jueves, 2 de agosto de 2007

DIONISO Y EL INFIERNO

Hemos encontrado a Dioniso-brillante y Dioniso-sombrío. La oposición no es estática, ilustra un movimiento, el mismo que se encuentra dramatizado en las fiestas dionisíacas. Uno se queda perplejo ante el doble aspecto de las Antesterias, fiesta a la vez alegre y triste, ocasión de borracheras exuberantes y momento solemne y peligroso en el que el Hades se abre y los muertos invaden la ciudad. Pero hay que recordar que Ariadna, la amada de Dioniso y su doble femenino, era honrada en Naxos con una fiesta de aspectos tan contradictorios, y en los que se mezclaban tan estrechamente la alegría y la desolación que se ha pensado que sus ceremonias se debían repartir entre dos divinidades diferentes.

Si Dioniso es a la vez sombrío y luminoso es porque garantiza la unión de la luz y las tinieblas: es, por excelencia, el dios de las antorchas que se llevan por la noche. Con el resplandor de las antorchas las Tíades lo despiertan en el Parnaso. En su honor, los habitantes de Pelene llevan antorchas a su santuario durante la noche. La luz de las teas alumbra sus fiestas y sus misterios nocturnos. Blandiendo en sus manos la llama de las antorchas, ha venido Yaco, oh Yaco, de la fiesta nocturna el astro luminoso, se dice de él en las Ranas de Aristófanes. La luz nocturna es el signo ambivalente que mejor le califica. Tú que conduces los coros de los ardientes astros…, dice el coro de Antífona, y el de Ión hace de él el señor de las antorchas que brillan en la sagrada vigila y de las estrellas que bailan. Brillante como un astro con rayos de fuego, Dioniso es también el dios que hace brillar el sol en el Hades, lugar que se define precisamente por el hecho de que la luz de día jamás penetra en el. Sólo para nosotros brilla el sol, difundiendo una alegre luz, cantan en el fondo del Hades estallan las floraciones de rosas cuyo dueño se designa con el más extraño de los epítetos cultuales del dios, Melanthides, Dioniso de la flor negra. Avancemos por los prados floridos llenos de rosas, se propone el thiasos infernal. Que cada uno avance pues con resolución por las ondulaciones floridas de las praderas. Acaso no es cierto que las Antesterias son a la vez una fiesta de los muertos y una fiesta de las flores, y que el dios subterráneo que las preside no es otro sino Dioniso Anthester, el que hace abrirse las flores, el anthios, el Antheús, el Euanthés, Baco que ama las flores, a quien recordará Ovidio.

Sin embargo, este mismo dios que hace florecer el Hades se ciñe la cabeza con una planta de sombra, incluso de muerte: la hiedra. En Icaria, la máscara de Dioniso está coronada de hiedra. El propio dios es Kissophóros, coronado de hiedra, y, mejor aún, Kissokomes y Kissokhaítes: el de la melena de hiedra. Es Dioniso Kissós, el dios-hiedra. Los hombres llevan hiedra en su honor y, según parece, se tatúan su señal. Ahora bien, la hiedra es una planta de sombra y frío, una planta estéril (ákarpos) cuyo jugo, según pensaban los griegos, tenía efectos calmante. Se la mantiene apartada de la mayoría de los santuarios y se planta sobre las tumbas. Los dioses celestes se alejan de ella, pero las fiestas nocturnas (nyktélia) cuya acción se desarrolla en la obscuridad en su mayor parte, le reservan un puesto de honor.

A la hiedra, planta fría y soporífica, Plutarco opone expresamente la vid, planta ardiente: el frío de la hiedra que calma el fuego de la embriaguez. El sol que abrasa tierras volcánicas produce el mejor vino, y Platón prohíbe que se dé de beber a los adolescentes, para que el fuego no sea vertido sobre el fuego. Del mismo modo que hacen de la hiedra una planta de la esterilidad, los griegos piensan que el jugo de la vid vigoriza las fuerzas sexuales. La Ética de Posidonio tendrá muy en cuenta la naturaleza ardiente del don de Baco. Si la hiedra es el símbolo mismo de la vegetación ingrata, inapropiada para el consumo, la vid es, a menudo, el signo más importante de numerosos escenarios de la edad de oro. Ahora bien, Dioniso sostiene la hiedra con una mano y la vid con la otra, enseña de sus dos jardines, infernal y terrestre. Mejor incluso, él mismo es a la vez hiedra y racimo, Dioniso Kissós y Dioniso Bótrys. Al igual que la hiedra y la vid, estas dos figuras opuestas del dios no encuentran su sentido más que en su relación. Dioniso vino al mundo golpeado por el rayo del vino. La hiedra apareció en el momento de su nacimiento para proteger al niño contra las llamas que devoraban a su madre. Luego las Ninfas lo bañaron en la fuente de hiedra (Kissoussa), cuyas aguas son del color del vino (oinops).

El vino lleva también en sí mismo la oposición en que participa. Está, sin duda, del lado del sol y del fuego, pero vínculos profundos lo ligan también al mundo inferior: es la bebida ardiente de la madre negra. Criatura del calor y de la humedad, la vid reúne en sí opuestos que las clasificaciones de los griegos tienen mucho cuidado de separar. El simbolismo de su código botánico opone lo cálido y seco a lo húmedo y frío. Refractario incluso a esta norma, Dioniso reina sobre las criaturas del calor y de la humedad: el símbolo de esto es el vino, substancia cálida y húmeda.

La misma ambigüedad se manifiesta del lado de la hiedra y nos da una pista especialmente interesante. En las Charlas de sobremesa, al discurso de Trifón, quien apoya con su autoridad de médico la opinión que generalmente opone el ardiente vino a la fría hiedra, le sucede una extraña digresión: el filósofo Amonio se esfuerza en demostrar que, contrariamente al parecer general, la hiedra es una planta cálida y que, mezclada con vino, aumenta sus efectos embriagadores. Pero las cosas no se quedan ahí. Plutarco toma la palabra y es él quien cierra la discusión. Los argumentos de Amonio serán refutados uno por uno. La hiedra es fría sin ninguna duda. Si se ha podido introducir la ambigüedad, es a causa de un poder que el vino y la hiedra tienen en común: el de perturbar el espíritu. Sin embargo, no de la misma manera. El efecto de la ingestión de la hiedra no podría pasar por el de la embriaguez, sino más bien por una perturbación, un delirio semejante al que provocan cantidad de plantas de este tipo, que sacuden el espíritu hasta la locura (manikos). Cantidad de plantas, entre las que la hiedra ocupa, según parece, un lugar que sólo le corresponde a ella. El delirio que engendra es el trance dionisíaco, la mania. Contiene un soplo de locura (manía) que excita y perturba el espíritu para provocar una embriaguez sin vino, el entusiasmo. Y Plutarco cita, como ejemplo, la manía que se apodera de las mujeres en trance báquico, las mismas que, durante las fiestas nocturnas (nyktélia), se arrojan sobre la hiedra para desgarrarla con sus manos y despedazarla con sus dientes. He ahí la ironía totalmente socrática que introduce la extraña digresión del filósofo Amonio. Su objeción, dice él sonriendo, podría llegar a hacer trizas, como se haría con una corona, un discurso que ha podido mezclar en su guirnalda la hiedra.

El vino y la hiedra se reparten a medias el gran dominio del delirio dionisíaco, cuyas dos expresiones, la embriaguez beoda por una parte, el trance extático por otra, no se confunden, es cierto, pero son muestras las dos de Dioniso-el-loco, Mainomenos, adornado con la hiedra y los pámpanos.

La unión de las tensiones es la exigencia que dirige el conjunto de los hechos. Es esta misma exigencia la que coloca sobre las tumbas griegas los símbolos de las festividades dinosíacas, los vasos para beber o el falo. Los sarcófagos italiotas son uno de los campos de representación dionisíacos, y es Dioniso quien ofreció a la madre de Aquiles el ánfora de oro destinada a recoger los huesos del héroe.

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