domingo, 23 de enero de 2022

LA MÁSCARA SAGRADA

LA MÁSCARA SAGRADA

La máscara es uno de los modos más extendidos y, sin duda, más antiguos del arte sagrado. Lo mismo se la encuentra en las más elaboradas civilizaciones, como las de la India o el Japón, que entre los pueblos llamados primitivos. La única excepción la proporcionan las civilizaciones vinculadas al monoteísmo semítico, aunque la máscara se haya conservado en el folklore de los pueblos cristianos y de algunos pueblos musulmanes, 1 y eso, a veces, bajo formas cuyo simbolismo es manifiesto todavía; 2 la tenacidad misma de su supervivencia, en oposición con cualquier pensamiento “evolucionado”, prueba además, indirectamente, su origen sagrado.
Para el cristianismo, como para el judaísmo y el Islam, el uso natural de la máscara no podía ser más que una forma de idolatría. De hecho no se vincula a la idolatría, sino al politeísmo, si por este término se entiende, no al paganismo, sino una “visión” espiritual del mundo, que personifica espontáneamente las funciones cósmicas sin ignorar la naturaleza una e infinita de la Realidad suprema.
Esta visión implica un concepto de “persona” algo diferente del que conocemos del monoteísmo. Se deduce de la propia expresión “persona”; se sabe que en el teatro antiguo, que procede del teatro sagrado de los Misterios, tal palabra designaba a la vez la máscara y el papel. 3 Ahora bien, la máscara expresa necesariamente, no una individualidad –cuya figuración apenas exigiría máscarasino un tipo, luego una realidad intemporal, cósmica o divina. La “persona” se identifica así con la función, y ésta es a su vez una de las múltiples máscaras de la Divinidad, cuya naturaleza infinita permanece impersonal.
Hay una jerarquía de funciones y la hay, pues, de “personas” divinas; pero su multiplicad misma hace que ninguna pueda ser considerada como la “máscara” única y total de la Divinidad infinita. Ésta puede tomar tal o cual máscara para revelarse más directamente a su adorador; o también, este último puede elegir tal máscara particular como soporte y vía; terminará siempre por encontrar en ella toda dignidad celestial, pues cada una de las cualidades universales contiene esencialmente las otras. Esto explica el carácter aparentemente flotante de los antiguos panteones.4 
La esencia de las cualidades universales es una; es lo que el monoteísmo afirma al proclamar la unicidad de la “persona” divina.
Es como si se sirviese de la idea de la persona –la única que un politeísmo olvidadizo del absoluto podía captar aún- para afirmar la unidad de la Esencia. En compensación el monoteísmo hubo de hacer una distinción entre la persona y sus diversas funciones o cualidades, distinción evidente, por lo demás, ya que es semejante a la que existe entre el sujeto humano y sus facultades. Si bien es verdad que la divinidad personal se concibe siempre a través de una u otra de sus cualidades, las cuales se distinguen y se excluyen a veces en el plano de su manifestación; nunca se revelan todas al mismo tiempo, y allí donde coinciden, en la plenitud indiferenciada de su esencia común, no hay ya realmente persona: lo que está más allá de toda divinidad está, por ello mismo, más allá de la persona. Pero la distinción entre el Dios personal y la Esencia impersonal incumbe al esoterismo, que se acerca, así, a la metafísica subyacente al politeísmo tradicional. 5 Sea lo que fuere, el monoteísmo, al negar la multiplicidad de “personas”, hubo de rechazar también el uso ritual de la máscara.

Pero volvamos a la máscara sagrada como tal: ante todo es el medio de una teofanía; la individualidad de su portador no solamente desaparece ante el símbolo revestido, antes se funde en él hasta tornarse en instrumento de una “presencia” suprahumana. Porque el uso ritual de la máscara va mucho más allá que una simple figuración: es como si la máscara, al cubrir el rostro o “yo” exterior de su portador, pusiera al descubierto, al propio tiempo, una posibilidad latente en él. El hombre se vuelve realmente el símbolo que ha revestido, lo que presupone a la vez una cierta plasticidad psíquica y una influencia espiritual actualizada por la forma de la máscara. Por eso se considera generalmente la máscara sagrada como un ser real; se la trata como si fuese viva y no se la reviste sino después de haber llevado a cabo ritos de purificación.6 

El hombre se identifica, por otra parte, espontáneamente con el papel que representa y que le ha sido impuesto por su procedencia, su destino y su ambiente social. Tal papel es una máscara, las más de las veces una falsa máscara en un mundo facticio como es el nuestro, y, en cualquier caso, una forma que delimita más que libera. La máscara sagrada, en cambio, con todo lo que su porte indica en lo tocante a gestos y palabras, ofrece de repente a la “consciencia de sí mismo” un molde mucho más vasto y, por ello mismo, ocasión de realizar la “liquidez” de tal consciencia, su facultad de adoptar todas las formas sin ser ninguna de ellas.

Una observación se impone aquí: por “máscara” entendemos ante todo una cara artificial que recubre el rostro del portador; pero en muchos casos –en el teatro chino, por ejemplo, o entre los pieles rojos –una simple pintura de la cara tiene la misma función y eficacia. Normalmente se completa la máscara con un revestimiento u ornamento de todo el cuerpo; además, el uso ritual de la máscara se acompaña las más de las veces de danza sagrada, cuyos gestos simbólicos y ritmo tienen el mismo objeto que la máscara: el de actualizar una presencia suprahumana.

La máscara sagrada no siempre sugiere una presencia angélica o divina, puede igualmente ser expresión y soporte de una presencia “asúrica” o demoníaca, sin que ello implique necesariamente una desviación, pues esa presencia en sí maléfica puede ser dominada por una influencia superior y captada con fin expiatorio, como ocurre con ciertos ritos lamaístas.

Mencionemos también, como ejemplo bien concreto, el combate del Barong y la bruja Rangda en el teatro sagrado balinés: el Barong, que tiene forma de un león fantástico, y que es comúnmente considerado el genio protector de la aldea, es en realidad el león solar, símbolo de la luz divina, lo que expresan sus ornamentos dorados; ha de hacer frente a la bruja Rangda, personificación de las fuerzas tenebrosas. Ambas máscaras son soportes de influencia sutiles que se comunican a todos cuantos participan en el drama; entre ellos tiene lugar un combate real. En cierto momento, unos jóvenes en trance se arrojan contra la bruja Rangda para acuchillarla; pero el poder mágico de la máscara les fuerza a volver sus kriss contra sí mismos; al final, el Barong ahuyenta a la bruja Rangda. Ésta es en realidad una forma de la diosa Kali, el poder divino considerado en su función destructiva y transformante, y en virtud de esa naturaleza implícitamente divina de la máscara su portador puede asumirla impunemente.

La máscara grotesca existe a muchos niveles diferentes. Por lo general tiene una virtud “apotropeica”, pues al revelar la verdadera naturaleza de ciertas influencias nefastas, se las pone en fuga. La máscara “objetiviza” tendencias o fuerzas que son tanto más peligrosas cuanto que permanecen vagas e inconscientes; les propone su propia cara fea y despreciable a fin de desarmarlas. 7 Su efecto, pues, es psicológico pero sobrepasa el plano de la psicología corriente, ya que la propia forma de la máscara y su eficacia casi mágica depende de una ciencia de las tendencias cósmicas.

La máscara “apotropeica” ha sido transpuesta a menudo en la decoración escultural de los templos. Cuando su carácter a la vez grotesco y terrorífico es concebido como un aspecto de la fuerza divina destructora, es a su vez una máscara divina. Así es, sin duda, como hay que interpretar el Gorgoneion de los templos griegos arcaicos, y ese es el sentido del Kalamukha, la máscara compuesta que en la arquitectura hindú adorna lo alto de los nichos sagrados.8 

La máscara sagrada toma necesariamente sus formas de la naturaleza, pero nunca es “naturalista”, puesto que su propósito es sugerir un tipo cósmico e intemporal. Logra dicho propósito, bien combinando formas de diferente naturaleza pero análogas entre sí, como formas humanas y animales, o bien éstas y formas puramente geométricas. Su lenguaje formal se dirige mucho menos a menudo a la sensibilidad emotiva de lo que estaríamos tentados de creer: las máscaras rituales de los esquimales, por ejemplo, de los indios de la costa del noroeste americano o las de ciertas tribus negras, sólo son inteligibles para el que conoce todas sus referencias simbólicas. Lo mismo puede decirse de las máscaras del teatro sagrado hindú: la máscara de Krishna, tal como se la muestra en la India del sur, no es sino un conjunto de metáforas.

A propósito de las máscaras de forma animal, haremos las observaciones siguientes: el animal es de suyo una máscara de Dios; lo que nos mira por su rostro no es tanto el individuo como el genio de la especie, el tipo cósmico, que corresponde a una función divina. También se podría decir que en el animal, las diferentes fuerzas o elementos de la naturaleza asumen la forma de la máscara: el agua se “personifica” en el pez, el aire en el pájaro; en el búfalo o el bisonte la tierra se manifiesta en su aspecto generoso y fértil, y en el oso muestra su cara oscura. Ahora bien, las fuerzas de la naturaleza son funciones divinas.

No obstante, las danzas con máscaras de formas animales pueden tener un fin práctico, el de conciliarse al genio de la especie de la caza. Es esta una acción mágica pero que muy bien puede integrarse en una visión espiritual de las cosas. Puesto que los lazos sutiles entre el hombre y su ambiente natural existen, cabe hacer uso de ellos como se utilizan fuerzas físicas. Lo que importa desde el punto de vista espiritual, es la conciencia de la jerarquía real de las cosas. Claro que el uso ritual de la máscara puede degenerar en una magia pura y simple, pero tal caso es más raro de lo que comúnmente se cree.

Entre los bantúes, como entre otros pueblos africanos, la máscara sagrada por excelencia representa el animal totem, que es considerado el ascendiente remoto de la tribu. No se trata, evidentemente, del ascendiente natural, sino del tipo intemporal del que los antepasados remotos recibieron su autoridad espiritual. El animal máscara, pues, es un animal supraterrestre, lo cual se expresa en su forma medio animal, medio geométrica. 9 Del mismo modo, las máscaras antropomorfas de “ascendientes” no evocan simplemente a un individuo; representan el tipo o la función cósmica cuya manifestación humana era el antepasado: en pueblos en los que la filiación espiritual coincide prácticamente con una descendencia ancestral, el antepasado que está en el origen de esa descendencia asume necesariamente un papel de héroe solar, de naturaleza medio humana, medio divina.

En cierto sentido, es el sol la máscara divina por excelencia. Porque es como una máscara ante la luz divina, que cegaría y quemaría los seres terrestres si fuese quitada. Ahora bien, el león es el animal solar, y la máscara en forma de cabeza de león es una imagen del sol. Esta misma máscara se encuentra aplicada a fuentes, en las cuales el chorro de agua que de ellas brota simboliza la vida que proviene del sol.

La costumbre de cubrir con una máscara la cara de un muerte no era exclusivamente propia de los antiguos egipcios; el sentido primero de tal costumbre debía de ser, no obstante, el mismo en todas partes: por su forma simbólica –a veces semejante al sol10 - esta máscara representaba el prototipo espiritual en el que se consideraba que el muerto se integraba. Generalmente se considera la máscara que recubre la cara de las momias egipcias como el retrato estilizado del difunto, pero eso no es cierto más que en parte, aunque dicha máscara, hacia el final del antiguo mundo egipcio y bajo la influencia del arte grecorromano, se convierta en un verdadero retrato funerario. Antes de tal decadencia, es una máscara que no muestra al difunto tal cual era, sino tal como ha de llegar a ser; es un rostro humano que se acerca en cierto modo a la forma inmutable y luminosa de los astros. Pues bien, esta máscara desempeña un papel determinado en la evolución póstuma del alma: según la doctrina egipcia, la modalidad sutil inferior del hombre, al que los hebreos denominan el “aliento de los huesos” 11 y que normalmente se disuelve después de la muerte, puede ser retenido y fijado por la forma sagrada de la momia. Esa forma –o esa máscara- desempeñará, pues, con respecto a ese conjunto de fuerzas sutiles difusas y centrífugas, el papel de principio formador: sublimará ese “aliento” y lo fijará, haciendo de él como un vínculo entre este mundo y el alma misma del difunto, un puente por el que los encantamientos y ofrendas de los supervivientes alcanzarán el alma, y por el que podrá llegarles su bendición.

Esta fijación del “aliento de los huesos”, por lo demás, se produce espontáneamente a la muerte de un santo, y eso es lo que hace de una reliquia lo que ésta es: en un santo, la modalidad psíquica inferior o conciencia corporal, ha sido ya transformada cuando él vivía; se ha convertido en vehículo de una presencia espiritual que fijará a las reliquias y a la tumba del santo personaje.  
Es probable que al principio los egipcios no consagrasen sino las momias de hombres de alta dignidad espiritual, pues no sin peligro se puede retener la modalidad psicofísica de cualquiera. Mientras el marco tradicional permanecía intacto, tal peligro podía neutralizarse; sólo se manifestará cuando hombres de una civilización completamente diferente y, por encima de todo, ignorantes de las realidades sutiles, rompan los sellos de las tumbas.
* * *
La estilización típica del rostro humano se encuentra en las máscaras del Nô, el teatro ritual japonés, con una intención a la vez psicológica y espiritual: cada tipo de máscara muestra una cierta tendencia del alma, a la que pone al descubierto, en lo que tiene de fatal o generoso; así, la representación de las máscaras es la de los gunas, las tendencias cósmicas, en el alma.
La diferenciación de los tipos, en el Nô, se obtiene por medio muy sutiles: cuanto más latente e inmóvil sea la expresión de una máscara, más viva será en la representación; cada gesto del actor la hará hablar, cada movimiento, arrojando luz sobre los rasgos, revelará un nuevo aspecto de la máscara; es como una súbita visión de una profundidad o un abismo del alma.
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1

Especialmente entre los musulmanes de Java y África negra. La máscara existe también entre los bereberes del África del Norte, donde toma un carácter carnavalesco.

2

En los pueblos germánicos se encuentra la máscara grotesca –de carácter “apotropeico”, utilizada sobre todo durante las mascaradas solsticiales- y la feérica, al igual que la heroica, que también existe en el folklore español.

3

Se ha hecho derivar persona de personare, “sonar a través” –siendo literalmente la máscara, portavoz de la Esencia cósmica que se manifiesta por ella-, pero esta etimología parece ser dudosa, conforme a Littré, por razones fonéticas; no deja de tener, aún en ese caso, cierto valor desde el punto de vista de las coincidencias significativas –las cuales no son precisamente “azares”- en el sentido del nirukta hindú.

4

Pensamos en el hecho de que un dios secundario puede “usurpar” ocasionalmente el papel supremo.

5

En el esoterismo musulmán, por ejemplo, los dioses múltiples de los politeístas suelen compararse a nombres divinos; el paganismo, o el politeísmo en el sentido restrictivo del término, corresponden entonces a una confusión entre el “nombre” y lo “nombrado”.

6

Lo mismo sucede con la concepción de la máscara en la mayoría de los pueblos africanos: el escultor de una máscara sagrada ha de someterse a una cierta ascesis. Cf., Jean-Louis Bédouin, Les Masques (Les Presses Universitaires, París, 1961).


7

Las máscaras terapéuticas de los iroqueses –llamadas False Faces, “falsas caras”- son un ejemplo bien conocido y típico de la función de que se trata; por otra parte, recuerdan extrañamente ciertas máscaras populares de los países alpinos.

8

Cf. Ananda K. Coomaraswamy: The Face of Glory, y también nuestro libro Principes et Méthodes de l’Art sacré, p. 55.

9

Quizá las imágenes egipcias de los dioses con cuerpo de hombre y cabeza de animal deriven del uso ritual de la máscara. Dichos dioses corresponden a ángeles; pues bien, según Santo Tomás, cada ángel ocupa el grado de una especie entera.

10
Jean-Louis Bédouin, ob. Cit., p. 89 ss.

11

Cf. René Guénon, L’Erreur spirite, cap. VII.

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