miércoles, 21 de enero de 2009

CRISTIANISMO, LA INFLUENCIA DIVINA

LA INFLUENCIA DIVINA
NO LA PAZ SINO LA ESPADA O LA INFLUENCIA DIVINA
Los mitos es lo que denominamos historia. No obstante, es imposible escribir la biografía de Jesús ni la de Yahvé. Yahvé es proclive al eclipse, al autoexilio, a las astutas evasivas…
Yahvé, al principio de su carrera, no es un Dios teológico, sino humano, demasiado humano, y se comporta de manera bastante desagradable. El cristianismo transforma a Jesús de Nazaret, un personaje histórico del que poseemos muy pocos hechos verificables, en una multiplicidad politeísta que reemplaza al enigmático y amenazador Yahvé por un Dios Padre muy diferente, cuyo Hijo es el Cristo o el Mesías resucitado. Ambas divinidades quedan ensombrecidas por un espectral Paráclito (El Que Consuela), llamado Espíritu Santo, mientras que Miriam, la madre de Jesús, perdura más o menos bajo la designación de “la Virgen María”.
Yahvé es el protagonista del Tanakh, que evidentemente no es idéntico al Antiguo Testamento. Jesucristo es el protagonista del Nuevo Testamento o Testamento Tardío, que revoca la alianza entre Yahvé e Israel. Alá, el cual, en algunos aspectos está más cerca del Dios de Abraham e Isaac, Jacob e Ismael, y de Jesús de Nazaret que las deidades Cristianas.
Ir en pos del Yahvé histórico (tan humano que se comporta como una persona) es sufrir una derrota de antemano, como ocurre con las infinitas búsquedas del Jesús humano o histórico. De manera invariable, el que lo busca se descubre a sí mismo, pues en la práctica la identidad del individuo se ve profundamente implicada. Cómo iba a ser de otro modo?
La Biblia cristiana varía en sus inclusiones y exclusiones. Todos cambian de manera significativa la secuencia de la Biblia hebrea para que acabe con Malaquías, el último profeta menor cuyo nombre significa simplemente “mensajero”, y que nos lleva hasta Juan Bautista. El Tanakh concluye con el Libro Segundo de las Crónicas, y con un subamos a reconstruir Jerusalem y a restaurar el Templo de Yahvé.
Leer el Nuevo Testamento de principio a fin, es una experiencia estética y espiritual bastante desconcertante. Frye, dice a cerca de los Evangelios:
Los Evangelios me parecen, en su mayor parte, una lectura de lo más desagradable. Las misteriosas parábolas, con sus veladas y no tan veladas amenazas, el énfasis que pone Cristo en sí mismo y en que es único y en su actitud de “conmigo o contra mí”, esa exhibición de milagros como proezas irrefutables, y la permanente sensación de delirio acerca del fin del mundo: son cosas a las que el ingenio intelectual debe dar una explicación, y el hecho de que sean recurrentes surge, en mi opinión, de delicado tejido de la racionalización. La Iglesia Cristiana, con todas sus manías, había comenzado a formarse cuando se escribieron los Evangelios, y se la puede ver limando asperezas y posibilitando que el cristianismo quede secuestrado por una sociedad neurótica y deformada. Me pregunto durante cuánto tiempo y hasta qué punto se puede esquivar u oponer resistencia a la tesis de que la corrección y revisión que se llevó a cabo de las Escrituras fue un proceso fundamentalmente deshonesto.
Los Evangelios tienen perfectamente planeado el efecto que han de causar en el lector, y como propaganda eclesiástica puede que tengan poco que ver con el Jesús de Nazaret histórico. Nunca lo sabremos. Los Evangelios nos presentan a un Jesús tan mitológico como Atis, Adonis, Osiris o cualquier otra divinidad de las que mueren y reviven. Un Mesías que es el Dios encarnado y que muere en la Cruz para expiar todos los pecados y errores humanos, es irreconciliable con la Biblia hebrea.
Lo que da unidad al Nuevo Testamento es su postura revisionista hacia la Biblia hebrea. De ese revisionismo surge un considerable esplendor, se sienta uno cómodo con él o no. La fuerza persuasiva de los Evangelios, y de toda la estructura del Nuevo Testamento, es prueba del poder de una hazaña de la imaginación, plagada de incoherencias, aunque lo bastante importante como para sobrellevar esas contradicciones, entre las que se incluye un Jesús cuya misión pretende sólo beneficiar a los judíos, y unos discípulos que se dirigen sólo a los gentiles. Qué hubiera pensado Jesús de Nazaret de la exclamación de Lucero: Muerte a la ley! Que en muchos luteranos alemanes que sirvieron a Hitler se convirtió en “Muerte a los Judíos”. Los alemanes no habrían crucificado a Jesús: lo habrían exterminado en Auschwitz, su versión del Templo. No menos que Hillel, Jesús reafirmaba la Torá, las enseñanzas de Yahvé y la Alianza.
El Yahvista, o Escritor J, compuso esa magnífica primera rama de lo que luego se fundiría con otros textos del autor-editor que reunió la secuencia desde el Génesis hasta los Reyes durante el Exilio Babilonio. Esta secuencia es una ficción, no la verdad, pero la historia bíblica rara vez es la verdad en el sentido restringido que persiguen los historiadores profesionales, cuya retórica sólo permite un tipo de verdad bastante reduccionista. Si Yahvé es una ficción, es, con mucho, la ficción más inquietante con que se ha encontrado Occidente. Yahvé es, cuando menos, la ficción suprema, el personaje literario que permite una meditación más inagotable, superando en ella a Jesucristo y a las caracterizaciones más grandes de Shakespeare.
Reflexiono acerca de Yahvé: deseo conocer sus menores detalles y por qué tardó tanto tiempo en ponerse un nombre. Conocemos sus variadas personalidades, pero su carácter siempre nos deja perplejos. Quizá él también estaba perplejo antes de llamarse Yahvé. Después de todo, había engullido a otros dioses y diosecillos.
Sabemos que aspecto tiene, aun cuando prohíbe que lo retraten. Se parece a nosotros, o mejor dicho, nosotros nos parecemos a él, pues hemos sido creados a su imagen. La Cábala y sus antecedentes nos dicen que es enorme. Jack Miles dice de Dios que habla consigo mismo. Yahvé, que sufre tremendamente por cualquier ingratitud y que es tremendamente celoso, cruza los límites de la locura durante los cuarenta años que conduce a los Israelitas por el Desierto, en esa desquiciada excursión de Egipto a Canaan. A Moisés mismo, el profeta de Yahvé, se le deja ver la tierra pero no entrar en ella. Yahvé, que generalmente siempre es una mala nueva, es la peor de las noticias posibles cuando acaba con Moisés. Pero es que, Yahvé, desde el principio ha sido un desastre para sus paladines, y esa es la larga historia del Tanakh. Si uno duda de la Encarnación (e incluso San Pablo dudaba), entonces el debate recientemente renovado por Mel Gibson acerca de la culpabilidad de los judíos, más que de los romanos, puede dejarse a un lado. Yahvé es culpable.
Cuando muchos siglos después, Yahvé se convirtió en el Dios de la Reforma Protestante, se le contempla como si dijera a cada protestante: “Sé como yo, pero no te atrevas a ser demasiado como yo.” El Yahvé del escritor J no necesita hacer ninguna advertencia, excepto que no comamos del Árbol de la Vida, que nos haría inmortales. Al Yahvé de J le gusta pasear cuando refresca por el Jardín del Edén, y disfruta yendo de excursión con Abraham. Jesús que se entrega al vino y a las comilonas siempre que puede, nunca se parece más a Yahvé como en esos banquetes. El “piensa en la tierra” de Nietzsche es Yahvístico, pues el Yahvé del Escritor J es maravillosamente antropomórfico, como cuando él mismo cierra la puerta del arca de Noé. Y lo más importante, Yahvé modela a Adán con “adamah”, húmeda y rica tierra roja. Homero nos muestra de manera soberbia la guerra entre hombres y dioses; el Escritor J va más allá, y representa a hombres y mujeres teomórficos que caminan y hablan con Yahvé. En pocas palabras, el Yahvé de J no es un dios celestial, sino un dios que alterna entre los campos cultivados y las cumbres de las montañas.
F. Cross hace hincapié en que Yahvé es también el Dios de la tormenta, pero sólo como una música de batalla que anuncia la llegada del guerrero divino que domina el mar y a los enemigos terrenales de Israel. Aunque sufrirá una serie de transformaciones extraordinariamente matizadas, Yahvé comienza siendo un creador y destructor ambivalente. Yahvé crea todas las cosas, incluyendo la categoría de lo inesperado. No hay límites para Yahvé, por lo cual como mejor se define Su bendición es como el regalo de más vida en un tiempo sin límites. El cielo en la tierra es su promesa; su Reino es, decididamente, de este mundo.
Aunque inmortal, Yahvé ha envejecido, y quizá es ya demasiado viejo para seguir preocupándose. El dios Padre del Cristianismo se preocupa, aunque es un Yahvé disminuido y le falta personalidad. Dicha mengua es necesaria, pues ahora son cuatro en el panteón: Él, Jesucristo, el Espíritu Santo y la Virgen María. El Corán otorga a Jesús un lugar único por ser el profeta que precede inmediatamente a Mahoma, aunque éste sea un Jesús desprovisto de todo cristianismo y “limpio” de Encarnación, Crucifixión, Expiación y Redención. Tan sólo la Ascensión distingue a Jesús de los profetas anteriores, aunque en el pensamiento chiíta y en el sufismo posterior, las ascensiones de Enoc y Husain, el nieto de Mahoma, se relacionan con el Jesús gnóstico: el Cristo Angel, tal como se le denomina a veces. Jesús no muera, sino que asciende con Alá, y permanece con él para estar presente en el fin de los tiempos (se insinúa en el Corán 43:61). Pero es que en el Corán 61:6 se nos presenta a un Jesús que anuncia la venida de Mahoma como el sello de toda profecía. Y, lo más importante, en el Corán 5:116 Alá queda apaciguado cuando le pregunta furioso a Jesús si él y la Virgen María son dos dioses diferentes de Dios, y Jesús le replica amablemente que él nunca ha dicho tal cosa.
La antigua religión Israelí se centra en el Monte Sinaí, donde Yahvé entregó la Torá, y en el Monte Sión, donde Salomón construyó el Templo para Yahvé. Hay una diferencia importante entre el judaísmo talmúdico y la religión bíblica es que, después de la destrucción del Templo, los rabinos tenían la Biblia como su centro. Las dos montañas, la de la Alianza y la del Templo, unen a Moisés y a David, el profeta de Yahvé y el hijo adoptivo de Yahvé. El que Yahvé elija lugares elevados no es algo gratuito, pues como guerrero desciende de las montañas para combatir a sus enemigos. Su Templo es espiritualmente idéntico al exuberante Jardín del Edén, donde le encantaba pasear al caer la tarde, cuando refrescaba. Cuando Eva y Adán son expulsados del Jardín por temor a que se convirtieran en dioses, éste no deja de existir, y queda protegido por querubines. De manera implícita, la destrucción del Templo de Yahvé, considerando que éste en el Sinaí comía siempre con su pueblo, era también la destrucción del Edén, que nos seguirá vedado a no ser que el Templo sea reconstruído. Pero si la propia Biblia reemplaza el Templo, entonces el libro también representa el Edén, motivo quizá por el cual Akiba insistía de manera tan apasionada en que el Cantar de los Cantares, que es de Salomón, tenía que ser un libro canónico.
Yahvé, incapaz ya de pasear por el Edén ni de festejarse en el Templo de Yahvé reside en la Biblia judía. Tan cómodo se se siente en ella que no necesita un tercer Templo, a no ser que ahora se haya exiliado incluso del disfrute de sus páginas

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