JESUS Y YAHVÉ
Al contrario de Jesús la manera de hablar de Yahvé no es enigmática. La principal excepción es su nombre que se da con un juego de palabras. Uno puede asumir que Jesús comprendía la definición de la voluntad de Dios mejor que nosotros. No hay que dudar de los Evangelios cuando nos muestran a Jesús que invariablemente se dirige a Yahvé como abba, la palabra aramea que significa “padre”. Jesús anhela a Yahvé y sólo a Yahvé. En términos platónicos, el amor de Jesús por Dios Padre es eros y no ágape (que en latín pasa a ser caritas y luego caridad), pues eros es el deseo hacia alguien superior a uno, mientras que philia es el amor entre iguales y ágape es el amor de un ser superior por uno inferior. Sin embargo, si aceptas alguna variedad del cristianismo, entonces el amor de Jesús por Dios es caritas y no anhelo.
Es difícil comprender la personalidad de Jesús sin haber comprendido antes las cualidades personales de Yahvé. Los teólogos, desde Filón de Alejandría hasta el presente, han intentado oscurecer la frecuente aparición de Yahvé en la Biblia hebrea en forma de humano teomórfico. Por suerte, la teología fracasa cuando se enfrenta al Yahvé del Escritor J, cuyo descendiente literario más directo es el rey Lear de Shakespeare, al mismo tiempo padre, monarca e irascible divinidad. No se puede saber si en Nazaret se consideraba ilegítimo a Jesús, pero me parece simplista reducir el amor de Jesús por Yahvé a una búsqueda del padre ausente. Jesús era un rabino, lo que todavía significa maestro, y enseñaba la Torá, aunque desviándose mucho de ella y haciendo sus propias aportaciones. No vino a abolir la Ley, sino a darle cumplimiento, por muy brutalmente que san Pablo, Martín Lutero y muchos otros desde entonces hayan malinterpretado esta sutilísima enseñanza, cuyas ironías trascienden incluso las de Sócrates y Platón. Sócrates no era platónico, y Jesús no era Cristiano. No dijo quién era, y no es probable que ninguno de nosotros llegue a saber lo que sólo Yahvé sabe.
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