de sus colaboradores enviados para representarle, todos exteriores a la comunidad propiamente dicha, Pablo no impuso a sus Iglesias ministerios uniformes. No se trataba por otro lado de ministerios profesionales, sino de funciones asumidas benévolamente a tiempo parcial por los fieles.

En Filipo había “episkopoi” (vigilantes; obispo) y “diakonoi” (servidores), cuyas tareas exactas no nos son conocidas. Las numerosas salutaciones que constituyen lo esencial del capítulo 16 de la Carta a los Romanos están dirigidas a Cristianos activos, tanto mujeres como hombres, cuyas funciones no son precisadas sino en algunos casos. Hay que señalar en particular una mujer “diakonos” de la Iglesia de Cencreas, cerca de Corinto. Según los Hechos de los Apóstoles, cap. 14, las Iglesias de Galatia del Sur estaban dirigidas por “presbyteroi” (ancianos; sacerdotes), como la Iglesia de Jerusalem, que había tomado prestado este término en el Judaísmo. Si nos fiamos de los capítulos 12 al 14 de la Primera Carta a los Corintios, las funciones realizadas en esta comunidad por los fieles animados por el Espíritu Santo eran muy diversas, desde la de profeta a la de educador, de sanadores a la de mutua ayuda, de la del hablar extático a presidir la asamblea, etc. Así, reinaba en algunas comunidades fundadas por Pablo una espontaneidad pasablemente desordenada, que el apóstol se esforzaba en organizar lo mejor posible.

La vida cotidiana de las Iglesias paulinas no nos es a penas conocida, salvo algunos datos esenciales las reuniones semanales tenían lugar durante la noche del sábado al domingo, parece ser. Pablo deseaba que reinara el orden, a pesar de la espontaneidad de las intervenciones de los fieles. Este orden tenía un aspecto indumentario, al menos en lo que concernía a las mujeres, que debían ponerse el velo (I Corintios, cap. 11). En cuanto a la prohibición hecha a las mujeres de hablar en las asambleas (I Corintios, cap. 14), esta contradice las indicaciones del capítulo 11 e interrumpe desgraciadamente un desarrollo de Pablo sobre las intervenciones de los profetas durante los cultos. Por esto y vistas las fluctuaciones que se constatan en los manuscritos antiguos en cuanto al emplazamiento donde se inserta esta prohibición, se puede pensar que este pasaje es una interpolación posterior, realizada sin duda durante la constitución de la colección de cartas de Pablo. La “misoginia” que algunos le reprochan es más bien un hecho en la generación que le siguió.

Para Pablo, entre los bautizados, “Ya no hay ….. ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo”(Gálatas, cap. 3). En el plano de los principios, por lo tanto, las mujeres no tienen que soportar ninguna discriminación en el seno de la comunidad. Las asambleas Cristianas, pues, eran ciertamente comparables a las de las sinagogas, dominadas por la oración, la lectura de la Escritura y la predicación, aunque, sin duda, algo más agitadas.

La celebración de las comidas eucarísticas se añadía frecuentemente, sin que podamos decir si tenían lugar cada semana. Esta comida completa al conllevar gestos y  palabras rituales relativos al pan y al vino debía, según Pablo, tener un carácter comunitario bien marcado y no convertirse en un libre-servicio, como era a veces el caso. El apóstol recuerda con insistencia que se trata de una comida sagrada, instituida por Jesús mismo destinada a celebrar su muerte (I Corintios, cap. 11) mediante el consumo de pan y vino.

En cuanto al bautismo, que marcaba la entrada de los nuevos fieles en la comunidad, era seguramente celebrado aparte. El apóstol sólo presidía ocasionalmente (I Corintios, cap. 1) y era seguramente administrado por miembros de la comunidad. Pablo le atribuía un significado místico profundo: el bautizado, completamente sumergido en el agua, era así asociado al enterramiento de Cristo y, al salir del agua, era invitado a una vida nueva en unión con la del Resucitado. El bautismo era pues, como algunas ceremonias de iniciación de las religiones mistéricas, el punto de comienzo de una existencia transformada (Romanos, cap. 6). Hay muchas interrogaciones sobre las influencias que se había ejercido sobre esta práctica. Aunque nada permite pensar que hubieran tomado préstamos de las religiones de los misterios. Si hubo copia, lo que es dudoso, éstas son anteriores al apóstol.

Cualquiera que hubiese podido ser la autoridad del apóstol y de los dirigentes de las Iglesias, es a la asamblea general de los fieles que pertenecían los principales poderes, en particular en materia disciplinaria. Es la asamblea la que podía infligir una censura temporal a un hermano impertinente (II Corintios, cap. 2) y sobretodo excluir a un miembro de comportamiento inmoral condenándolo con Satán, en la esperanza que sería a pesar de todo salvado el día del Señor(I Corintios, cap. 5). No hay trazos de un poder de excomunión, incluso cuando Pablo nos recuerda que toda comunión tomada indignamente expone al culpable a un castigo divino (I Corintios, chap. 11).

Pablo era el jefe de un grupo de Iglesias que le debían su existencia. Secundado por un equipo de colaboradores cada vez más numeroso, informado de lo que ocurría en las comunidades mediante todo tipo de canales, podía intervenir cada vez que le parecía necesario para evitar las peligrosas derivas, sea enviando al lugar a uno de sus compañeros, sea escribiendo, sea yendo él mismo a la Iglesia donde había un problema. Parece haber tenido éxito durante su estancia en Éfeso en reforzar la cohesión de este conjunto agrupado alrededor del mar Egeo, hasta el punto que después de su partida de la región y su desaparición las Iglesias de esta zona permanecieron unidas fieles a su mensaje.

La mejor prueba que la solidez de esta unión fue durable, es que los Hechos de los Apóstoles (hacia el 80) tienen su raíz en esa zona, igual que las Cartas apócrifas de Pablo (hacia el 90), mientras que la constitución de la colección de las Cartas de Pablo (hacia el 95-100) puede haber tenido lugar alrededor del mar Egeo, donde todos estos documentos están localizados, excepto la Carta a los Romanos, escrita en Corinto. Este pequeño grupo compuesto por una docena de Iglesias no representaba sino una muy débil minoría de cara a las numerosas comunidades de Palestina, Siria, Mesopotamia, Chipre, Egipto y Roma que se habían creado en un cuarto de siglo, sin que tengamos informaciones precisas de éstas. Había por lo tanto una fuerza: “su fidelidad a Pablo y a su pensamiento, cuya pertinencia vendría a ser cada vez más evidente a medida que la ruptura entre el Judaísmo y el Cristianismo se hacía más grande.                                             

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