lunes, 14 de mayo de 2007

EL MAS ALLA EN EL ANTIGUO ISRAEL

EL MÁS ALLÁ EN EL ANTIGUO ISRAEL

EL SEOL

La benevolencia y bendición divinas sólo podían asegurarse construyendo templos, sosteniendo económicamente a sacerdotes y coros para el templo, ofreciendo sacrificios, cantando elaboradas plegarias y prestando atención a magos y profetas. Los rebaños fértiles, las abundantes cosechas, la victoria en la batalla etc. Todo lo relacionado con el éxito, la prosperidad y la paz dependían de la Gracia de los dioses que habitaban tanto en el plano superior como en el Seol.

Los rituales del antiguo Oriente Próximo eran complicados y de diversa naturaleza. Sólo los sacerdotes, educados en los rituales y las tradiciones tanto públicas como privadas, conocían lo intrincado de los detalles la comunicación con los mundos superior e inferior. Los rituales dirigidos a obtener beneficios terrenales, apelaba a las divinidades del mundo inferior o a los poderes del Cielo. Apelar a los muertos significaba esencialmente dirigirse, en busca de ayuda para los vivos, a los antepasados fallecidos, que habitaban en el Seol. Las personas que habitaban entre los vivos esperaba alcanzar de estos familiares fallecidos protección personal, y, lo que era más importante, numerosa descendencia.

El ritual de culto a los antepasados no suponía participación masiva de la comunidad, era más bien un ritual privado. Pero cuando se invocaba a los dioses del cielo el conjunto de la comunidad quien tomaba parte en el rito. Se trataba de rituales públicos que trascendían el límite del individuo. Se celebraban con importantes liturgias públicas y se celebraba por ejemplo, el ciclo del año agrícola: la siembra y la madurez del grano y la recolección y degustación de los primeros frutos de la temporada. Estos rituales ponían a la comunidad en contacto con los dioses del Cielo, responsables de la lluvia y de la estación de lluvias. En las zonas áridas del Cercano Oriente se creía imposible el desarrollo de cualquier tipo de vegetación sin esta comunión con los dioses del Cielo.

Los vivos entraban en contacto con los muertos no sólo mediante el culto a los antepasado, sino también a través de médiums y magos, personajes que tenían acceso al Seol. La Biblia narra cómo el rey Saúl pretendió conocer el resultado de una inminente batalla mediante una sesión necromántica.

MONOLATRÍA

Los autores Bíblicos posteriores condenaron instituciones tales como el culto a los antepasados y la necromancia en la idea de que eran inherentemente paganas y ajenas a la religión de Israel. Hacia el siglo VII, la presión política ejercida sobre Israel por el poderoso Imperio asirio se había hecho cada vez más insoportable. En medio de esta situación de crisis permanente surgió un movimiento profético que abogó por la veneración exclusiva de un dios, Yahvé. La adoración de todos los demás dioses y diosas debía ser abandonada.

Los partidarios del movimiento monolátrico crían que el culto a los antepasados, en el que primaba el interés del calan familiar, dejaba de lado las cuestiones nacionales, cuando para ellos eran los asuntos nacionales y públicos los que tenían una clara prioridad sobre los asuntos privados y familiares.

Con la destrucción en el 722 A.C. del reino israelí del Norte a manos de los asirios, los partidarios del movimiento monolátrico se convencieron todavía más de la justicia de su causa y atribuyeron el desastre militar a la negligencia del Dios único por cuyo culto exclusivo abogaban. Fue en Judá donde el rey Ezequías (728-699 A.C.) emprendió una reforma legal y religiosa. Esta nueva ley, que urgía a los padres a realizar la simbólica dedicación del primogénito al dios nacional, no era otra cosas que la redefinición del significad de una antigua ceremonia. En esos momentos, la ceremonia había sido transformada, y el primogénito no debía dirigirse ni a sus antepasados ni a ninguna divinidad del Seol, sino a Yahvé. La proclamación divina “seréis hombres consagrados a mí” ya deja ver la clara intención de la reforma: los Israelitas pertenecen ahora a un dios estatal más que a una divinidad familiar o a sus antepasados divinizados.

El movimiento monolátrico se convirtió en el factor decisivo de la política oficial judaica. La reforma alcanzó sus objetivos en 623 A.C. cuando el rey Josías proclamó a Yahvé el único dios que había de recibir culto. La Biblia dice: “También exterminó Josías a los evocadores de los espíritus de los muertos y a los adivinos, los terafim, los ídolos y todas las abominaciones que se veían en el país de Judá y en Jerusalem. Al dar este paso hacia el monoteísmo, la reforma redujo drásticamente el culto privado, sobre todo las actividades rituales relacionadas con los muertos. Aunque se toleraba todavía que se depositasen alimentos junto a la tumba en señal de ofrenda fúnebre, desposeyeron a esta acción de toda su significación cosmológica: lo que era un auténtico sacrificio a los dioses del mundo inferior pasó a ser un simple gesto convencional o tradicional.

La reforma del rey Josías dejó en la ilegalidad ciertas prácticas tradicionales relacionadas con los muertos, pero no las reemplazó con nuevas creencias. En el libro de Job, que data del siglo V A.C. en adelante, donde se puede encontrar un examen más filosófico del significado de la muerte y del más allá. El libro afirma que los muertos no tienen ningún conocimiento sobre el mundo de los vivos y que no pueden influir sobre los que habitan la tierra; ni siquiera conocen la suerte de sus descendientes. Los vivos y los muertos habrían de permanecer eternamente separados.

Job y sus contemporáneos eran partidarios de tradiciones semíticas más antiguas y pesimistas según las cuales la suerte que corrían los muertos era deplorable. Quién querría pasar su existencia “en un lugar de oscuridad y caos donde la misma claridad es cual cerrada noche. Afirmaciones como ésta hacen pensar en la epopeya babilónica de Gilgamesh, en la que se describe el Seol como “la casa en la que los habitantes están desprovistos de luz donde el polvo y el barro son su comida”. A pesar de esta tenebrosa visión del mundo de los muertos, la muerte puede tener también sus ventajas. Tal y como Job señaló en un magistral encomio, la suerte nos sitúa lejos de nuestra miseria terrenal, y resuelve el problema de la desigualdad social al liberarnos de la esclavitud.

El libro de Sirach (Eclesiástico), afirma que el contacto con Yahvé cesa con al muerte. “En el Seol, quién alaba al Señor como los vivos que le dan gracias? El muerto como si no vistiera deja de alabarlo, el que está vivo y sano alaba al Señor”. De la misma manera que los exiliados que viven en Babilonia no pueden cantar las alabanzas del Señor en suelo extranjero, los muertos no podía elevar sus plegarias desde una caverna impura; viviendo en el Seol, habrían de venerar no al dios del Cielo y a la tierra habitada de Israel, sino a alguna divinidad del Seol.

Así, desde los tiempos del rey Josías, los padres narraban a sus hijos las poderosas hazañas de Yahvé sin mencionar los beneficios que les habían proporcionado las de sus antepasados. Dado que sólo se debía rendir culto a Yahvé, los legisladores condenaron el culto a los antepasados y lo reemplazaron mediante la veneración de los patriarcas y de los judíos mártires. Los mártires, héroes de naturaleza más pública que privada, “reivindicaban su raza, fijando su vista en Dios y soportando diversos tormentos, llegando incluso a la muerte”.

En oposición al universo ritual semítico, la reforma del rey Josías selló el Seol para siempre. La teología Israelita se centraba en una práctica religiosa cuyos intereses se encontraban en este mundo más que en discusiones fútiles acerca de la vida que llevaban los muertos. El hombre de bien que se veía obligado a enfrentarse con circunstancia adversas en la tierra debía recibir la promesa de una compensación en esta vida. A Job, que sobrellevó una existencia terrena miserable, nunca se le prometió una recompensa tras la muerte. La implicación de la última página de su libro es bien clara; Dios recompensó a Job por su paciencia y devoción con salud, riqueza y familia. Job recibió la bendición divina (Yahvé le duplicó todos los bienes) en la tierra y no en el más allá.

El movimiento Apocalíptico

En el verano de 586 A.C., el ejército Babilonio puso un abrupto fin a la monarquía judaica. Es status de autogobierno, concedido en un principio por las autoridades babilonias, se vino abajo rápidamente. Los babilonios integraron entonces al antiguo vasallo sujeto a tributos dentro de su sistema de provincias, e Israel dejó de existir como tal en el mapa político del Oriente Medio. Todos aquellos que creían que Yahvé había prometido a los judíos un lugar especial en la historia no podían aceptar la muerte política del estado de Israel. La idea del restablecimiento de un Israel independiente por obra divina seguía en plena vigencia; la llamada a la independencia se reavivaba frecuentemente en tiempos de revueltas e inestabilidad política.

La postura más extrema de esta nueva esperanza asumía no sólo que Yahvé pretendía restaurar a Israel su condición de estado, sino que permitiría que los muertos vivieran en la nueva comunidad judía. La creencia en la resurrección de los cuerpos mantenía que los muertos no serían privados de las bendiciones de una nueva era, sino que, restaurada por completo su existencia corporal, vivirían durante muchos años en un mundo nuevo, disfrutando de una vida renovada.

El concepto de la resurrección de los cuerpos y de la vida en un mundo restaurado no presentaba ningún punto en común con las posiciones sobre el más allá contenido en la reforma del rey Josías; los autores judíos, en efecto, tomaron este concepto de los antiguos iraníes. El concepto de resurrección de los cuerpos aparece por primera vez en las enseñanzas del profeta iraní Zaratustra (500 A.C.). Las fuertes convicciones de Zaratustra acerca de la suerte que corrían las almas después de la muerte incluían la creencia de que, después del periodo de vida mortal, las almas serían juzgadas individualmente y, o bien recompensadas en el Cielo, o bien castigadas en un lugar mucho menos agradable, el infierno. Según Zaratustra, la felicidad perfecta requería algo más que la existencia eterna del alma, y estaba basada en la reunión del cuerpo y el alma no en un paraíso celestial, sino aquí en la tierra. Zaratustra predecía la resurrección general de los muertos, el juicio divino universal y, finalmente, la purificación de la tierra. Una vez restaurada su perfección y belleza originales, el mundo, un nuevo mundo en el que hombres y mujeres vivirían eternamente, sería el auténtico y eterno reino de Ahura Mazda, el Creador.

En el siglo VI A.C., los judíos que vivían en Babilonia y otras zonas bajo la órbita de influencia iraní constataron las semejanzas entre sus propias esperanzas de liberación y algunos de los postulados de la doctrina de Zaratustra. La religión iraní desempeñó de esta forma el papel de catalizador, contribuyendo a que los teólogos judíos moldearan su propia tradición, obligando al judaísmo a definirse a sí mismo tanto por contraste, como por asimilación. En este proceso de encuentro, debate y estímulo de diferentes filosofías, los teólogos judíos adaptaron a sus propias especulaciones sobre el destino de los muertos nuevas doctrinas, como por ejemplo el concepto de la resurrección.

El primer judío que hizo uso de la idea iraní de resurrección de los cuerpos fue Ezequiel, profeta que desarrolló su actividad en el exilio, en Babilonia. Durante 585 y 586 A.C. reveló una serie de profecías de esperanza que incluían visiones de una Jerusalem gloriosamente reconstruida y con un magnifico templo. En una de sus visiones, Ezequiel describe una vasta llanura cubierta de huesos humanos secos y blanqueados por el sol. Esta llanura hace pensar en un depósito funerario meazdeísta, ya que los fieles a Ahura Mazda no enterraban a sus muertos, sino que los dejaban expuestos durante un año para que el sol y la lluvia cayeran sobre ellos y las aves carroñeras devorasen la carne. La doctrina de Zaratustra aseguraba que el Creador, responsable de todos los seres humanos, volvería a juntar los miembros dispersos de los cuerpos en la resurrección general. A Ezequiel, tras la visión de llanura sembrada de huesos, se le encomendó profetizar a los huesos y anunciar su resurrección; inmediatamente después, los esqueletos se recompusieron y se formaron nuevos cuerpos. Dios ordenó entonces a Ezequiel hablar y obligar a los vientos que soplasen sobre los cuerpos; los cuerpos volvieron entonces a la vida, y volvieron de su exilio en Babilonia a su patria en Palestina. La visión, de tan marcadas semejanzas con la doctrina mazdeísta, podría muy bien haber sido inspirad en ideas al alcance del profeta del siglo VI, que habitaba áreas cercanas a poblaciones de componente elamita y persa.

Evidentemente, los profetas judíos redefinieron y adaptaron el concepto mazdeísta de resurrección para hacerlo encajar dentro de sus posiciones religiosas y políticas; mientras que la doctrina iraní original implicaba el fin de la historia de la humanidad, el profeta la utilizó para referirse a un milagro que inauguraba una nueva era de la vida nacional de Israel; Ezequiel unió la idea de resurrección, más que a una esperanza universal o cosmológica, a los intereses nacionales. El profeta no esperaba un universo nuevo, sino una comunidad judía renovada y libre de la opresión extranjera.

Si bien el reino que Dios creara sería eterno, el período de vida de los resucitados sería limitado; según el libro de Enoc, por ejemplo, vivirían “quinientos años”, o “una larga vida en la tierra”. Así, pues, la esperanza de la resurrección del establecimiento de un reino divino proporcionaba una respuesta a la pregunta de por qué Dios no intervenía a favor de su pueblo. Lejos de ser indiferente a la suerte política de Israel, Dios estaba simplemente esperando el día especial designado por su sabiduría. Sólo entonces resucitarían los fieles a la vida corporal y serían establecidos en su reino universal en la tierra. Desde este punto de vista apocalíptico, Dios liberaría del Seol a los muertos para que así pudieran apreciar la tierra renovada; no estarían ya condenados a llevar una existencia sin significado ni en este ni en el otro mundo.

JUDAISMO HELENO

El primer testimonio conocido del intento de proponer una respuesta más filosófica e individualista al problema de la vida después de la muerte lo constituyen dos salmos. El poeta autor del salmo 73 comienza narrando cómo envidia la suerte de los impíos: “He visto cómo prosperan”, declara, “ajenos al dolor y al sufrimiento”. Tentado de llegar a la conclusión de que sus virtudes no encuentran recompensa, constata finalmente que tales pensamientos traicionaría el orden social, por lo que dirige su atención a la consideración de que la riqueza del impío es inestable; toda esa buena fortuna, una vez que haya pasado, será tan insustancial como un sueño, porque el juicio de Dios conllevará su rápida destrucción. Esto, sin embargo, no es suficiente para el salmista que llevando más allá la cuestión se pregunta qué tiene el que no tenga el impío; tiene su desgracia, pero también tiene a Dios. “A pesar de todo siempre estoy contigo”, exclama. “Tienes asida mi mano derecha; tú me guías con tu consejo y me recibirá después con gloria. Etc.

Al decir que Dios los recibiría finalmente en su seno tras la muerte, los salmistas estaban utilizando, de forma atrevida, un vocabulario tradicionalmente asociado con figuras como Enoc, y Elías, dos hombres píos que no habían muerto, sino a los que Dios había ascendido con sus cuerpos al Cielo. Desde el punto de vista de los salmistas, lo que había sido posible para aquellos bien podía ser posible para otros también.

Los salmistas no describieron, no obstante, en ningún momento este plano de existencia celestial, ni revelaron ningún aspecto de la existencia futura que sobrepasara nada de lo que conocemos en esta vida; por el contrario, los poetas se referían a una compañía continuada con Dios y, sólo vagamente, hablaban de la gloria futura. No había una doctrina firme y reconocida acerca de la vida en el más allá.

Este convencimiento de que Dios puede conferir el privilegio de la residencia en el Cielo (en vez del Seol), combinado con el argumento ético de que los justos deben ser recompensados, fue finalmente complementado por una tercera idea. Allí donde los judíos de la diáspora se encontraron con los griegos afloró la idea de un alma inmortal; las concepciones griegas sobre la vida del más allá no se reducían al viejo concepto homérico según el cual lo que sobrevivía a la muerte era una sombra débil; de acuerdo con otras especulaciones mitológicas, la persona existía después de la muerte en su totalidad, y dependía de los dioses castigar o premiar a los muertos, pudiendo las recompensas llegar a ser muy atractivas.

Escritores antiguos como Platón y Cicerón localizaban las Islas de los Bienaventurados en un Cielo por encima de las estrellas. El razonamiento que localizaba los Campos Elíseos en un lugar supremo se basaba en la doctrina de Platón según la cual el alma contenía los aspectos más vitales de la persona; una vez liberada de la prisión corporal, el espíritu no se debilitaba, sino que se hacía más fuerte y poderoso. Platón mantenía que, igual que sucede con todo lo que es refinado y semejante a lo divino, el alma se elevaba hacia las alturas, el alma del justo, lejos de hundirse en las profundidades del mundo inferior, ascendía. De esta manera, el espíritu del individuo no sólo sobrevivía a la muerte, sino que encontraba su morada última en el plano platónico de existencia trascendente y celestial en el mundo de las Ideas. No tenía sentido suponer que los campos Elíseos se hallaran en un nivel inferior, por consiguiente, los filósofos rechazaron la tradición homérica anterior, estableciendo así un precedente para los pensadores judíos.

Las doctrinas Griegas referentes al alma tuvieron larga resonancia tanto en las creencias judías como, finalmente, en las cristianas. Tanto el Libro de la Sabiduría como la obra de Filón de Alejandría reflejan una profunda preocupación por la naturaleza del alma, si bien con la diferencia de que, mientras el Libro de la Sabiduría acepta como un simple hecho la inmortalidad del alma, Filón explicó y desarrolló la idea griega. Filón, al crear una síntesis única de filosofía platónica y tradición bíblica, dejó el terreno abonado para los pensadores cristianos posteriores. Para él, la muerte devuelve al alma a su estado originario, en el que se encontraba antes del nacimiento. Dado que el alma pertenece al mundo espiritual, la vida encarnada en un cuerpo no es sino un episodio breve y, a menudo, desafortunado; pero mientras muchas almas humanas se pierden en el laberinto del mundo material, el alma del verdadero filósofo sobrevive a la muerte corporal y asume una existencia más elevada, inmortal e incorpórea. Además de ser inmortal e incorpórea, parece ser también asexuada, ni masculina ni femenina.

EL JUDAÍSMO EN EL SIGLO I

Las enseñanzas de los saduceos, de los fariseos y de los Esenios, lejos de ser originales, no eran sino la continuación de las posiciones monolátrica, apocalíptica y filosófica respectivamente. Esta variedad de opiniones provocó debate y especulación de sabios, gente de la calle, miembros de sectas y filósofos. El cristianismo del Nuevo Testamento derivó gran parte de su concepción de la vida eterna del debate entre estas diversas sectas, debate que dio pie a una gran vida religiosa en Palestina, sujeta por entonces al dominio Romano.

Según Josefo, los saduceos creían que el alma perece con el cuerpo. Mientras que otros judíos argüían alguna forma de pervivencia, los saduceos mantenían que en las Sagradas Escrituras no se aseguraba nada a ese respecto. Un posible indicio para comprender su actitud centrada en este mundo y su negación de la otra vida puede hallarse en el hecho de que pertenecían a la rica aristocracia sacerdotal. La tradición les atribuye un carácter terrenal y de ellos se dice que usan copas de oro y plata toda su vida y que nunca se afligen en este mundo, como hacían los judíos de espíritu ascético. Según San Pablo, se sentían cómodos bajo el lema “comamos y bebamos, porque mañana estaremos muertos”. Los verdaderos sentimientos religiosos deben estar dirigidos hacia la existencia terrenal.

Los Saduceos tenían una concepción muy alta de la significación de los ritos religiosos. Llevar a cabo el ritual del Templo permitía a los sacerdotes trabajar en presencia de Dios. Experimentar la presencia de Dios en el Templo, a pesar de las dificultades por las que atravesaba el conjunto de la sociedad judía. Sus actividades rituales les permitían sentirse más cercanos a Dios que el resto de los judíos, de forma que una vida tal en la tierra no requería compensación alguna tras la muerte, ya que un día en tu corte (Templo) es mejor que mil en cualquier otro sitio. Poder estar cerca de Dios mientras se habitaba en la tierra significaba no tener que esperar el momento de la muerte para entrar en contacto con la divinidad. Practicaban una Escatología Presente.

Los Fariseos, por su parte, influenciados por las ideas Zoroastrianas, afirmaban su creencia en la trascendencia. Este movimiento popular intentaba reconstruir el judaísmo como una cultura cuya identidad se basara en la observancia meticulosa de las leyes religiosas, especialmente las relacionadas con la pureza. Formaban pequeños grupos urbanos, cuya estricta observancia de la ley estaba destinada a ser un modelo a imitar para los demás, y preconizaban la restricción del contacto con los no fariseos, postulando que todos los judíos habían de alcanzar un grado de pureza igual a la de los sacerdotes del Templo.

Presumiblemente, los fariseos compartían la posición de aquellos profetas que había predicho el glorioso restablecimiento de un estado renovado de Israel y la destrucción de sus enemigos. Según Josefo, proclamaban la naturaleza inmortal del alma, con la importante puntualización de que sólo el alma de los justos pasa a otro cuerpo. En un relato Cristiano contenido en los Hechos de los Apóstoles se observa que San Pablo, fariseo por nacimiento y educación, debía de haber desarrollado ya una opinión acerca de la resurrección antes de convertirse al cristianismo.

Si los fariseos esperaban renovar el judaísmo mediante la aplicación de rigurosas leyes sobre la pureza, es posible que supusieran que, en un determinado momento en el futuro, Dios les relevaría en ese proceso de purificación. Al igual que Ezequiel, es posible que los fariseos esperasen que los secos huesos del Israel conquistado se levantaran y reclamaran su lugar en la tierra renovada. La esperanza apocalíptica de un judaísmo purificado –al igual que las purificaciones Zoroastrianas- constituye el punto de conexión entre los fariseos y los autores del libro de Daniel.

Mientras que los Saduceos negaban la resurrección de los muertos y los fariseos la mantenían, una tercera corriente judía adoptaba una postura más individualista sobe la cuestión. El punto de vista filosófico según el cual el alma inmortal ascendía al Cielo resultaba atrayente no sólo para los judíos helenísticos cosmopolitas como Filón de Alejandría. Hay evidencias que indican que los Esenios esperaban también la liberación de la prisión corporal y el descanso final en el reino celestial. Al contrario que Filón, sin embargo, parece que los Esenios especularon acerca de la posibilidad de un nuevo estado judío bajo la dirección de un rey mesiánico, aunque, a pesar de ello, se mantuvieron alejados de la pol´tica anticolonial y pasaron sus vidas en comunidades separadas como la de Qumram, un lugar aislado en el desierto de Judea cercano al mar Muerto. Los Esenios rechazaron tanto el escepticismo de los saduceos como las simples implicaciones materialistas que conllevaba la creencia en la resurrección futura. Confiriendo un mayor valor a lo espiritual que a lo material, escogieron un modo de vida que los mantuvo alejados de un excesivo contacto con Edmundo.

Al menos parte de los Esenios practicaban el celibato. Josefo habla no sólo de su celibato, de la propiedad comunal de los bienes y en su forma de vida simple, sino también de su concepción de la vida después de la muerte. Según Josefo, los Esenios mantenían que el cuerpo es corruptible, pero el alma es inmortal e imperecedera. Creían, al igual que Filón, que la muerte liberaba a las almas de la prisión del cuerpo y la transportaba hacia lo alto.

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