La epopeya de Ovidio recorre, en una serie de arcos laxos, el tiempo histórico desde el comienzo del mundo, pasando por el tiempo mítico, hasta el mundo homérico (Troya), y de allí a la fundación de Roma y a Augusto. No empieza con una creación divina ni con una ordenación de los elementos, ni tampoco con el Demiurgo platónico ni con el estoico fabricador mundi ni con la presocrática Física de los elementos, sino que Ovidio comienza al modo de Hesíodo, el cual, en la Teogonía (700 A.C.), hace empezar el mundo partiendo del Caos.
En Hesíodo se reúnen los mitos de la creación de Asia Menor y se abre, todavía en un lenguaje mítico, el horizonte de la Cosmología presocrática. Incluidos en la genealogía de los dioses, que relata la génesis del mundo, aparecen por primera vez la verdad, el origen y el todo como aquellas categorías con las que la filosofía, desde Anaximandro formará el concepto de ser. Y el todo que está en el origen y que, por tanto, es verdadero, para el hombre, lo antagónico, prepotente e indisponible (que, consiguientemente, puede ser llamado dios). Todo lo poderoso, sustentador, fructífero, grande, peligroso, todo eso son dioses.
Antes de todo existió el Caos, pero después
Gea, la de amplio pecho, sede, nunca vacilante, de todos
Los inmortales, que habitan la cumbre del nevado Olimpo,
Y el tenebroso Tártaro, en el seno de la tierra, de anchos caminos
Y Eros, el más hermoso de los dioses inmortales, que relajo los miembros.
De esta forma concibe Hesíodo las raíces de todo ser. En el origen está el Caos, lo entreabierto (en griego khaino=entreabrir, bostezar). Tiene que ser pensado como algo vacío y poderoso. Si uno se imagina fuera el espacio, no queda ya más que lo desmesuradamente abierto, el Caos, justamente. A partir de él surge la tierra (Gea), y en ésta, debajo, como otro Caos, el Tártaro, yacente en lo sombrío. Y Eros, configurador de mundos: aquel poder universal que, cuando el cosmos todavía es una única cadena de generaciones, tiene que ser pensado en los orígenes.
Gea es riza, o sea, la raíz del mundo, de donde todo surge. Hesíodo enseña, pues, el surgir a partir de un elemento. Pero para la gestación se precisa del Eros. Él junta en hieras gamos a Gea con aquello que, igual a ella, de ella misma surgiera: Uranos, el cielo. En muchas culturas tienen que ser separados tierra y cielo, unidos matrimonialmente, afin de que se haga un espacio para las cosas naturales. En el mito sobre la separación del cielo y tierra, la creación significa: tierra y cielo –después de la noche nupcial- se separan en es espacio luminoso del día.
En la tradición Sumeria, por ejemplo, cielo y tierra eran, al principio, una sola cosa y tuvieron que ser separados por el dios del aire. El matrimonio cielo-tierra contiene frecuentemente la representación de la fructificación de la tierra por la lluvia. Que la génesis vaya vinculada a separación y diferenciación sigue vigente como figura conceptual en la filosofía griega. En Hesíodo no surgen día y noche mediante el turno regular de matrimonio y separación de cielo y tierra; sino que Erebos (las tinieblas) y Nýx (la noche), surgidas, como Gea, del Caos, dan a luz el Éter y al Día. La luz surge de las tinieblas, no al revés. Antes ya de la aparición de los dioses, cada uno con sus atribuciones individualizadas, antes incluso de toda naturaleza concrete, tenemos, pues, la figura del mundo y sus principios dinámicos; Gea genera a Urano como Nýx, la noche, a la luz del día; en adelante constituyen las dos polaridades generativas: tierra/cielo y Noche/día. En todo ello, Eros es el principio de la natura naturans. Sólo con él se inaugura la generación de los dioses y, con la jerarquización genealógica de éstos, también la forma jurídica del mundo. No cabe duda de que el lugar central lo ocupa Gea, como madre del devenir, la magna mater de las religiones.
Ahora Ovidio identifica el Caos bostezante de Hesíodo con el viejo concepto estoico de materia sin cualidades, la moles soluta o confusa. En moles resuena lo pesado, lo fatigoso, lo trabajoso e, incluso, lo colosal, todo lo cual casa muy bien con el Caos. Como masa confusa o como prima materia (en la tradición aristotélica), este concepto servirá de base, en la alquimia, a una gran tradición. El Caos des un mundo sine imagine (Ovidio, Fasti, I, III; Met., I, 87).
No se puede hablar de un mundo sin imágenes ni signos. Justamente el hecho de que la Naturaleza pre-estructural no muestre sino lo uniforma, es decir, ningún rostro (ninguna forma), compele a todo discurso cosmológico a la situación paradójica de tener que hablar de algo que precisamente no muestra lo que el lenguaje siempre presupone: lo distinto y diferenciado. Ovidio no salta por encima del Caos, como Hesíodo, que le dedica no más de medio verso, a fin de alcanzar enseguida, con el principio generativo de Gea, la –también generativa- dimensión del lenguaje. El Caos es una masa de átomos azotados pro la borrasca, como diría Lucrecia.
A diferencia del Caos de Hesíodo, en Ovidio todo ya está allí inicialmente, pero disforme. Pero eso disforme no es, simplemente, lo yermo, sino la prima potentia de la creación. Es una presencia peculiar del cosmos, de los átomos, de los elementos y de las cualidades, del tiempo y del espacio, de los principios y de las cosas, pero con la colisión de unos contra otros. Caos es una diskrásis (versus la eukrásis), tal como lo enseñaban los presocráticos, la materia sin cualidades de la antigua Stoa, o el confuso meigma de Diodoro, al contrario, lo asocia a representaciones míticas de una penetración sexual del uno en el otro. Diodoro puede valer como testimonio de que la doctrina del meigma elemental es una racionalización de la representación mítica de una indiferenciación andrógina.
Muy cercano a Ovidio está también Anaxágoras (500/486 A.C.), quien designa el ápeiron como el ser junto, indiferenciado y uniforme de todo lo posible, el ser que contiene la spérmata pánton khrematon (semilla de todas las cosas). Los elementos y las cosas surgen por segregación y separación. Pero el Caos de Ovidio se asemeja también al tohubohu (en hebreo, desierto y vacío), nombre con el que el Antiguo Testamento designa ese estado pre-estructural del cosmos.
Una creatio ex nihilo no la conoce la tradición antigua, ni tampoco la bíblica. Al principio no era la nada, sino –y no únicamente en Ovidio- el desorden. Este, no la nada, es el antagonista del cosmos (que por ello es systema, o bien syntaxis). Y eso fue, justamente, lo que se convirtió en otra cosa, en la línea de la teología austianiana de la creación y, más tarde, de la tomista: el Dios cristiano no ordena el embrollo de materia preexistente, sino que crea, semel et simul, de la nada. Ya Lactancio polemizaba apasionadamente contra la concepción, compartida tanto por los estoicos como los epicúreos, de la no-creación de la materia y los elementos; Deus omnia fecit ex nihilo.
En la descripción del Caos Ovidio sigue los modos de hablar de la antigua mitología cosmogónica. Palmaria es la referencia a Hesíodo, en el que –como en el caso de los presocráticos- se han de presuponer una serie de mitos de Asia Menor. Mas Hesíodo no utiliza las cadenas de negación retórica como fórmulas de la anticipación absoluta, ni concibe tampoco el Caos como prima materia, sino como una espacialidad pre-estructural. Al Caos de Ovidio se le acerca más un Caos amorfo y un espacio primigenio lleno de fuerzas mágicas. Impresionante es su paralelo retórico en el Rig Veda (Rig Veda, Sección X, canción 129).
En las fronteras del mundo, estas fórmulas primigenias están también en la frontera del lenguaje. La exclusión de los dos lados de un antagonismo, la pregunta que se niega a sí misma, la negación y lo iterativo crean partiendo de una concreción natural, próxima a la vida, la visión de algo absolutamente abstracto, que, con todo, tiene una potencia concreta. También esto es, como en Ovidio, una imagen de lo sin imagen, del caos, y del UNO que alienta, del Dios (aún) sin nombre, que, a partir de la tiniebla oculta tras tiniebla, hará surgir al mundo, separado en ser y no-ser, día y noche, vida y muerte, orden de los elementos o de los seres vivos: lo creado, enquistado ya en todo un cuerpo de negaciones. Una estructura muy similar presenta también el Enuma Elish (2000-600 A.C.), poema babilónico de la creación del mundo:
Cuando allá arriba el cielo no era nombrado,
y abajo lo sólido no tenía un nombre,
Apsu, el sin comienzo, el engendrador,
Y Mummu y Tiamat, la madre de todos ellos,
Mezclaron al unísono sus aguas,
Aún no se entretegía el matorral, ni había aún cañaveral,
Cuando ni los dioses existían,
Ni tenían nombre, ni se habían fijado sus talentos;
Y luego, en medio de ellos (de los océanos), los dioses fueron hechos..
Aquí nos encontramos con el ejemplo más antiguo de una concatenación de negaciones. Lo increado es identificado ya con lo sin nombre. El estado primigenio, aún sin mundo, es lo inefable y mudo. Por eso se explica la extraordinaria importancia que en la tradición bíblica de la creación se confiere al lenguaje. Hablar es crear. El mundo tiene forma de palabra. Y así el mundo es en tanto en cuanto sea captado en el lenguaje.
Esto vale también, análogamente, para la imago mundi: el caos es un mundo sin imagen, no representable. El intento de traducir en imagen la prima materia o el caos se realiza bordeando la disolución que amenaza a lo que constituye una imagen –se representa al caos como una superficie negra o blanca, o un informe entrecruzado de líneas-. En él queda desmentido precisamente aquello que constituye una imagen, o sea, la distinción de forma y color. La prima materia es tan irrepresentable como el Dios de la tradición bíblica. El bíblico tohubohu está, como el mismo Dios, más allá de toda fisonomía. Ambos son, simplemente, lo otro; ambos desencadenan el terror de los Sublime, que hace presa de uno no sólo ante Jano, sino que es también ampliamente descrito en las epifanías griegas y bíblicas de Dios. Lo indecible y lo irrepresentable son el núcleo de toda experiencia religiosa, como la primera forma histórica de lo Sublime.
Esto es válido tanto para la tradición bíblica como para la griega y hay que presuponer aún en el caso de las formulaciones ovidianas, que hacen aparecer al caos, desde la frontera última del lenguaje, como una cosa apenas ya si interpretable. Aquí, en el Enuma Elish, se inaugura, de una forma todavía más arcaica, la creación y la forma jurídica del mundo: Marduk es aquel dios que, en dramática lucha con la madre de las profanidades –Tiamat, e flujo primigenio-, la da muerte y crea, a partir de su cuerpo descuartizado, el orden del mundo (esta configuración sirve también de base a las narraciones bíblicas de la creación, como se ve, por ej., en Job, 7,12 o 9,13; Isaías, 51,10).
En la Biblia Hebrea, al fluido primigenio de la antigua Babilonia (el caos-monstruo) –recurriendo también, en parte, a la tradición cananeo-ugarita- se le ponen diversos nombres, como Rahab, Leviatán, Behemoth, Tanin, Tohu, Yam (Génesis, I,2; Sal. 89,11, 74,13, o 104,6-8) todo lo cual designa un monstruo acuático (dragón, serpiente), o bien el mar primigenios. En Job, 38,8 se identifica el fluido primitivo con el seno materno que Yahvé obtura. A diferencia del Enuma Elish, en la Biblia el femenino monstruo primigenio no es matado por Yahvé, sino vencido, es decir que el caos-agua se mantiene como una contrafuerza. Sólo así podrá haber un diluvio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario