viernes, 10 de agosto de 2007

MENOS, THYMÓS,

La comunicación de poder de dios a hombre, en la Ilíada, es el menos. El caso típico es la comunicación de menos en el curso de una batalla, como cuando Atena pone una triple porción de menos en el pecho de su protegido Diomedes, o Apolo pone menos en el thymós del herido Glauco. Este menos no es primariamente fuerza física; ni es tampoco un órgano permanente de la vida mental, como el thymós o el noos. Es más bien como la ate, un estado de mente. Cuando un hombre siente menos en su pecho, o lo siente subírsele, pungente, a las narices, es consciente de un misterioso aumento de energía; la vida en él es fuerte, y se siente lleno de una confianza y ardor nuevos. La conexión del menos con la esfera de la volición resulta claramente en las palabras afines, desear ardientemente, y, que desea mal. Es significativo que con frecuencia, aunque no siempre, el menos se comunique en respuesta a la oración. Pero es algo mucho más espontáneo e instintivo que lo que llamamos resolución; los animales pueden tenerlo, y el término se emplea analógicamente para describir la energía devoradora del fuego. En el hombre es la energía vital, el coraje; que no está siempre ahí, pronto a acudir a nuestra llamada, sino que, de un modo misterioso y caprichoso, viene y se va. Pero para Homero el menos no es capricho: es el acto de un dios, que acrecienta o disminuye a voluntad la areté de un hombre (su potencia como luchador). En ocasiones puede excitarse el menos mediante la exhortación verbal; otras veces, su acometida sólo puede explicarse diciendo que un dios se lo ha inspirado e insuflado al héroe, o lo ha puesto en su pecho, o, como leemos en un pasaje, se lo ha transmitido por contacto, a través de un bastón.

Se puede estar bastante seguro de que la idea subyacente no fue inventada por ningún poeta y de que es más antigua que la concepción de dioses antropomórficos que toma parte física y visiblemente en la batalla. La posesión pasajera de un menos intensificado es, como la até, un estado anormal que requiere una explicación supranormal. Los hombres de Homero pueden reconocer su acometida, que va acompañada de una sensación peculiar en las piernas. Las plantas de mis pies y las palmas de mis manos se sienten ardorosas, dice uno que recibe este poder: es que, como dice el poeta, el dios las ha hecho ágiles. Esta sensación, compartida en este caso por otro que la recibe, confirma para ambos el origen divino del menos.

A los hombres que han recibido una comunicación de menos se les compara en varias ocasiones con leones furiosos; pero la descripción más impresionante de este estado se encuentra en el Canto XV, donde Héctor se enfurece, echa espuma por la boca y le resplandecen los ojos. De estos casos a la idea de la verdadera posesión sólo hay un paso, pero es un paso que Homero no da. Es verdad que dice de Héctor que, cuando se puso la armadura de Aquiles, Ares entró en él, y sus miembros se llenaron de coraje y de fuerza; pero aquí Ares apenas es más que un sinónimo del espíritu guerrero, y la comunicación de poder se produce por la voluntad de Zeus, asistida quizá por la armadura divina. Es verdad que los dioses asumen para encubrirse la forma y la apariencia de seres humanos individuales, pero ésta es otra creencia. Los dioses pueden en ocasiones aparecer en forma humana, y los hombres pueden en ocasiones participar del atributo divino del poder; pero en Homero jamás resulta confusa la línea tajante que separa a la humanidad de la deidad.

En la Odisea, que trata menos exclusivamente de lucha, la comunicación de poder toma otras formas. El poeta de la Telemaquia imita a la Ilíada haciendo que Atena infunda menos a Telémaco; pero aquí el menos es el valor moral que capacitará al muchacho para enfrentarse con los altaneros pretendientes. Se trata de una adaptación literaria. Más antigua y más auténtica es la pretensión repetida de que los juglares derivan su poder creador de Dios. Yo soy mi propio maestro, dice Femio; fue un dios quien implantó toda suerte de cantares en mi mente. Quiere decir que no ha aprendido de memoria los cantos de otros juglares, sino que es un poeta creador, que cuenta con el surgir espontáneo de las frases en hexámetros, a medida que él las necesites, de alguna profundidad desconocida e incontrolable; lo que canta viene de los dioses.

El rasgo más característico de la Odisea es el modo como sus personajes atribuyen toda suerte de acontecer mental (así como físico) a la intervención de un demonio, dios o dioses innominados e indeterminados. Estos seres vagamente concebidos pueden inspirar valor en una crisis o privar a un hombre de su entendimiento, exactamente como lo hacen los dioses en la Ilíada. Pero reciben además el crédito de una amplia esfera de intervenciones que se pueden llamar, de un modo laxo, moniciones. Siempre que alguien tiene una idea especialmente brillante, o especialmente necia; cuando alguien reconoce de repente la identidad de una persona o ve en un relámpago la significación de un presagio, suele ver en ello, si se toman literalmente las palabras , una intervención psíquica de alguno de esos anónimos seres sobrenaturales. El reconocimiento, la intuición, la memoria, la idea brillante o perversa, tienen esto de común: se le ocurren o le vienen a uno de repente. Con frecuencia, la persona en cuestión no tiene conciencia de haber llegado a ellos por la observación o por el razonamiento.

Se puede resumir diciendo que todas las desviaciones respecto de la conducta human normal cuyas causas no son inmediatamente percibidas, sea por conciencia del propio sujeto, sea por la observación de otros, se atribuyen a un agente sobrenatural, exactamente como cualquier desviación en la conducta normal del tiempo o de la cuerda de un arco. Parece como si los héroes homéricos tienen una peculiar propensión a los cambios rápidos y violentos de humor: padecen de inestabilidad mental. Y aún hoy día, una persona que tenga este temperamento suele, al cambiar su talante, considerar con horror lo que acaba de hacer y exclamar: No era mi intención hacer esto! Entre esto y decir: no fui yo en realidad quien lo hizo, sólo media un breve paso. Cuanto más viva que una monición interior la famosa escena de Ilíada I, en que Atena tira del pelo a Aquiles y le advierte que no ataque a Agamenón! Pero la diosa sólo es visible para Aquiles: ningún otro la vio. Esto da a entender claramente que Atena es la proyección, la expresión, de una monición interna. En general al monición interior, o la inexplicable y repentina sensación de poder, o la repentina e inexplicable pérdida del juicio, han sido el germen del que se ha desarrollado la maquinaria divina.

Una de las consecuencias de transponer el acontecimiento del mundo interior al exterior es que la vaguedad queda eliminada: el demonio indeterminado tiene que hacerse concreto aparece como un dios personal definido. En la Ilíada I aparece como Atena, la diosa del buen consejo. Pero la elección quedaba al arbitrio del poeta. Y a través de una multitud de tales elecciones, los poetas deben haber ido construyendo gradualmente las personalidades de sus dioses, distinguiendo, como dice Herodoto, sus funciones y habilidades, y fijando su apariencia física. Los poetas, naturalmente, no inventaron los dioses: Atena, por ejemplo, había sido una diosa minoica del hogar. Pero los poetas les confieren personalidad y con ello hicieron imposible que Grecia cayera en el tipo de religión mágica que prevalecía entre sus vecinos orientales.

El hombre homérico no tiene concepto alguno unificado de lo que nosotros llamamos alma o personalidad. Es bien sabido que Homero parece atribuir al hombre una psykhé sólo después de la muerte. La única función que consta de la psykhé respecto del hombre vivo es la de abandonarlo. No tiene tampoco Homero ninguna otra palabra para la personalidad viviente. El thymós puede una vez haber sido un alma-aliento o un alma-vital; pero en Homero, ni es el alma ni –como en Platón- una parte del alma. Se le puede definir como el órgano del sentimiento. Pero disfruta de una independencia que la palabra órgano no sugiere para nosotros, influidos como estamos por los conceptos más modernos de organismo y de unidad orgánica. El thymós de un hombre le dice que en este momento debe comer, o beber, o matar a un enemigo, le aconseja sobre la línea de acción que debe seguir, le pone palabras en la boca. El puede conversar con su thymós, o con su corazón, o con su vientre, casi como de hombre a hombre. A veces reprende a estas entidades separadas; generalmente, sigue el consejo que éstas le dan, pero puede también rechazarlo y actuar, como Zeus lo hace en una ocasión, sin el consentimiento de su thymós. En este último caso, se diría como en Platón, que el hombre se había dominado a sí mismo. Pero, para el hombre homérico, el thymós tiende a no ser sentido como parte del yo: aparece de ordinario como una voz interior independiente. Un hombre puede incluso oír dos voces de éstas, como cuando Ulises proyecta en su thymós matar al cíclope inmediatamente, pero una segunda voz le refrena. Este hábito de objetivar los impulsos emocionales, de tratarlos como no-yo, debe haber abierto la puerta de par en par a la idea religiosa de la intervención psíquica, de la que se dice con frecuencia que opera, no directamente sobre el hombre mismo, sino sobre su thymós, o sobre el asiento físico de éste, su pecho o su diafragma. Esta conexión se ve en la observación de Diomedes de que Aquiles luchará cuando el thymós en su pecho se lo diga, y un dios le excite a ello.

Una segunda peculiaridad es la transposición del sentimiento a términos intelectuales: Aquiles sabe cosas salvajes, como un león, Polifemo sabe cosas sin ley, Nestor y Agamenón saben cosas amistosas etc. El enfoque inelectualista de la explicación de la conducta imprimió un sello duradero a la mente griega: las llamadas paradojas Socráticas de que la virtud es conocimiento y de que nadie hace el mal a sabiendas no eran novedades, sino una formulación generalizada y explícita de lo que había sido por espacio de mucho tiempo un hábito de pensamiento profundamente arraigado. Tal hábito de pensamiento tiene que haber favorecido la creencia en la intervención psíquica. Si el carácter es conocimiento, lo que no es conocimiento no es parte del carácter, sino que le viene al hombre de fuera. Cuando un hombre actúa de modo contrario al sistema de disposiciones conscientes que se dice que conoce, su acción no es propiamente suya, sino que le ha sido dictada. En otras palabras, los impulsos no sistematizados, no racionales, y los actos que resultan de ellos, tienden a ser excluidos del yo y adscritos a un origen ajeno.

Sabemos cómo en nuestra propia sociedad los hombres se desembarazan de los sentimientos de culpabilidad que les resultan insoportables proyectándolos en su fantasía sobre algún otro, y se puede suponer que la noción de ate sirvió un fin semejante para el hombre homérico, capacitándole para proyectar, con completa buena fe, sobre un poder externo los sentimientos de vergüenza para él insoportables.

De vergüenza, no de culpabilidad, porque el sumo bien del hombre homérico no es disfrutar de una conciencia tranquila, sino disfrutar de timé, de estimación pública: Por qué habría yo de luchar, pregunta Aquiles, si el buen luchador no recibe más timé que el malo? Y la mayor fuerza moral que el hmbre homérico conoce no es el temor de Dios, sino el respeto por la opinión pública, aidos, dice Héctor en el momento crítico de su destino, y marcha con los ojos abiertos a la muerte. La situación a que responde la noción de ate surgió, no meramente del carácter impulsivo y la presión de la conformidad social característica de una cultura de vergüenza. En tal sociedad todo lo que expone a un hombre al desprecio o a la burla de sus semejantes, todo lo que hace quedar corrido, se siente como insoportable. Esto quizá explica cómo acabaron por proyectarse sobre la intervención divina, no sólo los casos de fracaso moral, como la pérdida del dominio sobre sí mismo de Agamenón, sino cosas tales como el mal negocio de Glauco, o el que Automedonte hiciera caso omiso de la táctica adecuada. Por otra parte, fue el crecimiento gradual del sentimiento de culpa, característico de una edad posterior, lo que transformó a la ate en un castigo, a las Erinias en servidoras de la venganza y a Zeus en una personificación de la justicia cósmica.

E. R. Dodds

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