lunes, 14 de mayo de 2007

EL YAHVISTA

EL YAHVISTA

Y la tierra tenía una sola lengua y las mismas palabras. Y cuando viajaban desde el Este, pasaron por una llanura de la tierra de Shinar, y allí se quedaron.

Y se dijeron unos a otros: “Hagamos ladrillos para cocerlos al fuego. E hicieron ladrillos como piedra, y usaron betún como cemento.

Y se dijeron: “Construyamos una ciudad y una torre que llegue hasta el cielo; y hagámosnos famosos, para no ser dispersados por toda la faz de la tierra.

Y el Señor bajó para ver la ciudad y la torre que construyeron los hijos de los hombres.

Y dijo el Señor: Mirad, el pueblo es unido y tienen todos una misma lengua; se propusieron hacer esto, y ahora nada les hará desistir de lo que han pensado.

Bajemos y confundamos su lengua, para que no puedan entenderse unos a otros.

Así, el Señor los dispersó lejos de allí por toda la faz de la tierra; y dejaron de construir la ciudad.

Por eso su nombre es Babel; porque el Señor confundió la lengua de toda la tierra; y de allí el Señor los dispersó por la faz de la tierra toda.

Tyndale capta accidentalmente el juego de palabras esencial de J entre balal, “confuso”, y Babel o Babilonia, y su sutil término “confundidad” es conservada en la Biblia del Rey Jacobo y por Speiser. La expresión que usa Rosenberg “confundamos su lengua”, juega con balal y Babel, de modo que Babilonia se convierte en un universo de confusión. Esto refuerza la preaución de Reosenberg de repetir el sutil juego de J con bound (atado), boundary (límite) y unbound (desatado). El Yahvé de J maldice a la serpiente con una decisiva fijación de límites.

Porque hiciste esto, dijo Yahvé a la serpiente, serás apartada de los rebaños, de toda criatura del campo, y unida a la tierra te arrastrarás sobre tu vientre suave: porvo comerás del primer día al último. Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu progenie y la suya.

Esto pertenece al mismo cuerpo que la advertencia de Yahvé a Moisés:

El pueblo tendrá un límite: diles que se guarden; se acercarán mas no subirán, no tocarán la montaña. A quienes traspasen los límites, los tocará la muerte, pisará sus tumbas.

En estos y otros pasajes, J juega incesantemente con la raíz hebrea ´rr no es propiamente una maldición pero constituye una antítesis de la Bendición de Yahvé, en la cual el tiempo pierde sus límites. Los hombres de aquello que será llamado Babel, después de su dispersión desligamiento convergen en el lugar a fin de alcanzar un propósito común y la fama, soterradamente contra Yahvé. Llegar a ser hombres con fama, de modo que el propio renombre no sea olvidado, es ser como los nephilim, esos giganes de la tierra, los hijos de los emparejamientos inapropiados de los elohim y las mujeres terrenales (Gen. 6:4). Uniéndose en una alianza, los hombres de Babel se comparan con piedras de construcción, ladirllos endurecidos al fuego capaces de combatir el olvido. Ser anónimo es no tener vínculos y estar disperso, y Yahvé desciende justamente para llevar eso a cabo cuando baja “a mirar la ciudad y la torre que los hijos de los hombres iban a construir. Están decididos “a construir”, orque han hecho un pacto entre ellos, pero también impulsados por sus ambiciones. De allí la consciente y torva ironía de Yahvé:

Son un solo pueblo, con la misma lengua. Entre ellos han concebido esto y no cejarán mientras no hay límite a lo que toquen. Entre nosotros, descendamos pues, confundamos su lengua hasta que el amigo no entienda al amigo.

Pero hay también una ironía dramática que no es de Yahvé sino de J. la primera persona del plural que usa Yahvé debe de estar dirigida a los elohim, o ángeles, sus propias criaturas, no a sus amigos o congéneres que colocan piedras. Con enorme malicia, Yahvé lanza, en su suspicacia, el castigo de la confusión de lenguas. Los hombres ligeros de cascos serán dispersados, se convertirán en hombres in fama: si no, traspasarían los límites de Yahvé, como si pudiesen compararse con lo inconmensurable. Dispersos, con su ciudad abandonada, las piedras desprendiéndose unas de otras, “llegaron a los confines de la tierra”. Todo el mundo se ha convertido en una Babilonia permanentemente confundida. Los juegos de palabras del lenguaje de J impulsan nuestras simpatías dramáticas hacia los constructores de Babel, aunque captemos la ironía cruel del Yahvé de J.

Un temperamenteo como el de J difícilmente se había resistido a los irónicos encantos de presentar una Creación cosmológica maliciosa, probablemente la antítesis total del primer capítulo sacerdotal (P) del Génesis, tal como lo conocemos hoy.

Antes que fuese en la tierra una planta del campo, antes que una semilla del campo brotara, Yahvé no había derramado lluvia sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo; pero desde el día que Yahvé hizo la tierra y el cielo, una niebla se alzó desde dentro para mejorar la superficie. Yahvé modeló un hombre con arcilla de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de la vida. Y mirad: el hombre se hace criatura de carne.

La palabra “modeló”, que en hebreo adquiere su resonancia del trabajo del alfarero. A diferencia de los dioses-creadores rivales del antiguo Cercano Oriente, Yahvé no se encuentra ante un torno de alfarero. En cambio, recoge la arcilla humedecida y la moldea en sus manos, como un nio solitario que moldea un pastel de barro o construye casas de arcilla cerca del agua. Estamos en la dura primavera judía, y no en el gran festival de la cosecha del primer capítulo sacerdotal (P) el Génesis. Empiece o no J su rollo con la derrota del Dragón a manos de Yahvé y con el mar Profundo, ella comienza su relato de lo natural y humano con Yahvé totalmente solo, en una bruma que llega desde dentro de la tierra que él ha creado. Allí, en esa bruma, por ninguna razón o causa declarada, coge un puñado de tierra húmeda y la modela para crear lo que llamaríamos un hombre. Pero este hombre es aún un pastel de barro o una figurilla de arcilla hasta que Yahvé insufla en ella su propio aliento, “el aliento de la vida”, en las narices que ha credo. Pone Yahvé su boca en las narices del hombre o es una inspiración de nariz a nariz? De cualquier manera Yahvé está muy cerca, y de cualquier manera nos besa, aunque sea al modo esquimal. Sería la amorosa irnía de J que su Yahvé infantil insuflase de sus propias narices el aliento en la criatura de su creación. Sin embargo, la escultura se convierte de arcilla en carne, y la primera criatura pasa a constituir un ser vivo, aunque su nombre, Adán, conserve siempre el recuerdo del polvo de arcilla roja del que fue formado.

El poeta del Libro de Job, alegorizó esta creación de Adán como una lección moral de humildad, recordándonos que permanecemos en casas de arcilla y el polvo es tanto nuestro origen como nuestro destino. Sin embargo, la denigración de lo humano es ajena al espíritu de J. adán es modelado a partir del adamah, o arcilla roja, como tributo a la tierra, y por ende como tributo a la humanidad. Para J no hay ninguna “Caída”, pues considera que no hay nada caído en la naturaleza, terrenal o humana. J es el más monista de todos los autores occidentales, así como san Pablo es uno de las más dualistas. Para J no hay ninguna escisión entre cuerpo y alma, entre la naturaleza y el espíritu. En la medida de mi conocimiento, tal monismo fue una invención de J, mientras que la creación a partir de la arcilla no lo era.

Adán no es un recipiente de arcilla con el aliento de Yahvé recoriendo todo su cuerpo, sino un ser que lleva dentro el aliento de la vida. J, como el David del Historiador de la Corte, es un vitalista heroico o un ser unificado, y su Adán no puede ser dividido en cuerpo de arcilla y alma divina.

El Edén, que posteriormente sería descrito por el profeta del exilio, Ezequiel, como el “jardín de Dios”, es en J menos un lugar que una época, una era temprana ahora abandonada para siempre. Y en J encontramos, no el jardín de Dios, sino un jardín concebido para nuestros antepasados, nuestro jardín, aunque hayamos sido expulsado de él. Franz Kafka, comenta:

En su sentido principal, la expulsión del Paraíso es eterna. Por consiguiente, la expulsión del Paraíso es definitiva y la vida en este mundo es irrevocable, pero la naturaleza eterna del suceso (o, expresado temporalmente, la eterna recapitulación del suceso) hace psible, sin embargo, que no sólo podamos vivir continuamente en el Paraíso, sino que de hecho estemos allí continuamente, lo sepamos o no aquí.

El Paraíso está siempre “allí”, y nuestro conocimiento está “aquí”, pero nuestro ser está escindido de nuestro conocimiento, y por ende es posible que estemos aún en el Edén. Kafka está aquí reflexionando sobre la nostalgia; y también lo está haciendo J. El coste de permanecer en el Paraíso plenamente era “no conocer el bien y el mal”, y aquí las dificultades de comprensión de J han sido enormes. Miles de exegetas han leído la irónica narración de J como una historia de pecado o delito y de su apropiado (o desmesurado) castigo. Depende todo de esos dos árboles, el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal, o, a fin de cuentas, son el mismo árbol? Pragmáticamente lo son, puesto que sólo el árbol del conocimiento del bien y del mal está involucrado en la catástrofe, y también éste es una invención de J. El Árbol de la Vida prevalece en la literatura del Medio Oriente antiguo, y sospecho que J interpoló este árbol tradicional en su propio texto como idea interpretativa adicional. Conocer el bien y el mal parece suficiente; tocar el árbol es ser tocado, el mismo día, por la muerte. Yahvé pone un límite, más que un tabú, respecto de tocar o saborear. La conciencia divisoria es el conocimiento de la muerte; no veo amenaza o castigo en esto, sino más bien una afirmación del principio de realidad, de ver como son las cosas.

El Paraíso está siempre “allí” y nuestro conocimiento está “aquí”, pero nuestro ser está escindido de nuestro conocimiento, y por ende es posible que estemos aún en el Edén. Kafka está aquí reflexionando sobre la nostalgia; y también lo está haciendo J. El coste de permanecer en el Paraíso plenamente era “no conocer el bien y el mal”, y aquí las dificultades de comprensión de J han sido enormes. Depende todo de esos dos árboles, el de la vida y el del conocimiento del bien y del mal, o, a fin de cuentas, son el mismo árbol? Pragmáticamente lo son, puesto que sólo el árbol del conocimiento del bien y del mal está involucrado en la catástrofe, y también éste es una invención de J. el Árbol de la Vida prevalece en la literatura del Medio Oriente antiguo, y es posible que J interpolara este árb ol tradicional en su propio texto como idea interpretativa adicional. Conocer el bien y el mal parece suficiente; tocar el árbol es ser tocado, el mismo día, por la muerte. Yahvé pone un límite, más que un tabú, respecto de tocar o saborear. La conciencia divisoria es el conocimiento de la muerte; no hay amenaza o castigo en esto, sino más bien una afirmación del principio de realidad, de ver como son las cosas.

Antes de introducir de nuevo la muerte, J termina la encantadora fábula de la creación de la mujer, una fábula sumamente original puesto que, no se dispone de ninguna otra narración sobre la creación de la mujer que provenga del antiguo Oriente Medio.

El pesado sueño de Adán no es natural, su función es anestésica, y J sugiere maliciosamente que el amor del hombre por la mujer es esencialmente narcisista, relacionado con el misterio mayor del nacimiento. En cierto sentido, lo que experimenta Adán es el único caso masculino de dar a luz. La costilla de Adán es modelada o creada por Yahvé en uno de los juegos de palabras de J, pues la palabra que significa “costilla” es un término estructural inevitablemente empleado en la descripción de toda operación de construcción. Aquí hay que retroceder y comparar a Yahvé como artífice de la mujer con Yahvé como creador infantil y fortuito del hombre. No es sólo que J haya dedicado seis veces más espacio a la creación de la mujer que a la del hombre; es la diferencia entre hacer un pastel de barro y construir una estructura mucho más elaborada y bella. El hombre proporciona (involuntariamente)la sustancia con la que Yahvé empieza esta segunda y mayor creación. Pero esto significa que la mujer es creada de un ser vivo, y no de arcilla. Presumiblemente ella es animada y Yahvé no necesita insuflar el aliento en sus narices. Sin duda, el elemento irónico en J es que la segunda vez Yahvé parece haber aprendido a hacer mejor su tarea.

No interpreto la acción de Yahvé de llevar la mujer a Adán como la de un acompañante a una boda, ni siquiera la de un padre que lleva al altar a la novia. A J no le interesa ratificar el matrimonio como tal, y menos aún considera a Yahvé como creador y santificador del matrimonio. Nadie ha sondeado más sagazmente los límites del amor sexual, que une en acto pero no en esencia. La separación se enfrenta con el apego, que se revela inadecuado para superar la separación. Nos separamos de nuestra madre y nuestro padre, como la mujer se separó de Adán. El apego no puede convertirnos en una sola carne, y ningún hombre desde Adán puede decir: “Hueso de mis huesos y carne de mi carne”. Adán y Eva eran una misma carne; nosotros a lo sumo nos abrazamos con fuerza.

Y he aquí que están desnudos, hombre y mujer, y la vergüenza no los toca, pues no la conocen.

La serpiente era de lengua más zalamera que animal cualquiera hecho por Yahvé.

La palabra hebrea ´arom quiere decir “desnudo”; ´arum significa “astuto”, sutil, malicioso. El hombre y la mujer no conocen la malicia; la serpiente no conoce otra cosa. Nuestro problema, como lectores de J, es separar su relato de la serpiente del Edén de la escandalosa prominencia que ha alcanzado en la teología cristiana y en la literatura occidental.

Cómo llegó a convertirse la encantadora serpiente de J en Satán? La respuesta parece remontarse al menos al siglo I A.C., a ciertos escritos judíos heréticos apocalípticos, entre ellos el Testamento de Adán, la Vida de Adán y Eva, y uno titulado de manera errónea, curiosamente, Apocalipsis de Moisés. En el fondo de todos ellos subyace una vida o Apocalipsis perdido de Adán, donde presumiblemente el Diablo y la serpiente de J se fusionaron por primera vez, y donde el relato de J acerca de la desobediencia se convirtió en una historia de lujuria. Allí el árbol del conocdimiento del bien y del mal desapareció para transformarse en cualquier árbol capaz de asociarse con la serpiente que es Satán. Los rabinos normativos y sus oponentes gnósticos interpretaron por igual erróneamente la historia original de J hasta que todas estas interpretaciones opuestas fueron subsumidas en alegorías cristianas por san Agustín. J concibe al hombre y a la mujer como hijos desobedientes, y a la serpiente como un diablillo zalamero. La lascivia esn cambio es una obsesión de los dualistas, que ven el alma y el cuerpo como atrapados en una lucha. Pero J, como ya he demostrado, no era dualista y por ende no se preocupaba demasiado de la lujuria.

Esto nos hace volver al Edén y al juego sutil de J sobre la desnudez y la astucia. La desnudez del hombre y la mujer es su astucia infantil, así como la astucia de la serpiente es su desnudez, en su calidad de ser totalmente natural, que se siente tan a gusto en el Edén como ellos. La desnudez del nino es prácticamente idéntica a la estucia de la serpiente, y ninguna de ellas está ligada a la vergüenza o la timidez excesiva. Nuestros dones naturales, para J, no tienen en sí ninguna vergüenza o culpa original. Podemos inferir que la cultura salomónica no era una cultura de la vergüenza, como la homérica, ni una cultura de la culpa, como la cristiana. Adán y su esposa aún sin nombre poseen el esplendor vitalista de David, el ser humano completo, el favorito de Yahvé, y esa intensidad heroica empieza ensombrecida por la culpa o la vergüenza. Si la conciencia sutil de la serpiente es su desnudez, entonces, como la desnudez humana, la astucia es el modo de libertad de la serpiente. La serpiente está en el Edén porque pertenece a él; su presencia, su habla y su discernimiento no asombran a la mujer, y por consiguiente no hay que pensar en ella como algo mágico o mitológico. Es una criatura de Yahvé, la más sutil, y quizá podamos decir ahora que es su criatura más irónica.

No hay ninguna razón para juzgar malevolente a la serpiente. J la introduce acentuando su principal cualidad, no sus intenciones, sobre las que no nos dice absolutamente nada. La búsqueda de la serpiente amplía la conciencia mediane el conocimiento del bien y del mal. La búsqueda de la serpiente amplía la conciencia mediante el conocimiento del bien y del mal. Se trata de un discernimiento que Yahvé había otorgado caprichosamente a los ángeles, según el contemporáneo de J, el libro II de Samuel. J no nos dice por qué Yahvé prefiere no conferir el mismo don equívoco al hombre y a la mujer, o por qué, al revés, la serpiene había adquirido una parte del conocimiento angélico. Puesto que la base del estilo de J es siempre la elipsis, debemos practicar una lectura atenta para determinar qué es lo que se ha dejado fuera, de modo tal que su ausencia sea significativa. Claramente, lo implícito aquí es la sorprendente semejanza entre los elohim, o ángeles, y Adán, semejanza que Yahvé insiste arbitrariamente en mantener. Para J la base de la irnía es siempre el coque de inconmensurables, choque que comienza con la ilusión de lo conmensurable. Nuestra anterior pista falsa, el antropomorfismo, amenaza nuevamente con apartarnos del centro de la imaginación de J, que es, al contrario, la presencia de los elementos teomórficos o divinos en las mujeres y en los hombres. Pero la ironía de J se equilibra sutilmente a favor de la mujer, aún sin nombre, por encima de Adán, Yahvé y la serpiente. Hay que poner este punto de relieve, porque el comentario normativo, particularmente el de la exégesis cristiana, ha hecho de la mujer la culpable. Su respuesta a la serpiente modifica curiosamente la admonición de Yahvé añadiendo “a ése no lo tocareis”. El tabú del contacto es enteramente suyo y es menos un error que una revisión irónica, poniendo de manifiesto cuán infantil puede ser su conciencia. “No comas de él, en verdad, ni siquiera puedes tocarlo”, decimos a un niño, y fortalecemos la sensación de privación e impotencia del niño. El contraste entre tal sensación y el inminente castigo de Yahvé aumenta en mucho el sentimiento de compasión que nos despierta la primera mujer.

Miente la serpiente? No, aunque diga sólo una verdad a medias cuando insiste en que “la muerte no os tocará”. Pero ella no tiene ninguna sensación de temporalidad, sino solo de inmediatez, y no es consciente de que su verdad sólo es parcial. Tampoco se dirige sólo a la mujer. La expresión hebrea de J implica que Adán está presente, oye lo que su mujer oye y no resiste la acción de ésta al darle la fruta. Ella es el niño activo, más curioso o imaginativo, mientras que el papel de Adán es el del niño que imita. Tenemos, pues, dos niños y una criatura de la naturaleza con algún conocimiento preternatural, la serpiente. J no nos brinda un candidato a la culpabilidad, exceptuando quizás a Yahvé, ya descrito como un chapucero en su creación original de postulantes adecuados para Adán. Poner el árbol del conocimiento del bien y del mal como prohibición y tentación es una torpeza similar, el acto demasiado desproporcionado de un padre con respecto a sus hijos, como indican también sus reacciones posteriores. Qué es conocer el bien y el mal? Nuevamente, la errónea interpretación normativa ha reducido este problema al conocimiento o conciencia de la sexualidad, pero J tiene una visión demasiado sana de la sexualidad humana para que tal reducción sea interesante o relevante. El bien y el mal no son diferentes de todo, de la libertad y los límites de la libertad, del autoconocimiento, lo angélico y hasta lo divino. Cuando uno se conoce, conoce la propia desnudez, pero la vergüenza consiguiente no tiene resonancias sexuales, por arduo que la tradición normativa haya hecho el reconocimiento de esto. Abrir los ojos es verlo todo, inmediatamente, y por lo tanto verse a sí mismo como podrían verlo otros, como un objeto. Pero quién hay allí para ver al hombre y a la mujer, excepto su hacedor, Yahvé? Han dejado de ser niños, al menos según su propio juicio, y han adquirido la astucia de la serpiente, mientras que la serpiente adquiere metafóricamente la desnudez de ellos en el terrible juicio de Yahvé sobre ella.

Qué hemos de ahcer, nosotros o J, del juicio de Yahvé sobre nosotros? Si, como una madresnos viste mucho más adecuadamente de lo que podemos vestirnos nosotros mismos, debemos destacar lo que J pasa sutilmente en silencio: la primera matanza la lleva a cabao Yahvé a fin de vestirnos (Gen. 3:21). La elección es de Yahvé, no nuestra. Aunque la intimidad de la escena es notable, este modo de presentación es inevitable para J. No estamos presenciado la Caída del Hombre y la Mujer, la desobediencia seguida de una sentencia de muerte, sino una novela familiar que se transforma en una tragedia familiar. No es la Caída la que está en juego, sino un distanciamiento hiriente, la expulsión del hogar, del jardín donde Yahvé, que es madre y padre, se complace en pasear mientras disfruta de la fresca brisa del atardecer. J, dice mucho más: “lo que constituye un crimen contra Dios, un pecado contra Dios, es lo que hacemos cuando desafiamos a Dios. Y Nada mas: no la conciencia de pecado ni la mala conciencia. Nada puede ser más desproporcionado que los castigos de Yahvé y las transgresiones infantiles que los provocan, pero, como siempre, tal desproporción es el centro de la visión de J.

Las maldiciones de Yahvé parecen haber sido revisadas por J sobre la base de versículos más antiguos, y su mordacidad retórica es apropiada a su dureza realmente chocante. Lo extraño de este Yahvé es inherente a sus cualidades antitéticas: un padre maternal y un juez vengativo. Sus invectivas contra la serpiente son tan excesivas que han alentado dos vigorosas interpretaciones erróneas de J, una judaica y cristiana normativa, y la otra gnóstica; la primera ve a Satán en la pobre serpiente, la segunda la exalta extrañamente como una liberadora. Parece haber poco espacio intermedio en las maldiciones que Yahvé hace contra el hombre y la mujer; el origen y el fin de la vida son iguales de acuerdo con el ciclo de Yahvé de que el polvo vuelve al polvo.

Hay que empezar por descartar las interpretaciones paulinas y agustinianas que encuentran aquí la visión de la Caída, visión que comenzó en el judaísmo tardío, en textos como el Libro II de Esdras. J nunca habla de una caída de un plano superior del ser a otro inferior. En J, el hombre y la mujer sufren terriblemente, pero no son degradados a un plano inferior del ser. J no ve el destino de ellos como un antes y un después, sino como un accidente del que a penas son responsables. Cuando éramos niños, éramos castigados terriblemente por ser niños: esta podría ser la esencia del relato de J. Éramos como niños al comienzo, y nos hicieron sufrir por ser diferentes de Yahvé y or querer ser menos diferentes de Yahvé. Nuestro sufrimiento, la mayor parte de la carga de nuestra mortalidad, surgen de esta diferencia, y seguramente J pone de relieve la ironía de que sea Yahvé quien insista en la diferencia, por ende en la mortalidad. Cuando el Yahvé de J dice que somos polvo y debemos volver al polvo, parece haber olvidado que él mismo exhaló el hálito de la vida en nosotros. J no escribe un cuento moralizante sino una historia de niños que termina de manera desdichada. Es así como debían ser las cosas, como las cosas son, dice ella, y tal como son no son buenas para las serpientes, ni las mujeres ni los hombres.

Lo que insinúa la historia de J es la presencia de un judaísmo más antiguo en el que la diferencia entre Yahvé y el hombre y la mujer era menos absoluta; en el que Adán era un Yahvé menor, por decirlo así. Es fascinante que el Redactor normativo, una figura como Esdras el Escriba, aunque no fuese Esdras, mantenga uno de los momentos más escandalosos de J.

“Mirad, dijo Yahvé, “la criatura de arcilla ve como uno de nosotros, y conoce el bien y el mal. Y acaso ahora extienda la mano cual ciego, toque también el árbol de la vida, coma y viva por siempre.”

Esta es una ironía doble o un doble escándalo. Lo que deja claro es que J no dice que nuestra mortalidad sea el resultado de nuestra desobediencia y consiguiente expulsión del Edén. Habíamos sido creados como mortales: seres vivos, con costados de arcilla y el hálito de la vida moviéndose a través de nosotros, pero que probablemente no mantuviéramos ese hálito para siempre. Especulo, no obstante, que el judaísmo arcaico, muy anterior a J, especuló sobre la inmortalidad adánica, pero tal especulación se ve en J sólo en el extraordinario temor de Yahvé de que un Adán con conocimiento pudiese comer “ciegamente” el fruto del árbol de la vida y, así, convertirse en uno de los elohim. La expulsión del Edén adquiere un patetismo particular en el contexto del recelo de Yahvé.

Echó a la criatura de arcilla, y al este del Edén puso las esfinges aladas y la espada ondulante, centelleantes las dos caras, para que guardasen el camino del Árbol de la Vida.

Difícilmente pueda ser más claro que Yahvé habla muy en serio; la expulsión no es tanto para castigar una desobediencia infantil como para impedir a los seres humanos un ciego o no deseado ascenso a la divinidad. J afirma implícitamente que hay pocoa diferenta entre el conocimiento de hombres y mujeres maduros, y los elohim, o hueste angélica; y esa pequeña diferencia es la inmortalidad. A los contemporáneos de J, durante, según creo, los años finales de Salomón y los comienzos del reinado de su incapaz hijo Roboam, debió quizá parecerles menos una sencilla fábula de los orígenes humanos que una parábola compleja sobre el declive del reino de David desde la grandeza imperial a la división y la turbulencia. No obstante, el contraste más profundo entre seres humanos no es temporal, sino que consiste en la diferencia entre hombres y mujeres.

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